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Información General |Al margen del paraíso

El show de los los Rolling Stones (desde afuera)

Cómo se vive el recital cuando tener una entrada es imposible. Vaivenes entre la resignación y la esperanza. Historias de los que eligen el riesgo y los márgenes

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13 de Febrero de 2016 | 01:29

LAURA AGOSTINELLI

Si la economía es la ciencia que estudia cómo asignar una cantidad de recursos finitos para satisfacer una demanda ilimitada, hay que asumir una triste realidad: las cosas de este mundo no están hechas para todos. Sobre todo, las cosas buenas. De las cientos de miles de personas que anhelan ver a los Rolling Stones en la Argentina, pueden hacerlo sólo unas 150 mil: los que pudieron comprar las entradas que “volaron” en muy poco tiempo.Sobre ellos, ya pudimos leer en las crónicas de la última semana. Esta es la historia de los que llegaron hasta la puerta del Estadio Único, pero vivieron el sueño desde afuera.

Los tiempos cambian

Entrar a un recital de los Stones en la Argentina nunca fue tan difícil como en sus dos últimas visitas. Luis González, ingeniero en construcciones y realizador audiovisual, tiene 59 años y hace 45 que es fanático de la banda. Los vio en el ‘95 y el ‘98: “No hubo este vértigo por conseguir las entradas”, recuerda; “cero estrés”.

A partir de la tercera gira que los trajo, en febrero de 2006, la cosa se puso complicada. Hasta con los tickets en la mano, los fanáticos corrían riesgo de quedarse afuera. Recuerdos de la primera fecha: gente que espera desde las seis de la tarde y la fila no avanza. Poco antes de las diez, la banda empieza a tocar y muchos siguen afuera. Inverosímil pero real: les robaron la explosión de euforia del primer acorde. Furia, camiones hidrantes con agua azul, fanáticos sin entrada entrando y luego de eso, la calma que permite el ingreso de quienes pagaron. Una falla en la organización que costó dos heridos y casi una hora de recital que nadie reembolsará.

En su cuarta visita el desafío empezó en noviembre, cuando hubo que hacer colas virtuales en las que llegaron a agolparse 100 mil personas para poder estar ahora en las puertas del Estadio Único, formando colas reales de cinco cuadras de largo y seis personas de ancho, pero eso sí: con entrada en mano.

El de noviembre era un desafío no apto para lentos ni perezosos, ni vecinos de zonas con servicio eléctrico inestable. “Si se te corta la luz o internet, sonaste”, comenta Martín Echeverría, gerente de una empresa local y poseedor de una tarjeta de crédito del Banco Patagonia, que el 16 de noviembre abrió una preventa exclusiva de 60 mil entradas para sus clientes.

Martín ingresó a la página de Ticketek a las seis de la tarde del día 15. La empresa, para evitar el colapso de la web, implementó una fila virtual. La venta se abrió a las cero horas del día siguiente y a él le tocó el puesto 7 mil, algo así como una hora y media de espera. “Cuando me llegó el turno tenía unos nervios terribles”, recuerda “porque te dan diez minutos. Si hacés algo mal, tenés que volver a empezar”. A pesar del miedo, Martín consiguió las dos plateas preferenciales por un total de $3.450 cada una. “Voy con mi hija de 11 años. Ella no está muy convencida. Creo que prefiere a Márama”, se lamenta, con la esperanza de que el día de mañana la nena se lo agradezca. ¿Si evaluó revender las entradas? “No creo que se repita este momento”, razona “pero si me dan 15 ó 20 mil pesos, les pongo hasta moño”.

La ley de la oferta y la demanda

Se sabe: cuando muchos quieren un bien escaso se produce una puja y lo obtiene el que más paga. Si a ese bien se le agrega valor, como por ejemplo, la cualidad de definitivo -puede que ahora sí sea la última vez, aunque, admitámoslo, ya nadie apostaría a eso sin miedo a perder- la puja y el precio, crecen.

Ese razonamiento apocalíptico operó en la mente de muchos y todas las entradas se agotaron en sólo 14 horas. El remanente que liberaron el primero de febrero, duró un suspiro. Y el precio de la reventa se disparó. Hasta el día previo a la primera fecha, las entradas a campo circulaban por internet a un costo que iba de los 2.500 a los 10 mil pesos. La autenticidad del producto no estaba garantizada.

Y si no pregúntenle a Martín Aramberri, que momentos antes de empezar el recital se sienta resignado en el cordón de la rambla de 32. Estuvo más de 20 minutos tratando de convencer al personal de control de que no sabía que esa entrada por la que pagó 2 mil pesos en MercadoLibre era falsa. “Me quiero matar”, repite mientras toma conciencia de que verá el show desde la calle.

Para José Martínez, este año la suerte cambió. En las tres visitas anteriores pudo comprar sus entradas sin problemas. Hoy sale del estadio junto a su hija, luego de que el molinete los rechazara. Meses atrás, tuvo la oportunidad de sacar las entradas originales pero se durmió. Literalmente. Su turno en la cola virtual era a las seis de la mañana: “Me acosté y cuando me desperté tuve que volver a empezar”, se lamenta. Para cuando le llegó la hora, no había más. ‘Seguro que van a agregar dos fechas’, pensó y prefirió esperar en lugar de comprar una reventa en el momento. Durmió de nuevo. Por eso hoy optó por venir con tickets falsos. Ahora, desde afuera, evalúa las opciones: que se abra alguna puerta lateral cuya existencia no está confirmada; esperar a que otros fuercen la entrada o comprar por internet para las siguientes presentaciones.

Conseguir reventas originales en las cercanías del estadio es una utopía, no sólo por lo que valen, sino porque no hay casi nadie que las ofrezca. Claudia tiene 33 años y escucha a la banda desde los 10. En sus visitas anteriores no pudo estar: “Siempre me tocaba trabajar. Si los iba a ver, perdía el laburo”, explica. Vino junto a su padre desde Avellaneda con fotos inéditas, dice, de la banda. El plan: vender los 30 cuadros a 50 pesos cada uno, poner un poco más de plata y comprar unas reventas, pero “no hay por ningún lado”, se queja. Para colmo, sólo vendieron diez cuadros. Fuera del perímetro vallado, la gente no se detiene a mirar la mercadería y adentro la policía la incauta.

“Amiga ayúdame”, dice, muy bajito, un vendedor a esta cronista “¿querés una entrada?” Si comprársela es un acto de misericordia, no queda otra que dudar de su autenticidad. Vender algo dentro del cerco es una tarea compleja, no tanto por la ilegalidad del producto, sino porque ser descubierto significa el “exilio”. Se sabe: la venta ambulante está prohibida en los alrededores del recital.

La ñata contra el vallado perimetral

El operativo de seguridad requiere más de 1.200 personas, 700 son policías. Parece impenetrable. Antes de que un fanático pueda llegar a los molinetes, ya tiene encima a la policía montada y a la de a pie, con sus escudos, escopetas y gas pimienta.

Cerca de las 20.35, en la primera presentación, se desbordó el control de la calle 32, a la altura de 20. Al menos cinco empleados de la organización corrieron a la estación de servicio: la policía había tirado gas pimienta y el viento soplaba en contra. Para cuando reestablecieron el orden, las partículas picantes seguían en el aire y le daban la bienvenida a los que sí tenían entrada, mientras escuchaban los balazos de goma cerca de la entrada de la calle 25.

Cuando empieza a sonar Satisfaction, si se le da la espalda al estadio y se observa hacia la calle 23 a la altura de 32, cerca de uno de los ingresos, se ve un vallado ciego. Sobre los paneles de aglomerado, las manos, los ojos y la frente de los que ni siquiera pudieron atravesar ese obstáculo. La imagen asusta. Finalmente, la foto cobra movimiento, los hombres empiezan a hacer fuerza y derrumban el vallado. Las mujeres policías que están cerca gritan: “¡Hey!”, “¡No!”, “¡No!”. Los cascos de los caballos suenan cada vez más fuerte, los fanáticos no pueden atravesar la 32. Los paneles de aglomerado vuelven a ocupar su lugar.

“Nunca fui a un recital con entrada”, confiesa Juan, que vino con su esposa Gisela desde Parada Robles, cerca de Luján. Viajaron durante dos horas y media con la esperanza de poder entrar sin ticket y sin buscar reventa. Juan trabaja en una empresa de bordes atérmicos para piletas y tiene tres hijos. Sin entrada, pudo ver a La Renga, Los Piojos y al Indio Solari.

El intento de ingresar sin tickets suele estar asociado a actos de violencia y a situaciones en las que se pone en riesgo la seguridad de terceros. Muchos lo asumen, sin embargo, como un desafío pintoresco, aunque tenga más de temerario que de otra cosa.

La resignacion, una puerta cerrada

Suena Paint it Black y Jagger se escucha claro y fuerte, tanto que si uno cierra los ojos es como si estuviera aden…, no. Imposible.

Afuera, los ánimos se calmaron recién hacia la mitad del recital. Quienes estaban dentro del primer vallado pudieron traspasar el segundo y acomodarse en la rambla de 32. Si permanecen quietos, la policía los deja. Si se acercan a la puerta de ingreso, corren riesgo de ser arrestados. Algunos balances hablaron de 148 detenidos.

“¿Vos creés que no nos van a abrir?”, pregunta una chica, llena de una esperanza que pronto se marchitaría.

Según reza el folklore de las grandes bandas, cuando la noche avanza las puertas se liberan. Una vez que los que pagaron la entrada tuvieron su cuota de exclusividad, se abre el espectáculo para los que quieren pero no pueden y esperan afuera. “Si ellos ya vendieron todo, nosotros seguimos a la banda, nos encanta, no nos pueden dejar afuera”, sostiene Juan. “Tienen que hacer como el Indio”, dijo más de uno en referencia a la costumbre del ídolo de abrir las puertas a los que están afuera, en su caso, para que no explote todo.

Esta cronista no puede dar fe de que ese folklore sea realmente así. En los recitales a los que suele ir, donde tocan Kevin Johansen o Jorge Drexler, si alguien tira una valla es porque se tropezó con ella.

Los policías coinciden en que -por supuesto- tienen prohibido el acceso de personas sin entradas. Esa regla no tiene excepciones.

Mientras los fanáticos especulan sobre la posibilidad de que abran la puerta, aparece, escupido desde la garganta del Estadio Único, Warner, un fanático que vino desde California y a quien todos miran como si acabara de cometer un sacrilegio. “Twenty five” (25), dice que fueron las veces que vio a los Stones. “I’m drunk” (estoy borracho). Dice que es el motivo por el cual prefirió estar acá, donde nadie quiere.

Entrar a un recital de los Stones en la Argentina nunca fue tan difícil como en sus dos últimas visitas. Comprar un ticket exigía hacer malabares por internet

Empapado en sudor, Warner se ríe. Su pantalón y su capa de lentejuelas plateadas con la lengua reglamentaria, junto con la galera, fascinan, pero el precinto en su muñeca hace babear a los más moderados y desborda a otros dos que, sin mucho tapujo, se lo quieren quitar. Warner se ríe, todavía. A sus 52 años, no tiene motivos para arrepentirse de haber salido: con su pase VIP puede entrar al estadio como hijo de vecino. Además volverá para la función del miércoles y luego partirá para Nicaragua, a descansar. Mientras, los que están frente al Único se entretienen sacándose fotos con su capa y su galera. Cuando la novedad pasa, vuelven a escuchar sentados y mantener la esperanza de que los dejen entrar, aunque sea, para los últimos temas. Algo que, como sabremos más tarde, nunca ocurrirá.

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