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Entre el fútbol y los circuitos electrónicos se debatían los sueños y ambiciones de Hernán Páez la Valle. El muchacho estuvo cerca de ser un buen proyecto de Gimnasia, el club del que era fanático, y estuvo a punto de jugar algún partido en las inferiores. “No nos daban los tiempos para que pudiera ir y dedicarse bien. Era un buen lateral izquierdo, su ídolo era Litch”, se acordó Carlos (55), su papá. De tan hincha que era, Hernán se compenetraba durante cada partido: “En su pieza era todo azul y blanco”, subrayó.
Pero el plano intelectual era casi tan fuerte como su gusto por el fútbol. Desde chico, Hernán disfrutaba de pasar las tardes en el taller de su papá. Sin tantas obligaciones como los dueños del negocio, se dedicaba a experimentar con lo que tuviera a mano.
“Siempre le interesó la electrónica, se la pasaba haciendo inventos. Como cualquier chico curioso, tenía esa locura de armar aparatos con pilas y cables”, remarcó Carlos, a mitad de camino entre las lágrimas y una sonrisa tímida.
Hernán creció en una familia como cualquiera: hijo de un mecánico chapista y de una médica ginecóloga, era el hermano del medio de una estudiante de Medicina de 23 años y una estudiante secundaria de 16. Junto con ellas, sus padres y el novio de la joven más grande, vivía a media cuadra de donde lo mataron.
Carlos, todavía firme a pesar de tener adelante al resto de su familia totalmente quebrada, hizo un recorrido por aquellos años en los que Hernán empezó a crecer como un ingeniero en potencia. Uno bueno y talentoso, según sostuvo su papá.
con empuje de la voluntad
Lo que quedó claro fue que, más allá de sus cualidades, Hernán siempre se las rebuscó para poder desarrollar su vocación.
Cuando terminó el colegio, empezó a estudiar Ingeniería Electrónica en la UTN. Estaba cursando el tercer año en el turno tarde, durante el rato que le quedaba libre después de dedicarse a trabajar desde bien temprano y hasta las 17. “Casi ni estaba en casa”, aseguró Carlos, apesadumbrado.
Claro que no siempre pudo trabajar de lo que le gustaba, como lo hacía al principio o en el último trabajo que tuvo. También fue repositor, y con ese sueldo se las arreglaba para costearse los estudios y hacer la vida que a cualquier veinteañero le gusta.
“Mataron a un chico muy aplicado y talentoso”, fue el último lamento del papá de Hernán.
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