La nueva adicción de la vida moderna

El placer solo llega cuando se la consume; mientras más haya mejor y, cuando se acaba, el vacío es profundo y desagradable: las series de televisión estadounidense son para millones de televidentes una verdadera adicción. A tal punto que, incluso, quiebran la ley, aprendiendo a manejar los recovecos informáticos con tal de descargar de manera ilegal los episodios antes de que lleguen a nuestro país. Todo, con tal de tener más: quieren ya mismo el episodio que podrían ver, si tuvieran paciencia, horas después por tevé.

Reflejo de este nuevo modo en que consumimos la ficción televisiva es el fenómeno del “binge watching”, que podríamos traducir como “atracón televisivo” y que consiste en mirar varios episodios “de un tirón”. Estas “maratones” antes eran potestad de un grupo minoritario de la población, joven y aficionado a ciertas series de culto; hoy, nuestros padres y abuelos esperan a que el reloj marque las doce para ver por Netflix una temporada entera de “House of Cards”.

En este cambio de paradigma tiene que ver, por supuesto, el salto de calidad de la televisión norteamericana: “Esta es una de las eras doradas de la ficción en televisión, es un momento en el que la ficción es mucho más atractiva y libre que el aspecto cinematográfico, permite experimentar mucho más. La televisión es un refugio de creatividad bastante más interesante que el cine”, explicaba Pablo Marzotti, autor del libro “Seriemanía”, en una entrevista.

La televisión, para ser justos con sus obsesionados seguidores, es particularmente atrapante hoy en día. Pero, además de una oferta atractiva otros factores facilitaron que el consumidor se vuelva adicto: “Cambió el paradigma de la difusión, con los canales por cable e internet y las redes sociales hicieron de nuevos prescriptores”, analiza Jorge Carrión, crítico y autor del libro “Teleshakespeare”.

La tecnología empuja un nuevo tipo de consumo. Los canales de cable aumentaron la oferta y liberaron a la producción de ciertas restricciones, y luego llegó el DVD, que facilitó el “binge watching”. Y ya en este siglo, internet se volvió masiva y puso a disposición millones de episodios de series de ayer y hoy (y hasta de mañana: este año se filtraron cinco episodios de “Game of Thrones” antes de su emisión, por ejemplo).

El streaming, la última tendencia, fue de algún modo la “legalización” de esos modos de ver que rompían con la lógica televisiva de tener que esperar semana tras semana a que, a un horario determinado, se ponga en pantalla una serie. Y además, puso a fácil disposición del consumidor cientas de horas de televisión para “atraconar” libremente. Según un relevamiento que Netflix encargó a la consultora Harris Interactive, el 61 por ciento de 1.500 usuarios del servicio que fueron consultados realizan maratones regularmente, y el 76 por ciento de los consultados sostuvo que ver muchos episodios de una misma serie les sirve como terapia para salir del stress cotidiano. Además, un 79 por ciento expresó que las maratones agregan mayor dinamismo y disfrute a las series.

Todo, entonces, facilita la adicción del televidente: incluso, agrega Carrión, “los formatos se adaptan a los nuevos ritmos de vida contemporánea: capítulos de 25, 30, 42, 58 minutos, más fáciles de consumir que el cine o la novela, tal vez”.

UNA SEGUNDA FAMILIA

Bajo este nuevo modelo, “vos decidís cómo la ves, querés consumir eso y, si tenés todo junto querés ir al final del misterio, ver qué hay detrás del asesinato o la conspiración. El manejo de la la ansiedad está en cada uno y la voracidad se da ahí”, sostiene Marzotti.

La voracidad del atracón tiene además un elemento emocional: el televidente se encariña con los personajes, mucho más complejos, según Marzotti, que los héroes tradicionales de la tevé, demasiado unidimensionales para empatizar con los televidentes del ruidoso y caótico mundo moderno.

Pero este nuevo héroe, complejo y peleado con las reglas como Walter White, Frank Underwood o Tony Soprano, no pierde por ambiguo su humanidad: incluso la televisión más rupturista de Estados Unidos, en este momento de rupturas múltiples, sostiene modelos de personajes familiares, humanos, con los que el televidentes puede identificarse.

La audiencia masiva de historias como “Mad Men”, “Breaking Bad”, “House of Cards”, “Game of Thrones”, “True Detective”, “The Killing”, “Sherlock”, “The Walking Dead” o “Homeland” se encariña con estos antihéroes, convive con ellos durante años, temporadas enteras, y los constituye en una especie de segunda familia. Y la extensión de los shows en las redes sociales ayuda a que el espectador sienta el programa como propio. Así, cuando los episodios se acaban, porque se termina la temporada y hay que esperar doce meses para nuevas entregas, o porque se terminó el show (o peor: porque lo cancelaron), la sensación del “serie-adicto” es de vacío. De pérdida.