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Merienda con calmantes para alumnos traviesos

17 de Agosto de 2014 | 00:00

Por ALEJANDRO CASTAÑEDA

afcastab@gmail.com

No la tienen fácil las maestras. Tampoco ellas. Es cierto que disfrutan de una rutina laboral muy salteada, pero así y todo, como no alcanzan aclimatarse porque siempre las clases están empezando, la convivencia en el aula suele ser esporádica y accidentada. Los chicos no se acostumbran a ser alumnos y la docencia suele andar al borde de un ataque de nervios. Las profes se quejan de los educandos confianzudos y del poco respaldo que reciben a la hora de reclamar sanciones reparadoras. Sienten que deben hacer malabarismo: primero, para desarrollar en 140 días de clases un programa tan interrumpido; después, para tratar de conservar su autoridad sin exponerse demasiado a los ataques de esas madres que, cuando llega el boletín, afilan las navajas y culpan a la maestra.

No son tiempos fáciles para un magisterio desbordado. La escuela inclusiva permite casi todo con tal de que, después del atropello, el revoltoso pueda seguir dando el presente. Los chicos saben que por más tropelías que hagan, su permanencia en el sistema está, más que auspiciada, asegurada. Las docentes entonces tendrán que tolerar mansamente furias y desaires. Sin poder retar ni sancionar a esos niños que van aprendiendo las ventajas del maltrato y la impunidad.

En Ezpeleta años atrás apareció una maestra que había interpretado a su antojo el manual de convivencia. A un alumno que molestaba, lo ató con una campera a una silla y a otro que olía mal, lo roció con Lysoform. Por supuesto, fue apartada del cargo, aunque antes de vaciar el último antitranspirante, insinuó que era muy difícil trabajar en un sistema que valora más el presentismo que el aprendizaje.

Esta semana se supo que en una escuela primaria de Rosario, una maestra de segundo grado, con varios años frente al aula, tras pedir sin suerte silencio y atención, decidió agregarle un tranquilizante a la jarra de leche de la merienda. La portera la descubrió. Y la jefa de supervisores precisó que al ser interpelada, la seño dijo que “echó algo en la leche de los chicos para que estuvieran más tranquilos y sanos”. En el fondo, quedó claro que a la docente se le había agotado la paciencia. Y que, antes de solicitar carpeta, comprar Lysoform o pedir sanciones, eligió aplacarlos y mejorarlos a puro comprimido.

“Inmediatamente la maestra fue apartada preventivamente del cargo”, dijo la funcionaria educativa. Mientras tanto, los padres de los alumnos se manifestaron frente al colegio para expresar su apoyo a una docente que a pura jarra les devolvía hijos sanos, silenciosos y serenos.

Los chicos saben que tienen todo permitido. Y así no hay seño que aguante. Los párvulos aprovechan la benevolencia de un sistema que les hace sentir que ni en casa ni en el aula hay que pedir permiso. Y que lo de portarse bien, no pelearse y no robar, es un mandato perimido que los de muy arriba se encargan de burlar puntualmente.

La calma se ha vuelto una moneda tan escasa en estas ciudades, son tantos y tan crueles los reiterados ejemplos de arrebatos y golpes, que algunas maestras tantean en busca de una dieta sosegada que asegure mermelada y serenidad a estos nenes hambrientos que llevan al aula los sobresaltos hogareños del día a día

Los peritos rosarinos andan revisando jarras y tostadas en busca de pistas. Como la directora no guardó ni una gota de la leche sospechada, lo que queda por delante es un careo en la antecocina para poder determinar si la portera vio bien, si lo de la docente fue un desesperado pedido de tregua, si hacía rato que venía truchando la leche o si sólo pretendía darle un refuerzo de reposo y buen sabor al magro nivel de la merienda ministerial.

Aquel arrebato de la seño de Ezpeleta hizo escuela. Los nenes están sublevados y a más de una maestra, harta de celulares, riñas y destrato, no le queda otra que poner la disciplina en manos del Lysoform. Para enseñarles fragancias a los más descuidados o para darle con el tarro a los que se pasan de la raya.

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