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Ginastera por siempre en la Ginastera

19 de Abril de 2016 | 01:08

NicolAs Isasi

El domingo, culminando una semana de festejos internacionales, se celebró el centenario del Mº Alberto Ginastera (1916-1983) en el Teatro Argentino de La Plata. Con la dirección musical de Arturo Diemecke y a modo de homenaje, la Orquesta Estable del Teatro Argentino junto al pianista Alexander Panizza, llevó a cabo el concierto nº 1 para piano y orquesta (op. 28), escrito por el propio Ginastera en el año 1961.

Los primeros acordes, sugestivos e inquietantes, dan inicio a la “cadenza e varianti”, dejando paso al piano, protagonista principal de la obra. El carácter percusivo que posee cada uno de los instrumentos es uno de los aspectos más importantes de esta obra, cargada de tensión e imágenes autóctonas. El refinamiento musical característico de Ginastera, presentó algunos momentos sublimes como el encuentro entre el xilofón y el arpa. Por momentos, estas imágenes surgen como si se tratara de una película. La utilización de la cuerda en todas sus formas y tipos de toque da cuenta del estilo que Ginastera ya había afianzado en sus obras anteriores. Tienen ese qué sé yo (como las tardecitas de Buenos Aires) que tanto ha influenciado a Piazzolla en sus tangos. Es posible hasta imaginar ese encuentro entre maestros debatiendo y analizando los procedimientos musicales de sus obras.

El in crescendo del primer movimiento, parece elevar al espectador en el aire, mostrando la relación entre las cuerdas y la percusión en constante tensión. El final es abrupto, inesperado y deja a la platea con la boca abierta. A continuación, el “scherzo allucinante”, como su nombre lo indica alucina por los cambios contrastantes entre los diversos sonidos de la orquesta. Incluso el piano va y viene desde los graves hasta los agudos en una suerte de juego que tiene destellos de acompañamiento con los metales. Alexander Panizza, canadiense y residente en Rosario desde hace algunos años, hizo una interpretación prolija y cuidadosa en constante complicidad con el director. Causó extrañeza en varios espectadores que sus partituras no estaban en papel impreso, sino en una tablet puesta a punto antes de comenzar el concierto. El “adagissimo” es lánguido y pasivo en el comienzo. Logra sacar lo más dulce de Ginastera a pesar de las constantes disonancias, hasta llegar a la “toccata concertata”, último movimiento de la obra. Allí se produce una nueva comunión entre la orquesta y el piano, malambo de por medio, en la que se desatará la culminación de una vorágine musical.

La gestualidad del Mº Arturo Diemecke excede lo musical y hace gala de un manejo extraordinario del cuerpo con un estilo propio. Sus movimientos son claros y precisos. Indica con ímpetu las entradas de cada instrumento como así también las entradas o salidas de los músicos al escenario, el saludo ordenado y pormenorizado de la orquesta y su presentación ante el público. Su concepción de la música es tan profunda que contagia una pregnancia única en los músicos y en la audiencia. No es casual que haya dirigido a las orquestas más importantes del planeta y haya recibido los más prestigiosos galardones internacionales.

En la segunda parte, Diemecke se dirigió a la platea para anunciar unas palabras, y confesó que como mexicano había conocido la Argentina gracias al legado de Ginastera. “Un músico que había logrado contar con su arte cómo era la Argentina al mundo entero. Esa Argentina del interior, del norte, del cuyo, de la pampa, del malambo, de los gauchos, la Argentina de la que no se habla”. Aprovechó también para bromear sobre la siguiente obra, el poema sinfónico “Ein Heldenleben” op. 40 de Richard Strauss (1864-1949), diciendo que esta vida del héroe “representa un retrato musical del compositor, al igual que una selfie de hoy en día”.

El inicio de la obra es brillante y muestra al héroe con todo su poder en la voz de las cuerdas junto a los metales. Nicolás Favero, concertino principal, se encargó de dar vida a la compañera del héroe en el violín. De forma expresiva y visceral dialogaba con la orquesta como esa pareja que había anunciado el director minutos antes. Las pausas justas dan el paso al dúo de arpas que nos lleva al Strauss más profundo. El tiempo de marcha es implacable como si se tratara de un gigantesco ejército. No hay dudas que estamos en el campo de batalla. Si alguien estaba durmiendo en ese preciso instante, probablemente se haya despabilado porque la sonoridad era poderosa y arrolladora. Y temo decir, que en ese caso, se perdió uno de los momentos más exquisitos de la noche.

El maravilloso final, produjo un encantamiento en la sala. A medida que la música desaparecía, Diemecke mantenía las manos en alto. Una vez extinta, se hizo un silencio absoluto. Uno de esos silencios que solo en este contexto podría producirse, ya que había cientos de personas en la sala. Las manos del director comenzaron a bajar lentamente y el silencio continuaba. Todos quedaron inmóviles por un instante, hasta que hizo un giro y saludó al concertino. Allí estalló una eterna ovación que hizo sentir la sala más llena de lo que estaba. La dirección de Diemecke captó lo mejor de cada uno de esos músicos, con una impronta sensible y pasional, logrando un éxtasis en el público que no dejó de aplaudir por varios minutos más.

Una vez terminado el concierto, el director destacó la importancia de la música académica en la vida de las personas. Instó al público presente a que difunda esos valores, que se acerque al teatro, a la música. Habló de lo maravilloso de una profesión en la que el músico se prepara arduamente y brinda todo para su audiencia en cada presentación. Y felicitó, en conjunto con el público, a un fagotista que dejaba su lugar en la fila. Un homenaje sin igual, quizás el más bello de todos los que se hicieron. Porque fue en su tierra y en la sala que lleva su nombre. Hoy y para siempre.

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