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Por LIZ SPETT
De todas las frases que circulan en la enciclopedia de la vida cotidiana así como en la de la académica, existe una que mata por Knock-out. No es un dicho de esos pimpantes y adorables como el proferido por la Monroe en Los caballeros las prefieren rubias: “Los diamantes son los mejores amigos de las chicas”. No, qué va, todo lo contrario.
Me refiero a la elemental y simple alocución “Tenemos que hablar”. Se trata de una expresión que supone, en principio, un alto en el camino. Se le pide a otro u a otros, a la vez que obliga al que lo dice, a tener una conversación, a detenerse en ese camino. Se acabó lo que se daba; puede surgir algo peor, mejor o reordenarse el tablero, con lo cual, aún si leve, acontece un cambio de planes.
Sin embargo, no nos engañemos, por lo general no anuncia nada bueno. Si te avisaran que ganaste la lotería, o que te has hecho acreedor de una frondosa herencia te lo comunicarían de otro modo. Alude, sino a una polémica o a un debate, sí a una aclaración. Lisa y llanamente significa barajar de nuevo y poner las cartas sobre la mesa. No todas.
Claro que hay cartas que muchas veces se pueden guardar bajo la manga, no mostrar hasta la última jugada o no jugarla jamás. En todos los casos mencionados suponemos que no hay trampa. Se trata de un fair play - juego limpio - no exento de estrategias para prevenir y prevenirse, tanto como se pueda. Los buenos jugadores de póker conocen estas destrezas.
Porque si bien “tenemos que hablar” llama a un despeje de incógnitas, a una cierta parada técnica para desmalezar el camino principal- la autopista- también existen atajos colaterales, cuestiones secundarias que corren por otro carril y muchas veces entorpecen más que lo inicialmente pensado.
Digo, uno puede sopesar lo que vale la pena decir y lo que es mejor callar para no herir, lo que funciona como etcétera - más de lo mismo - y aquello que es necesario inventar, en el sentido de crear una situación “agradable” para todos los participantes de ese stop en la carretera. Tenemos que hablar funciona como una tregua en la guerra, de ninguna forma un cese de fuego y rendición.
Sin duda en “tenemos que hablar”, el contexto marca lo que se oirá después.
Gómez, tenemos que hablar. Me dicen que usted está visitando a la señorita X dentro y fuera de la oficina. La gente es malintencionada, pueden equivocarse. ¿Será para repasar el convenio que vamos a firmar? Me pregunto si leyó bien las disposiciones de la empresa. Pase por mi despacho, se las voy a leer en voz alta.
Cuando se escucha esta frase, siempre existen sobradas razones para experimentar a priori un malestar que entorpece que la vida fluya con sus esporádicas o continuas apariciones.
Los humanos tenemos, quién más quién menos una semiculpa por lo que se hizo, lo que no se hizo y la peor, por aquello que se pensó. Desde este último punto de vista todos somos culpables.
Es como si tuviéramos una pequeña falla, un default constitutivo por el que sangra la herida. El tema es no ensanchar ese afluente hasta convertirlo en un ancho mar.
Sin desmerecer el peso y la densidad de un “tenemos que hablar” la mejor respuesta es aquella que redobla la afirmación: - Claro; tenemos que hablar.
Si efectivamente se produjera el encuentro y no fuera solamente un recitativo que llamara a incomodar a otro u otros, lo ideal, que justamente por serlo funciona como imposible, es estar preparado para algo semi- bueno. Las cosas siempre pueden ser un poco peor de lo que uno imagina. Luego de revisitar un par de alocuciones y después de un rato de conversación que no llega a nada más que al punto de partida, lo mejor es arremeter con soltura elegante: “Mejor no me digas /digan nada, ya entendí”.
Siempre es bueno conservar el lugar de dama. No vale la pena marchitar más lo ya desgastado.
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