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Información General |Pueblos Originarios

¿Dónde están los indígenas platenses?

Según los números oficiales, hay casi 300 mil personas que pertenecen a distintos pueblos originarios en la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, las mismas comunidades calculan que sólo en La Plata son cerca de 10 mil. ¿Cómo viven los kollas, tobas y mapuches en la ciudad?

Por ROSARIO MARINA

23 de Octubre de 2016 | 01:57

Ya no usan plumas en sus cabezas. Tampoco viven de la caza y la recolección. Acá, en La Plata, hay indígenas abogados, raperos, albañiles o estudiantes universitarios que se pelean en clase con quien diga que los pueblos originarios ya no existen.

María Ochoa estudia Antropología. No porque no sepa sobre comunidades originarias. Más bien todo lo contrario. Ella es una mujer kolla. Es cacique de la comunidad Kolla Malkawasi de La Plata y una de los casi 300 mil indígenas que habita suelo bonaerense.

Nació en Perú. Su piel es morena, el pelo negro, usa aros y anillos. Es una mujer firme y serena. Su mirada transmite paz.

Se le iluminan los ojos cuando dice dos palabras: nuestros ancestros. Ahí, en esa forma de pronunciarlos se nota su orgullo, el de ser indígena. En realidad, esa mujer no se llama María. Su nombre es Illa Ñam y, junto a otras mujeres indígenas, educa cada día a los niños para que no se olviden su lengua, sus raíces y sobre todo sus valores.

“Ama Sua, Ama Llulla, Ama Quella son principios de nuestra cultura tawantinsuyana. Esto significa: no seas ladrón, no seas mentiroso y no seas ocioso”, cuenta y sonríe.

Pero no es sólo ella la que sabe y habla de esos valores. El año pasado, Bolivia propuso que estos tres principios fueran adoptados por la ONU, y la organización lo aceptó.

Para llegar al Centro Integral Indígena Wawawasi, el lugar donde el Ama Sua, Ama Llulla y Ama Quella se enseñan cada día como saludo, no hace falta más que alejarse unas veinte cuadras de Plaza Moreno. Ahí, tras esa puerta ubicada en las calles 117 y 38 del barrio Hipódromo, dentro de una casa antigua, hay 53 nenes y nenas que aprenden quechua y guaraní.

Es agosto de 1996. María Ochoa busca a los suyos entre la multitud: mira a los ojos a cada persona que se cruza en la calle. Ella es una mujer indígena en una ciudad desconocida. Mira, se detiene y pregunta a los que identifica por su piel. Y los encuentra. Por eso, en la ciudad donde se iba a quedar unos meses, termina viviendo 20 años.

Indígenas en números

Según datos de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense, en la provincia hay unas 70 comunidades originarias, la Guaraní, ubicada sobre todo en el Gran Buenos Aires, y la Mapuche, con presencia en toda la provincia. También hay Qom, Kolla, Tehuelches-Gunun A Kuna, y en menor medida, Tonokoté, Aymara, Quichua, Huarpe, Mocoví y Ranquel.

Una gran cantidad de comunidades viven en el Gran Buenos Aires y alrededores de La Plata, pero están presentes en toda la provincia, desde San Nicolás hasta Carmen de Patagones, incluyendo Trenque Lauquen, Olavarría, Bahía Blanca, Los Toldos y Junín, entre otros.

Una gran cantidad de comunidades viven en el Gran Buenos Aires y alrededores de La Plata, pero están presentes en toda la provincia, desde San Nicolás hasta Carmen de Patagones, incluyendo Trenque Lauquen, Olavarría, Bahía Blanca, Los Toldos y Junín, entre otros.

Estos son los datos con los que cuenta el Consejo Provincial de Asuntos Indígenas, perteneciente a la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires. Aunque, si hablamos de números, todavía falta mucho por saber y, sobre todo, actualizar. Las últimas estadísticas son del censo de 2010. Y por ese censo se supo que existen 299.311 indígenas en la provincia. En total, seis años atrás, los originarios de toda la Argentina eran cerca de un millón: 955.032, para ser más precisos.

Los números estimados por el Consejo de Comunidades Indígenas de La Plata, donde se reúnen los pueblos Qom, Guaraní, Kolla, Aymara y Mapuche, llegan a un aproximado de 10 mil indígenas sólo en esta ciudad. Pero también están los que son indígenas pero no lo reconocen abiertamente, por miedo a la discriminación. Sumando a esos, estiman que son cerca de 20 mil.

Una mapuche en Villa Castells

Cuando era chica, la maestra de la escuela primaria en Catriel, provincia de Río Negro, le decía a la pequeña María Guillermina Guentemil que no entendía nada, que no le entraban los contenidos en la cabeza por ser indígena, mapuche. “Y ella misma era hija de una mapuche también, pero como había estudiado tenía más categoría”, cuenta hoy la mujer, mientras peina a su nieta en su casa de Villa Castells.

María Guentemil, una mujer mapuche de 61 años, ahora empleada doméstica, voluntaria de la Cruz Roja y del Hospital de Niños, nació en Catriel. Sus abuelos criaban vacas, caballos, ovejas y chivos para vivir en las costas del Río Colorado. Pero después de cuatro años de sequía ya no quedó nada, y por eso su mamá, con sus dos primeros hijos, decidió irse a Catriel, a 70 km de los campos de sus padres. La mujer, madre soltera, a las cinco de la mañana ya estaba trabajando la tierra con una pala, hacía los alambrados, los pozos para los palos y les daba de comer a los chanchos, pollos y pavos.

Esa madre trabajadora no le enseñó nada a sus hijos del ser mapuche. “Perdimos nosotros la lengua mapuche porque ella tenía miedo que los militares le robaran a mi hermano mayor, el único varón”. Por el miedo y por la vergüenza, por eso dice María Guentemil que se está perdiendo la lengua. Incluso ella sabe unas pocas palabras: Mari mari lamngen! Kümelkaleymi?, dice, y explica que se trata de un saludo que significa buenos días hermana, ¿cómo estás? Pero no sabe mucho más que eso.

A veces le pide a su hermano mayor que le enseñe algo, porque él se crió con sus abuelos. La excusa que le pone él es que es que sólo sabe insultar a los perros. María se ríe de esa respuesta, pero sabe que en realidad su hermano no le quiere enseñar la lengua. “Debe ser por miedo”, insiste.

Una discriminación histórica

El secretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, Santiago Cantón, dice que en la Argentina y en la provincia los pueblos indígenas han sido y continúan siendo discriminados. Por eso insiste en que, desde el Estado, buscan ponerle fin a la “discriminación histórica”.

En la Secretaría de Derechos Humanos existe el Consejo Provincial de Asuntos Indígenas (CPAI) que funciona con la participación del Consejo Indígena de Buenos Aires (CIBA), integrado por representantes de cuatro pueblos originarios de la provincia. Entre ellos hacen asambleas, presididas por Cantón, donde los representantes plantean los problemas a resolver de sus hermanos.

Según datos de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense, en la provincia hay unas 70 comunidades originarias, la Guaraní, ubicada sobre todo en el Gran Buenos Aires, y la Mapuche, con presencia en toda la provincia. También hay Qom, Kolla, Tehuelches-Gunun A Kuna, y en menor medida, Tonokoté, Aymara, Quichua, Huarpe, Mocoví y Ranquel.

Lo primero que María Ochoa notó, después de reunirse con su gente en Argentina, fue la discriminación que había: “A los hermanos qom los trataban de bolitas, de peruchos”. Por eso decidieron armar asociaciones civiles. Pero, en realidad, no estaban de acuerdo con esa forma de organización porque así, dice María, pierden mucho de su identidad, de su cultura. Aunque, admite, lo hicieron porque es la única forma “para articular con el Estado”. En la provincia, el gobierno calcula la cantidad de comunidades originarias existentes de acuerdo a cuántas pidieron o ya obtuvieron la personería jurídica.

Sin embargo, lo pendiente sigue siendo lo básico. Según la ley nacional 23.302 de Asuntos Indígenas, sancionada en 1985, “en las áreas de asentamiento de las comunidades indígenas (…) en los tres primeros años, la enseñanza se impartirá en la lengua indígena materna correspondiente y se desarrollará como materia especial el idioma nacional; en los restantes años, la enseñanza será bilingüe”. Por ahora, nada de esto sucede en la provincia.

Descubrir el origen

Hasta hace unos años, María Guentemil no decía que era mapuche. Este amor por sus raíces nació en la conversación con una lonko –jefa- de su comunidad, allá en Catriel. La mujer le preguntó cuándo iba a recuperar lo que era suyo, su territorio. Es que esas tierras, en las costas del Río Colorado, ya no son propiedad indígena. “Fueron usurpadas por un blanco, y ahí hay un cementerio, están mis tíos que murieron de chicos enterrados ahí”, dice María.

Después de ese día empezó a querer saber más sobre su ser indígena. Entonces la invitaron a los parlamentos donde se encontró con gente de todas las comunidades de todos los pueblos mapuches.

Tenía miedo. Porque ella no es ni callada ni observadora. Ella habla fuerte, se ríe fuerte. Pero las ancianas de la comunidad la aceptaron. Ella cree que fue por su linaje, por el apellido Guentemil.

“Cuando llegué acá los médicos me decían: ¿qué apellido tenés? Guentemil. ¿De dónde sos? ¿Qué nacionalidad? Nunca supe decirle. Eso es alemán, por la doble v, me decían. Yo no les contestaba nada porque yo no sabía. Yo lo único que sabía decir es que ese apellido es chileno”, cuenta.

Cuando María llega a su territorio en Catriel, hace una rogativa para entrar. Un rezo. Y los pájaros la miran, la sobrevuelan en un revoloteo tranquilo, silencioso. Los pájaros le dan la bienvenida. Ahí, en el mismo lugar donde su abuela hacía las ofrendas: ponía un puñado de todo lo que tenía para comer en el mes y apenas salía el sol se ponía a cantar para dar gracias.

En La Plata el pueblo mapuche está disperso. Ahora, el 11 de octubre, cuando se retiraron los cuerpos de cuatro caciques mapuches, que estaban exhibidos en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad, María Guentemil se encontró con sus hermanos de Trenque Lauquen. Pero acá suele juntarse con el pueblo Kolla y con el Qom.

El cacique de la comunidad Nam Qom que vive en el barrio Malvinas es Rogelio Canciano, un hombre grande, de nariz ancha y mirada tranquila que nació en Pampa del Indio, Chaco. Después de las inundaciones que azotaron la provincia en 1964, los indígenas, incluidos los padres de Canciano, que vivían aún de la tierra, de sembrar, se vieron obligados a salir de allí y empezar a acercarse a las ciudades como Resistencia, Reconquista o Rosario.

En un estudio sobre la territorialidad andina en el Gran La Plata, su autor, Nicolás Trivi, marca un dato de una Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas: el 54% de las personas que se autoreconocieron como miembros de los pueblos aborígenes viven en zonas urbanas, en la ciudad.

En 1964 Rogelio Canciano era joven y tenía las ideas claras. Él quería ir a la gran ciudad. Lo supo después de una charla que tuvo con un hombre de Misiones que conoció haciendo el servicio militar obligatorio. “En Buenos Aires parece que nunca es de noche, la gente camina todo el día, no duerme”, le contaba. Rogelio estaba intrigado.

Su padre vendió 160 caballos y le dio esa plata. Cuando llegó, lo único que tenía era un bolso de cuero con el dinero y las ganas de conocer. El primer día preguntó dónde estaba el río. “Y, te vas a tener que ir al Tigre”, le contestó un desconocido en la calle. Entonces, vestido con campera de cuero y sombrero blanco de ala ancha, caminó los 32 kilómetros que lo separaban del agua.

Después consiguió trabajo de albañil, alquiló una pieza en el barrio Once y conoció a un ingeniero italiano que lo contrató y le enseñó a leer y escribir. Vivió doce años ahí. A ese empresario le dijo que era indígena. Rogelio le enseñaba a hacer el asado de campo. Él a preparar milanesas. Y le indicó, también, cómo interpretar los planos.

El ingeniero nunca le pagaba. En esos doce años, Rogelio se convirtió en una persona de confianza. Pero terminado ese tiempo, el hombre, ya grande, le dijo que ya no se iba a encargar de él, que tenía que buscarse el trabajo porque el conocimiento ya lo tenía. Entonces Rogelio pensó que no le iba a pagar porque él le había dado el conocimiento.

“Yo tengo toda tu plata de estos años”, le dijo el hombre, y le dio un Ford Falcon 0km, 70 mil pesos en efectivo y una casa en Lanús. Rogelio empezó a trabajar con los sobrinos del ingeniero. “En ese momento había varios hermanos míos trabajando en la empresa. Yo los conocí andando en la plaza. Uno sale a caminar por el centro y de repente se cruza con algunos paisanos de uno”, cuenta Canciano.

Cuando sus nuevos jefes vieron que él se juntaba con los otros obreros, se enojaron: “Vos vení acá, hablamos de número, de producción, de trabajo, no tenés que juntarte con los negros”. Eso le dijeron. Canciano les hizo caso, pero su conciencia le molestaba.

Aguantó sólo un año, renunció y empezó a armar una personería jurídica con sus tíos para organizarse. Buscaron tierras donde vivir. Y así llegaron a La Plata. Eran 90 familias que habían iniciado ese camino, pero después de ocho años de trámites, muchos se habían vuelto a Chaco. Con los que pudieron volver de esa provincia armaron el barrio Malvinas. Y ahí también viven ahora Daniel, Claudio, Gastón y Dante, jóvenes qom que rapean su día a día. Sobre una base, el grupo MLV improvisa en castellano, y también en lengua qom.

“Estábamos haciendo letras en lengua qom, pero estaba complicado componerlo en ese idioma y después traducirlo en español. Yo sabía hablar lo básico. De chiquito no nos enseñaron. Por lo que me contó mi viejo es que tenía temor a que nos discriminen, que no sepan entendernos”, dice Daniel González.

Ahora viven 450 qom en el barrio Malvinas. Muchos trabajan colocando calefacción, otros son albañiles, o están en cooperativas, la mayoría son artesanos. Venden en la plaza Malvinas en puestos de cerámica, tejido, cestería. También está el hijo de Canciano, un chico que en un año se recibe de abogado.

Rogelio trabaja en el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), elegido por las comunidades de la provincia de Buenos Aires. “Soy un interlocutor entre la comunidad y el Estado”, explica. Y sabe que en la provincia los pueblos originarios necesitan muchas cosas. Entre ellas, recuperar su lengua. Son cerca de cien personas que habitan su comunidad y saben hablar la lengua. El resto no sabe ni una palabra. Pero también están las necesidades más básicas: tierras, viviendas, trabajo.

Cada sábado, en la biblioteca del barrio, una mujer enseña la lengua qom a más de 30 niños. Pero Canciano admite que ahora su mirada está puesta en conseguir trabajo para los jóvenes, en capacitar para sobrevivir.

María Ochoa ya no usa sus trajes todo el día. Rogelio Canciano ya no vive de cazar animales. María Guentemil no siembra o cosecha en su tierra. Son indígenas y viven en la ciudad. “Y sí, estamos acá”, dice la cacique kolla. “Hoy en día no se puede tapar el sol con un solo dedo”.

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