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Revista Domingo |LA IGLESIA DE HOY

¿Para qué tanto?

23 de Noviembre de 2014 | 00:00

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Dios creó al ser humano, lo creó varón y mujer y, para que sea plenamente feliz, lo colmó de bienes y lo coronó soberano de todo el universo visible que antes había hecho de la nada. Pero, desde el origen, el precioso don de la libertad no fue bien usado por esos primeros seres inteligentes. Entonces el egoísmo, la ambición, la soberbia, la vanidad, y otras miserias fueron generando aparentes necesidades, supuestos placeres, manifiestos caprichos. Y la persona humana perdió su grandeza y sólo se hizo esclava de pocas cosas.

Cabe, entonces, preguntarse con honestidad:

¿Para qué tanto empeño por tener más de lo necesario, si al final la muerte sorprende al infeliz propietario para dejarlo desnudo y desprovisto de todo? ¿Para qué sirvió lo superfluo? ¿Para que se peleen los herederos?

¿Para qué tanto...? ¿Para qué ganar el mundo, aún a costa de homicidios, si al final se pierde la verdadera Vida?

¿Para qué tanto esfuerzo en hacer grandes negociados y acumular divisas, si al final un síncope o un derrame cerebral u otra enfermedad, truncan la existencia y no hay dinero que lo resucite? ¿Para qué tantas preocupaciones? ¿Para ser motivo de sospechas?

¿Para qué tantos placeres en excesos de vestidos, comidas, bebidas y juegos, si todo ello sólo son instantes que agigantan el vacío y la insatisfacción de una vida estéril que no deja huellas? ¿Para qué tantos deleites? ¿Para que todo se pierda en la nada?

¿Para qué tantos discursos cargados de palabras altisonantes y fatuas, adulaciones engañosas, honores efímeros y condecoraciones de chatarra, si la única verdad no puede ser ocultada ante Quien conoce cada persona como nadie más es capaz de conocer? ¿Para qué tantos halagos? ¿Para que se los lleve el viento?

¿Para qué tanta mentira, tanta usura, tanta crítica, tanta falsedad, tanta violencia, tanta venganza, tanta injusticia, tanta corrupción, en fin: tanto pecado...? ¿Para qué tanto...? ¿Para qué ganar el mundo, aún a costa de homicidios, si al final se pierde la verdadera Vida?

¿Para qué tanto que es igual a nada? ¡No hay explicación razonable! Porque Dios nos ha creado para Él, para que le conozcamos, le amemos y le sirvamos con generosidad y alegría. Por eso, nada en el mundo podrá hacernos felices sino sólo y únicamente Dios y su Voluntad.

¿¡Para qué tanto cinismo y no menos corrupción institucionalizada!?

San Pablo lo había comprendido bien, cuando declaró: “...todo me parece una desventaja comparado con el incomparable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él...” (Filp 3, 8).

Si se tuviese el coraje de pensar alguna vez en la presencia de Dios, con serena seriedad, cuál es nuestro origen y nuestro destino, sin duda que nos favoreceríamos en mucho. Consideremos con atención, por ejemplo, aquella sentencia de Jesús, el Buen Pastor: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mi, la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y que podrá dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16, 25-26).

¡No vivamos como muertos perdidos en la nada, porque la verdadera Vida nos espera!

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