Matrimonios desgastados

Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
afcastab@gmail.com

Alex Freyre y José María Di Bello se habían casado hace cinco años en medio de una celebración que mezcló reunión social, militancia, reivindicaciones y alineamiento político. Fue en Ushuaia y el pomposo festejo se vivió entonces como una verdadera conquista. Alex y José, más que contrayentes, parecían los héroes del matrimonio igualitario. Acaramelados y dichosos lograron lo que tanto esperaban: formalizar y escuchar emocionados el “hasta que la muerte los separe”.

Pero no hizo falta tanto: ahora anunciaron que están tramitando el divorcio. Es que el amor gay -como muchos romances heterosexuales- prospera mejor sin papeles, entre disimulos y escondites.

No es el primer caso: Roberto Piazza y Walter Vázquez se separaron al año de haberse casado, tras diez años de dulce noviazgo. “Nuestra separación -dijo Piazza en su momento- fue de mutuo acuerdo. No hubo problemas, ni juicios ni abogados ni terceros en danza”. Se desgastó.

Lo de Freyre y Di Bello es algo parecido. “Tiene que ver con un desgaste de la relación”, sintetizó Di Bello. “Alex tiene una forma impulsiva de hacer las cosas que yo no tengo”. Y fue más claro: “a mí me gusta pasear mucho con mis hijas y Alex prefiere la vida más hogareña. Después, teníamos discusiones por quién cocina, quién limpia el baño… en fin, la vida misma”.

Es que la convivencia hogareña no es sexy. Trapos, mesadas, horarios y obligaciones van quitándole miel a la pareja. A los gays no les hace bien. Lo de ellos siempre se apuntaló en lo furtivo y lo subrepticio, una mezcla de secretos y escondidas, con algo de travesura y algo de desafío. Cuando llega la libreta de casamiento, parte del embeleso quizá se vaya. Las exigencias del día a día doblegan al más romántico. Se acabó la épica del disimulo. Hay que salir a pagar las expensas, repartirse tareas, gastos y empezar a lidiar con la temible normalidad.

Porque una cosa es la pasión-aventura, sigilosa y alborotada, y otra es la convivencia, el tener que hacer mandados, poner la mesa y sacar cuentas. Los gay -como muchos amantes heterosexuales- habían encontrado encanto en los bordes de una realidad que, al querer marginarlos, los potenciaba. Pero, al decidir ser una pareja más, con libreta y todo, dejaron en el armario su aire distintivo para asumir el formato de un matrimonio tradicional, amenazado, como todos, por rutina, formalidad y compromiso. La cama ya no fue sólo el lugar para el disfrute sino también el sitio para discutir horarios, diferencias y obligaciones. La aspiradora se hacía escuchar más que los boleros. El matrimonio, tan apetecido y tan esquivo, les pasó factura. Es que una cosa es el amor de contrabando y la sorpresa y otra cosa, echarle la culpa al otro porque se acabó el detergente y “dejaste todo tirado”.

“En fin, la vida misma”, como dijo Di Bello.