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Información General |HISTORIAS PLATENSES

Adictos a la conectividad: redes virtuales, problemas reales

Las redes sociales nos zambullen en una vida virtual que, cada vez más, tiene repercusiones en la realidad. Lejos del entretenimiento inicial suelen ser fuente de infidelidades, burlas, discusiones, exhibicionismo y muestras de desprecio. Historias de amor y odio de usuarios atrapados en la red

Por MARISOL AMBROSETTI

28 de Noviembre de 2015 | 02:56

Si pudiésemos cortar y pegar todos los fragmentos de tiempo que pasamos frente a la pantalla de Facebook durante un mes de nuestras vidas, nos veríamos más de un día entero, 26 horas seguidas, frente a la pantalla de la red social que ideó Mark Zuckerberg y que, al día de hoy, factura unos 2 mil doscientos millones de dólares al año.

Con 24 millones de usuarios activos en el país, la red social del dedito hacia arriba es la vedette en un mundo virtual expansivo que vino a transformar para siempre el modo de relacionarnos y las fronteras entre la vida pública y privada.

¿Cómo te hubieras enterado, sin las redes sociales, que tu compañera de la primaria se casó con un señor mayor y millonario, o que la vecina del quinto piso intenta seducir a tu hermano vía emoticones y gusteos, o que tu tía Mirta, la menos pensada, votó orgullosa a Nicolás Del Caño?

Las redes sociales nos abren la ventana a un inabarcable mundo de banalidades, lleno de información descartable, pero al mismo tiempo, puede convertirse en un medio que cambia radicalmente la vida real ¿Alguien cree que no es para tanto? Aquí, algunos ejemplos reales y cercanos: un pueblo que se moviliza por una persona que nunca existió, una escritora que llora por comentarios de Facebook, una familia que nace y otra que desaparece bajo el influjo de las cada vez más omnipresentes redes sociales.

Si pudiésemos cortar y pegar todos los fragmentos de tiempo que pasamos frente a la pantalla de Facebook durante un mes de nuestras vidas, nos veríamos más de un día entero, 26 horas seguidas, frente a la pantalla de la red social

Hasta el lenguaje cotidiano ha crecido con las nuevas palabras que nacen y se reproducen como conejos a partir de las redes: verbos como tuitear, stalkear, megustear y sustantivos como hashtag, avatar y trol son moneda corriente en el lenguaje de los nativos e inmigrantes digitales.

A los que vaticinan la muerte de Facebook, saturados como dicen estar de las fotos de mascotas, comidas y familias desconocidas, los expertos se les ríen. Alberto Arébalos trabajó un año y medio en las oficinas argentinas de Facebook y luego fundó la Consultora Latamkey, con sede en Miami, donde hoy es consultor en comunicaciones y crisis en redes sociales.

Para él, la agonía de esa red social es un mito: “Hace dos años, cuando entré en Facebook, ya se decía que iba a desaparecer, y pasó de 1.000 a 1.300 millones de personas”. Para Arébalos, los jóvenes la usan y mucho, “si no, no crecería de esta manera, lo que sí ocurre, y esto es más novedoso, es el uso en simultáneo de varias redes sociales”.

CADA UNO EN SU RED

Simplificando, podría decirse que los ingeniosos y discutidores natos prefieren Twitter; los amantes de la fotografía, Instagram; los que buscan contactos profesionales, Linkedin; los deseosos de romance o sexo, Badoo; quienes se divierten subiendo videos propios, Vimeo, y así podríamos seguir unos cinco párrafos más. Pero la segmentación es falsa, la mayoría de los sub-35 tiene perfiles en, al menos, dos de estas plataformas.

En síntesis: su uso y abuso está garantizado. Algunos expertos en salud mental aseguran que generan adicción.

Cristina Pallares Danti, psicóloga licenciada por la Universidad Autónoma de Barcelona, explica que la razón por la cual son adictivas radica en que “nos hacen sentir el centro de atención, hacen que nos sintamos importantes y queremos pasar más y más tiempo viendo cómo los demás responden ante nuestras actuaciones” ¿Quién no se sintió orgulloso, alguna vez, de haber cosechado decenas de “Me gusta”? O uno solo, pero justo ése que esperábamos con mayor interés.

Los verdaderos usos y las inesperadas consecuencias que surgen de las redes exceden largamente las intenciones y hasta la imaginación de sus talentosos creadores.

La espera de Luciano

Siempre fue solidario Luciano Benítez que, con poco más de 20 años, ya es bombero en la ciudad entrerriana de Colón. Hace un par de años, vía Facebook, comenzó a chatear con una adolescente de mirada dulce, Sofía Velzi.

Las conversaciones se hacían cada vez más extensas y profundas, algunas sensuales otras románticas. Pero ella era de Jujuy y él de Entre Ríos; los separaban más de mil kilómetros. Facebook los mantuvo en diálogo y les sirvió para mostrarse fotos, música y compartir fantasías. Con el tiempo, ella le dijo, en tren de confesiones, que era huérfana y que estaba enferma. Sufría de leucemia y eso la tenía aterrorizada, víctima de fiebre, mareos y moretones.

Un año más tarde, Sofía le dijo a Luciano que iría a visitarlo. Que no se aguantaba más, que necesitaba verlo porque él le ayudaba a olvidarse, aunque sea por unas horas, de su invasiva enfermedad.

Era uno de los últimos días de enero, hacía calor y la humedad pesaba en el cuerpo. Luciano fue a la terminal de ómnibus a la hora acordada, pero Sofía no apareció. Lo llamó poco después para decirle que estaba en Paraná pero no tenía plata. Solícito, Luciano le dijo que él le sacaría un pasaje por internet, que ella solo tendría que retirarlo en la terminal.

Las redes sociales nos zambullen en una vida virtual que, cada vez más, tiene repercusiones en la realidad. Lejos del entretenimiento inicial suelen ser fuente de infidelidades, burlas, discusiones, exhibicionismo y muestras de desprecio. Historias de amor y odio de usuarios atrapados en la red

Las horas pasaban pero Sofía no llegaba. Hasta que se comunicó y dijo que se había descompuesto en el viaje, que había bajado en Villa Elisa y que iba a un hospital. Fue el último contacto. Unos días más tarde, tras intentar contactarla sin suerte, Luciano y su padre armaron una página de Facebook bajo la consigna “Buscamos a Sofía Velzi”. “Pedimos por favor que la gente ingrese y comparta”, decía entonces Ramón, el papá de Luciano, “no bajaremos los brazos hasta encontrarla”, le prometía a su hijo.

El joven bombero fue a la comisaría y denunció la desaparición. Todo el pueblo se movilizó para ayudarlo. Por eso, la desazón fue compartida cuando la policía le reveló la noticia menos pensada: “Sofía no aparece porque, en realidad, no existe”.

La investigación puso al descubierto a la impostora: una vecina de Luciano, Yésica, de 17 años que, junto con una amiga, habían creado el perfil de Sofía. Las fotos eran de una joven de Buenos Aires que casi se desmaya cuando vio sus fotos de fb en la televisión.

El llanto de Josefina

Con sus 40 años recién cumplidos, la periodista y escritora platense Josefina Licitra tiene una trayectoria difícil de resumir: cuenta con varios libros de su autoría (Los Otros, Los imprudentes y el más reciente El agua mala, sobre el drama de Epecuén), cientos de artículos publicados en revistas como Rolling Stones, Newsweek, Vogue, Brando y Gatopardo. Esta mujer, además, vive en pareja y es madre de un niño. No se sabe cómo, pero también se hace tiempo para dar talleres de crónica periodística, recibir premios por su trabajo, sostener un blog y postear todos los días comentarios sobre los temas más diversos en su página personal de Facebook y en su cuenta de Twitter. Podría decirse que por su trabajo, Josefina está entrenada para la crítica, son miles las páginas que ha publicado. Sin embargo, fueron los comentarios de sus “amigos” virtuales (completamente desconocidos en la realidad) los que la conmovieron al punto de arruinarle una noche, presa de la angustia y del llanto.

El relato completo del episodio aparece en la revista on-line La Agenda, bajo el título “Facebook, el paredón y yo”. La autora arranca así: “Sospecho que hay al menos dos formas de entender el espacio virtual. Una es más sana que la otra. Y yo estoy del lado de los enfermos”.

En aquella oportunidad Licitra había cuestionado la designación de Delfina Rossi, de 26 años, hija del ministro Agustín Rossi, en un cargo directivo del Banco Nación. Acto seguido, los comentarios insidiosos comenzaron a preocuparla: “Che Josefina, sos una mina inteligente como para tirar semejante comentario de vieja con ruleros…”. Otro: “La edad no es un límite. Menos mal no te nombraron a vos… con ese pensamiento”. Y así varios.

Se tragó la bronca y se la llevó adentro. Pero esa noche, cuando salió de un restaurante con su pareja, le explotó en lágrimas. Su novio, preocupado, le preguntó qué pasaba y ella confesó: “Hice un comentario en Facebook y me recontra putearon”.

La situación es habitual y al parecer la protección detrás de la pantalla exacerba, en muchos, el ejercicio de la ira, el desprecio y hasta la maldad. De ahí que exista la figura del trol, un término que nació en la mitología nórdica y que en internet cobró un nuevo significado: aquel que disfruta y pone todo su ingenio al servicio de la sorna y la cizaña.

Para la psicóloga Pallares Danti las redes nos permiten ser agresivos, críticos y humillar a otros, con la facilidad que supone no tenerlo enfrente. “Poder producirle ese efecto sin tener que mirarlo a los ojos hace que la maldad sea mayor, porque la presencia ajena suele servir como freno”.

Bombaweb

Esa mañana de julio le costó levantarse, apurar a su marido y a sus tres hijos para arrancar la semana. Ana es platense, abogada y en aquel entonces, hace seis años, acababa de cumplir 35. Ya frente a la computadora de su estudio, taza de café en mano, abrió el Facebook y vio un mensaje privado que la despabiló para siempre. Provenía del perfil de un supuesto “Juan I...”, le llamó la atención que tuviera el apellido de su esposo. Con 10 años de casada no lo había oído nombrar jamás en las reuniones familiares. El mensaje cabía en una línea: “Tu marido va a tener un hijo con otra. Averigualo”. Las piernas se le aflojaron y las palpitaciones se le aceleraron. No pudo menos que revisar el perfil del remitente de punta a punta. Ni un amigo en común, ni una foto, ni una pista.

Los mensajes cayeron uno tras otro, con más datos, con más pruebas. Enfrentó a su esposo, que se lo negó con convicción y atribuyó el hecho a un ex socio despechado. Otro mensaje en la red le reveló el nombre de la supuesta amante embarazada. Le cayó la ficha: “Yo la conocía, había sido novia suya en la adolescencia. Te juro que me sentí morir”, recuerda y se lleva la mano al pecho. Cuando estuvo acorralado, el hombre se vio obligado a confesar. Y la red precipitó su divorcio. Ah, hoy sí existe Juan I... Ya empezó la primaria.

Final feliz

En la prehistoria de las redes sociales, allá por 2006, Badoo era una plataforma similar a Instagram: permitía publicar fotos con algún comentario y ofrecía un sistema de mensajería algo arcaico, el prototipo del chat en Facebook. Willy Morinigo, de La Plata, es diseñador gráfico y en ese momento tenía 26 años. Lo había cautivado la foto de una muchacha en esa red.

En la imagen se la veía con nariz de payaso y sombrerito a lo Piluso. Su nombre era Luna. La piropeó con un mensaje y ella recogió el guante. Se inició una charla sorprendente: parecían conocerse de toda la vida y no les faltaba tema de conversación.

Cuando él le propuso encontrarse ella debió revelarle que, aunque su perfil dijera que vivía en La Plata, estaba a 13 mil kilómetros de distancia, en Granada. La crisis de 2001 la había empujado a España, donde vivía con su madre y Tuni, su hija de 6 años.

“Yo trabajaba en un bar de tapas y esperaba ansiosa llegar a casa para iniciar la sesión”, se acuerda ahora Luna Marcolin. Para agilizar la conversación hicieron un pasaje al ya obsoleto Messenger. “Yo la pasaba a buscar todos los sábados por el Messenger”, se ríe Willy. Era literal: preparaba la música que le quería hacer escuchar a su novia virtual y hasta se lookeaba para que ella, por la camarita, lo viera lo más lindo posible.

“El problema empezó cuando comenzamos a sentir unas ganas irrefrenables de tenernos cerca, de tocarnos”, explica Luna. El que se decidió fue Willy. Iba a viajar a España para verla. “Mirá que no es un viajecito al sur”, le advirtió su padre. Pero al verlo tan enamorado y decidido le ofreció hasta sus propios ahorros: “Mirá hijo, yo tengo unos dólares, si los necesitás...”.

Tras doce horas de vuelo llegó al aeropuerto de Barajas. La llamó de un teléfono público y ella le dijo que se quedara ahí, que llegaría en un rato. No previó que el tránsito le jugaría en contra y demoró cinco horas en pisar Barajas. “Yo no entendía nada, pasaba el tiempo, ella no aparecía y llegué a pensar que no iba a venir, me quería matar”, cuenta Willy. Finalmente, como en una película romántica, se vieron en medio de la gente que iba y venía con sus valijas, ajena a la historia de amor. “Nos abrazamos y nos besamos de una y ella no paraba de reírse a carcajadas”.

Seis meses más tarde, ya en La Plata, Willy les dio la bienvenida a Luna y a su hija Tuni. Les había enviado los pasajes y había alquilado un departamento para los tres. La red social fue el medio para formar una familia. Y la cosa funcionó, tanto que hoy tienen dos hijos: Ulises de 3 años y el pequeño Francisco, de sólo 3 meses.

Para bien y para mal, las redes llegaron para quedarse, para vender, para conocer gente, para exhibir, en suma: para inventar un nuevo modo de relacionarnos. Lejos del entretenimiento inicial nos instala en una vida virtual que, cada vez más, tiene repercusiones en la realidad.

En Utopía de un hombre que está cansado, Jorge Luis Borges escribe: “La imprenta (…) ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”. ¿Qué pensaría, entonces, del inmensurable cúmulo de post, tuits y comentarios que brotan a todas horas en cientos de redes sociales?

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