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Información General |Jóvenes 2016

La angustia de recibirse

Por LUCIANO ROMAN

29 de Julio de 2016 | 02:28

Después de la lluvia de huevos y de harina, de los bocinazos y la pelada, muchos jóvenes que hoy se reciben de abogados, de psicólogos, de médicos o arquitectos, quedan atrapados en una telaraña de incertidumbre, de temores e inseguridad. Después de aquel festejo por el “logro alcanzado” o “el deber cumplido”, empieza a brotar la angustia de no saber qué hacer.

¿Qué significa hoy recibirse de doctor, de ingeniero o de profesor? Ese mismo título que en el siglo pasado (no hace tanto, hace cuarenta o cincuenta años) aseguraba una plataforma para el desarrollo social, profesional y económico, hoy es una especie de tabla movediza, flotante, en la que muchos no saben si podrán mantenerse a flote. Para la generación que fue a la Universidad en los sesenta o incluso en los tumultuosos años setenta del siglo XX, la Universidad ya era un ancla, y el título una base. Recibirse era llegar a un lugar de certidumbre. Después, a cada uno le podía ir mejor o peor, pero ese título de abogado, de médico, de contador, era un pasaporte a la movilidad social; era, en si mismo, la base para la construcción de una carrera que, con esfuerzo y disciplina, parecía asegurada al menos en el imaginario colectivo. Esas certezas parecen haber desaparecido. Encontrar las razones excede, seguramente, las posibilidades de una aproximación periodística. Pero hay coincidencia en que una combinación de factores económicos, sociales y culturales ha contribuido a devaluar el título universitario tradicional y a generar, en muchos de los que hoy se reciben, esa angustia ante un futuro incierto.

El ejercicio liberal de las profesiones está en crisis. Montar un estudio entre tres o cuatro abogados, contadores o arquitectos recién recibidos -como hacía naturalmente aquella generación que se graduó hasta los años sesenta- parece hoy una aventura de alto riesgo y con muy pocas perspectivas. La carrera profesional en los ámbitos públicos se ha degradado a extremos casi inconcebibles. Para un médico, la carrera hospitalaria; para un ingeniero, la carrera en Vialidad nacional o provincial; para un abogado, en las asesorías letradas; para un contador, el ascenso en la antigua DGI o en la dirección de Rentas -por mencionar sólo algunos ejemplos-, son todas opciones muy devaluadas. En la mayoría de esos ámbitos se ha desdibujado la meritocracia; casi no hay concursos; las remuneraciones son bajas y la politización ha impuesto sus códigos. El sector privado, en muchos rubros, se ha achicado en los últimos cincuenta años. Y en aquellos en los que se ha expandido, demanda recursos humanos hipercalificados, sin alcanzar a absorber la sobreoferta de profesionales que produce la Universidad pública, con completo desinterés por la suerte posterior de sus graduados.

En este contexto, la angustia de un joven recién recibido resulta inevitable. No ve un horizonte claro. Y en muchos casos, cuando miran el modelo de sus padres, no encuentran tampoco un estímulo suficiente. “Mi viejo labura desde los 14 años; se recibió, es contador, trabajó toda su vida, se pudo comprar la casa, se dio algunos gustos, pero ahora se acaba de jubilar y cobra 8.000 pesos por mes”. El testimonio refleja la realidad que observan millones de jóvenes de clase media y que los lleva a preguntarse, una y otra vez, cuál es el camino.

Hoy, ni siquiera está asegurada la posibilidad de que el ejercicio profesional te permita el acceso a una vivienda propia en un horizonte cercano.

La cuestión no pasa sólo por la perspectiva económica. El significado social del título universitario se ha desvalorizado. Hay registros que parecen menores pero que grafican el fenómeno. A casi ningún abogado, odontólogo, contador o ingeniero graduado en la actualidad se le ocurriría colocar una chapa de bronce en la puerta de su casa con el título obtenido. Hace treinta o cuarenta años, colocar esa chapa (uno de los regalos preciados en cada recibida) era una forma de marcar, con orgullo, el escalón al que se había llegado. Las nuevas generaciones no sienten que hayan alcanzado ese escalón. Aquellas chapas de bronce son casi tan viejas y obsoletas como las máquinas de escribir. “Tener chapa”, ahora es otra cosa.

Por supuesto, todo esto forma parte de un país y de un mundo en el que también han desaparecido otras certezas. La inestabilidad del ámbito laboral es, si se quiere, parte de un entramado de inestabilidades que también afectan a las estructuras familiares, a la vida en las ciudades, a los códigos en las escuelas, a los propios vínculos sociales.

Los mismos jóvenes que hoy se reciben de abogados, de profesores de Educación Física o de veterinarios, son los que provienen de una escuela en la que se ha roto la alianza entre los docentes y los padres; son los que viven en una sociedad que, con ventajas y desventajas, está más atravesada por la flexibilidad y la libertad, sin fórmulas preestablecidas ni caminos ya trazados. Son una generación que ha visto sufrir a sus padres y a sus abuelos por la confiscación o la evaporación de sus ahorros. Son, también, una generación acosada por las tentaciones, con mayores posibilidades pero también más desafiada a sostener expectativas muy elevadas. Son, además, hijos de padres culposos, muchas veces desorientados y refractarios a marcar rumbos o fijar pautas. Son una generación en la que los límites han sido confundidos muchas veces con el autoritarismo. Son los jóvenes que no tienen apuro por dejar el hogar paterno, porque -entre varias otras causas- no tienen problemas en dormir allí con sus parejas. Son, fundamentalmente, la generación en la que nada es para toda la vida; al revés de sus padres y sus abuelos, que entraban a un trabajo para “hacer carrera” hasta que se jubilaran; que se casaban para siempre; que echaban raíces en un barrio y tejían lazos de vecindad; que ahorraban para la vejez y no para las próximas vacaciones; que en el mejor de los casos hacían alguna vez “el viaje de su vida”. En aquella generación, hasta las heladeras eran para toda la vida. La actual es, por supuesto, la generación de la inmediatez, de la tecnología, del “todo ya”.

Las facultades no tienen sistematizado un mecanismo de prácticas profesionales; ni siquiera hay programas consistentes de orientación vocacional

¿Antes era mejor? No es una pregunta que admita respuestas simples. Un” sí” o un “no” implicaría, seguramente, un juicio ramplón. Pero las diferencias son profundas. Se ha pasado de un mundo de certezas a uno de incertidumbres. Sin embargo, muchas fórmulas se mantienen invariables, como si las estructuras se resistieran a esa transformación. La Universidad sigue otorgando títulos de abogados, de médicos, de contadores o ingenieros de la misma manera que lo hacía hace sesenta años. Apenas ha maquillado, en el mejor de los casos, algunos planes de estudio. Aquella Universidad que otorgaba a hombres y mujeres una sólida plataforma para proyectarse hacia el futuro, hoy entrega con el título una tabla precaria, frágil y bamboleante para hacer equilibrio en un océano embravecido. De las puertas para adentro de la Universidad, en lo estructural ha cambiado poco y nada. Los indicadores académicos marcan, sí, un descenso preocupante. Se ha pasado, por ejemplo, de niveles de deserción que rondaban el 30 por ciento en los años sesenta a los actuales que superan el 70 por ciento en muchas carreras. El promedio de años de estudio ha crecido de seis a casi nueve en poco más de dos décadas.

De la puerta hacia afuera de la Universidad, el mundo ha sufrido sí una revolución. La Argentina demanda más ingenieros y menos abogados (pero la Universidad produce un ingeniero cada cuatro abogados); la industria tecnológica necesita más licenciados en informática, pero los mejores no se reciben porque priorizan la inserción laboral al título y la Universidad no encuentra cómo retenerlos. Las ciencias duras -que son las que demanda básicamente la industria- sólo alcanzaron, este año, el 13 por ciento del total de ingresantes a la Universidad de La Plata.

Las facultades, por otra parte, no tienen sistematizado un mecanismo de prácticas profesionales; ni siquiera hay programas consistentes de orientación vocacional. Y hay temas de los que la Universidad no habla: cómo se gana hoy la vida un abogado, qué opciones le da el mercado, cómo se ha transformado el ejercicio profesional. En ninguna facultad funciona, por ejemplo, un taller o seminario orientado a facilitar la inserción laboral de sus egresados.

Muchos padres ya no se animan a “influir” en la decisión de sus hijos sobre la carrera que van a seguir, como si esa orientación fuera una especie de “invasión” que contradice el principio de que los chicos deben hacer “lo que quieran”, “lo que les guste”. El punto medio entre aquella imposición anacrónica (“estudié lo que mi viejo quería”) y una suerte de deserción de los padres frente a una de las encrucijadas más difíciles de sus hijos, parece no asomar con demasiada facilidad. Hay otros que se aferran a “certezas” obsoletas, y que aún creen que el título de abogado, de médico o de contador es “más seguro”. La ingeniería genética; la robótica industrial; el diseño de software o de contenidos audiovisuales no están todavía incorporados en el menú de alternativas que se baraja entre padres e hijos a la hora de definir una carrera. Otra vez, la Universidad no parece hacer ningún esfuerzo consistente por “terciar” en esa conversación con una voz autorizada.

El sistema universitario ha abandonado la vanguardia. No maneja, ni siquiera, información y estadísticas rigurosas. ¿Cuántos de sus graduados de la última década trabajan en el sector público y cuántos en el privado? ¿Cuántos lo hacen en forma independiente y cuántos en relación de dependencia? ¿Cuántos se han insertado en el ámbito específico para el que se formaron y cuántos lo hacen en áreas ajenas a la de su profesión? Son preguntas que no tienen ni siquiera respuestas aproximadas.

“Mi viejo labura desde los 14 años; se recibió, es contador, trabajó toda su vida, se pudo comprar la casa, se dio algunos gustos, pero ahora se acaba de jubilar y cobra 8.000 pesos por mes”

Es un tiempo de opciones más diversas y al mismo tiempo de pronósticos más inciertos. Los expertos dicen que los trabajos del futuro todavía no se han creado. Hay industrias enteras desafiadas por transformaciones profundas y con serios interrogantes sobre su viabilidad en los próximos veinte años. Naturalmente, esto convierte a los nuevos graduados universitarios en una generación más insegura y temerosa, en algunos aspectos, a la vez que en otros se muestra más arriesgada y menos atada a rigideces y preconceptos. Allí donde antes había pocas opciones (y por lo tanto mayores certezas) ahora se abren muchas otras alternativas (y por lo tanto crece la incertidumbre).

El sociólogo inglés Richard Sennett (citado por el pedagogo Gustavo Iaies en su libro “Volver a enseñar”) relata un encuentro con el hijo del portero de un edificio al que él había entrevistado veinte años atrás, cuando hacía un trabajo sobre la clase obrera en Inglaterra. Era ingeniero, tal como su padre había soñado.

Sennett resume así el relato del joven: “Mi padre soñó con que yo fuera ingeniero; quería que yo lograra tener un título, que me desarrollara profesionalmente. Pero ahora yo sueño con ser como mi padre… Mi viejo es portero de un edificio. Hace cuarenta años vive en la misma casa, que trata de ampliar y arreglar cada año, con la misma mujer. Vive en un barrio donde todos lo conocen, festejan juntos los cumpleaños y las fiestas; en el trabajo todos confían en él y lo valoran. Le entregaron la medalla de los diez años de trabajo, de los veinte y le darán la de los treinta. Yo me recibí hace ocho años y ya tuve tres trabajos; me fui de Inglaterra, vivo afuera, me separé; mi mujer, en el tercer cambio, no me pudo seguir. Sueño con tener un barrio, vecinos, gente que me conozca, que me salude, que cuando me pase algo venga a preguntarme cómo estoy. La verdad es que estoy solo”.

La historia parece orientada a rescatar valores del pasado: la certidumbre, el reconocimiento, el progreso… Por supuesto, el mismo caso se podría contar de otra manera: El ingeniero pudo conocer el mundo; tuvo experiencias más ricas y diversas; seguramente tendría ahora mayores posibilidades de elección de las que tuvo su padre. El problema es que en Argentina, muchos hijos de porteros de edificios que han llegado a ser profesionales no tienen aseguradas esas posibilidades de elección y quizá ni siquiera puedan vivir en una casa propia que traten de ampliar y arreglar año a año.

Los rasgos de esta nueva generación están condicionados por las transformaciones culturales y tecnológicas, así como por los fracasos de las generaciones anteriores. En los años sesenta, los hijos sabían que iban a vivir mejor que sus padres. Ahora no se sabe. El sacrificio conducía a alguna parte; ahora no necesariamente.

Con nuevos sesgos y rasgos culturales, la de ahora es una generación más flexible, más dispuesta al cambio, quizá más creativa, menos dogmática y prejuiciosa. Es una generación que se pregunta una y otra vez si vale la pena; si está donde quiere estar. Vive en un tiempo en el que todo parece más accesible y en el que los “mandatos” culturales y familiares están en tela de juicio.

Soy abogado (médico, contador, psicólogo, arquitecto…) Me pelaron; me bañaron en huevos y harina y tocamos la bocina. Ahora hay silencio. Y no sé qué hacer. Es la angustia de miles y miles de jóvenes de clase media. El pasado ya fue. El desafío es construir un futuro que abra nuevos caminos. No es tarea de una sola generación.

13%

Es el porcentaje de ingresantes a carreras de las ciencias duras sobre el total de estudiantes que comenzaron este año en la Universidad de La Plata. Casi el 40% se concentra en Derecho, Psicología, Medicina, Periodismo y Arquitectura

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