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Revista Domingo |LA IGLESIA DE HOY

Gloriarse de lo que avergüenza

16 de Noviembre de 2014 | 00:00

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Si la persona humana no reconoce la grandeza y dignidad de su propia condición, y por lo tanto de su origen divino, está en el constante peligro de ir perdiendo los valores y prerrogativas que la constituyen.

Todas las enseñanzas del Evangelio están orientadas a la vida feliz de toda la humanidad. Nadie, absolutamente nadie, en la historia del mundo, se ha empeñado hasta la muerte, y muerte de Cruz, como Jesucristo, para que cada persona obtenga la felicidad. Y el objetivo de su vida, pasión, muerte y resurrección es la Salvación de cada ser humano, sin excepciones, para la gloria de Dios.

Es el ser humano quien, por ser libre, puede rechazar la oferta de ser feliz porque, engañado por “el enemigo”, emprende el camino opuesto. Y, en no pocos casos, el rechazo llega hasta el colmo de hacer gala de aquello que en realidad debería avergonzarlo.

¿Por qué hacer comparaciones y difamar, cuando lo que importa es amar al prójimo por amor a Dios?

Aunque todo parece indicar que la vergüenza la perdieron muchos, es aún más lamentable que no la vuelvan a encontrar. Por otra parte, hacer un elenco de actitudes vergonzosas en los varones y mujeres dotados de insignes condiciones para vivir una conducta noble, podría ser igual que enumerar las miserias humanas más repugnantes. Pero hay una realidad que es la mayor de las vergüenzas: no amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Todas las demás conductas denigrantes son consecuencias de ésta.

Fundamento esta afirmación en la Sagrada Escritura: “... hay muchos que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo... su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza” (Filp. 18-19).

Es posible encontrarse con cristianos, de diversas condiciones dentro de la Iglesia, que se autoestiman como superiores, que se juzgan mejores, que desprecian y condenan a cuantos no piensan como ellos... mientras ellos están lejos de pensar y actuar como Jesús. Están como inmunizados por la propia soberbia. ¿¡Hasta cuando cultivarán la hipocresía!?

Si creemos y estamos convencidos de haber recibido el Evangelio para vivirlo en su totalidad, ¿por qué nos distraemos en cultivar aquello que debería avergonzarnos? ¿Por qué buscar puestos de honor, cuando lo que importa es amar a Dios? ¿Por qué hacer comparaciones y difamar, cuando lo que importa es amar al prójimo por amor a Dios?

Sería de gran utilidad espiritual, con buenas consecuencias sociales, que nos preguntemos si observamos con alegría el primer mandamiento, en el que está condensada toda la Ley de Dios. Pero, una vez hecho el examen de conciencia, y reconocido el pecado vergonzoso de no amar a Dios como debe ser amado, hacer el firme propósito de enmienda y, después de una buena celebración de la confesión, centrar la atención en vivir siempre según esa exigencia.

Quizá sea necesario liberarse antes de esa cáscara o caparazón que obstruye la penetración activa y eficaz de la Gracia de Dios.

Quien ama a Dios y vive en el anhelo de amarlo como Él merece ser amado, no tendrá nada de qué avergonzarse. Además, será favorecido para tener una conducta humilde y servicial, haciéndose instrumento de paz y justicia.

¡Amemos de verdad, y sabremos hacer siempre lo que queramos, pues querremos sólo lo que Dios ama!

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