Cuando “mi tiempo” se terminó

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Queridos hermanos y hermanas.

Habiendo llegado el final de mi vida de peregrino, inmediatamente me encontré como parte acusada en un juicio existencial.

Me llamó la atención la presencia del Príncipe de este mundo que oficiaba como de Fiscal, quien, con aspecto de malvado perverso, me miraba cruelmente: era – sin duda – el ser más diabólico e inmundo que uno puede imaginarse.

También estaba mi Abogado, cuya bondad lo envolvía en un halo de grandeza: su mirada me resultaba familiar.

Una puerta imperial se abrió y entró el Soberano de todo lo creado y Supremo Juez, vestido con una túnica luminosa. Su aspecto demandaba veneración y sumisión.

Con un gesto propio de quien es Todopoderoso indicó que comenzara la sesión.

Enseguida el Príncipe de toda maldad dijo: “Yo... yo soy Satanás y estoy aquí para demostrar por qué este individuo debe ir al infierno”.

Y comenzó a enumerar todos mis pecados, subrayando los más graves, incluso los ocultos.

Parecía deleitarse con las cosas horribles cometidas por mí, y que yo había olvidado. Mientras él me acusaba con vehemencia, yo me hundía en la vergüenza de mis incontables miserias, aunque ciertamente las había repudiado muchas veces.

Yo sabía que todo lo que decía Satanás era cierto, pero... eso no era lo único que había hecho en mi vida.

No atiné siquiera a mirar a mi Abogado. El Fiscal concluyó: “¡Por lo tanto, es culpable y nadie podrá probar lo contrario!”

Un sagrado silencio introdujo el turno de mi Abogado, que avanzó hasta junto a mí y se puso de frente al Supremo Juez.

Fue entonces que lo reconocí: mi Abogado era Jesús, mi Señor y Salvador.

Frente al Juez dijo Jesús con firme serenidad: “¡Padre Bueno, bendito seas por siempre. Lo que Satanás dijo corresponde a los hechos en la vida de este varón. No negaré las acusaciones. El castigo para el pecado es la muerte eterna. Sin embargo, Yo di mi vida en la Cruz para que éste varón tenga Vida, y él creyó en mí, y con arrepentimiento confesó siempre sus pecados. Él me aceptó como su Señor y su Redentor, él luchó por ser cada día mejor, por lo tanto este varón me pertenece a mí. Su nombre está grabado en el Libro de la Vida porque Tú, Padre, me lo diste. Satanás no entiende nada, ni de justicia ni de misericordia”.

El Supremo Juez del universo, el único Dios Padre y Señor, levantó su mano y dijo con infinita majestad: “Este hijo es libre, sus pecados han sido perdonados por los méritos de la Pascua de mi Primogénito. Vivirá feliz en nuestra gloria. ¡Caso concluido!”

Jesús puso su mano sobre mi hombro y me apretó junto a Él para conducirme hacia la región de los bienaventurados.

Detrás de mí Satanás enfurecido decía: “No me rendiré jamás, ganaré el próximo juicio.”

Yo le dije a Jesús: “Mi amado Señor, tú sabes que siempre te amé, siempre quise ser tu amigo, ¡te amo! Pero, dime... ¿has perdido algún caso?” .

Y, sonriente, me respondió: “Todo aquel que vivió en el amor y, a pesar de sus pecados, ha recurrido a mí para que lo represente y ayude en su juicio individual, ha obtenido el mismo veredicto: ‘Yo pagué por él’”.