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Información General |Trabajadores de cuidados paliativos

Morir bien se puede

Cuando la enfermedad le gana la batalla al tratamiento, todavía queda algo por hacer: calmar el dolor físico, emocional y espiritual del paciente y su familia. Los cuidados paliativos son parte del Programa Médico Obligatorio pero no todos los hospitales y clínicas cuentan con las condiciones para brindarlos

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28 de Marzo de 2015 | 02:13

LAURA AGOSTINELLI

El doctor Guillermo Delledonne llega tarde al consultorio donde atiende el equipo de Cuidados Paliativos que él conduce, en el Hospital Horacio Cestino de Ensenada. Se disculpa: “Vengo de la casa de Mirta”. Hace cuatro meses que el oncólogo del hospital de Berisso se las derivó porque ya no podía controlar el dolor. Mirta tiene cáncer de cavum: se desarrolla en la cavidad que lleva ese mismo nombre, entre las fosas nasales y la columna vertebral. El suyo hizo metástasis en la columna y el hígado. “Tenía muchas dificultades para respirar”, amplía el doctor, “hubo que sedarla”.

La sedación es una herramienta que se debe usar sólo si los síntomas como las hemorragias, los delirios, las dificultades respiratorias y las convulsiones son incontrolables. Se prepara un cóctel de drogas que desconecta al cerebro de lo que le sucede al cuerpo. Mirta pasará el tiempo de vida que le queda en un sueño apacible. Con esto, el equipo habrá logrado su cometido: acompañar al paciente en el camino de la aceptación de la propia muerte.

La mejor vida posible

El concepto de cuidados paliativos es bastante joven, recién se empezó a hablar de ellos en los `80. La Organización Mundial de la Salud los define como los tratamientos que alivian el dolor y otros síntomas angustiantes de cualquier enfermedad avanzada para la cual ya no hay cura. Además, integran los aspectos psicológicos y espirituales del paciente. Un equipo multidisciplinario responde a sus necesidades y a las de su familia. Mejoran la calidad de vida y consideran la muerte como un proceso normal.

Para la medicina moderna, el principal objetivo es evitar a toda costa que las personas mueran. “Nuestra formación es triunfalista” admite Guillermo, al explicar por qué en el país los cuidados paliativos son tan incipientes. “En la facultad no enseñan que la muerte es parte de la vida. Nos meten en la cabeza que debemos curar y no acompañar”, reflexiona. Esta visión es la que durante mucho tiempo dio lugar al encarnizamiento terapéutico, que mantiene vivo al paciente por medios artificiales cuando todo en él se encamina hacia la muerte. Además, priva a la persona de su derecho a elegir cómo, dónde y con quién morir.

En ese afán por tratar la enfermedad y no al enfermo de manera integral, el esposo de Nilda Juárez recibió 30 sesiones de rayos y al menos cuatro de quimioterapia. “Para la cuarta quimio, le pedí al doctor que esperara a que se repusiera un poco” recuerda la viuda. Si en el 2011 le hubieran dicho que esa pielcita que su marido tenía en el dedo índice, y que se arrancaba constantemente, terminaría convirtiéndose en un sarcoma fulminante, no lo hubiera creído. “Cuando tuvimos los resultados de la tomografía, su oncólogo no estaba para verlos, por eso la enfermera nos recomendó que fuéramos a cuidados paliativos” recuerda Nilda. Fue el doctor Delledonne quien vio los estudios, y le dio la peor noticia. “Al principio lo odié”, confiesa, “yo preguntaba: ¿tan rápido?”

“El diagnóstico de cáncer tiene un gran impacto. Es como tirar una piedra en un lago quieto” ilustra Graciela Jacob, médica, socióloga y coordinadora del Instituto Nacional del Cáncer. “Las ondas que se generan van abarcando cada vez más superficie hasta llegar a la orilla. Del mismo modo, el impacto del diagnóstico va afectando también a la familia y los amigos”. Por ese motivo, con la atención del médico no alcanza: “Lo que enferma no es sólo un cuerpo, es una persona con sus múltiples necesidades, ilusiones y deseos. Por eso se necesita también un abordaje psicosocial y espiritual, para que esta enfermedad pueda sobrellevarse con el menor sufrimiento posible”.

Evitar el hospital

Los cuidados paliativos están contemplados en el Programa Médico Obligatorio pero no todos los hospitales y clínicas cuentan con las condiciones para brindarlos. Según Graciela Jacob, actualmente hay 180 equipos distribuidos en toda la Argentina, un 80% más de lo que había en 2011. Además, existen aproximadamente 12 lugares “del buen morir”. Son espacios para brindar estos cuidados a pacientes solos y sin recursos: Hospices. En La Plata, desde el 2014 se trabaja en el proyecto Hospice Inmaculada, promovido por la Iglesia Católica. Un voluntariado que fomenta el acompañamiento de pacientes terminales por parte de todo el que quiera ayudar.

Si se considera que estamos entre los países con una incidencia del cáncer que va de media a alta: 217 casos nuevos por año cada 100.000 habitantes, todavía queda mucho por hacer.

Desde el año 2007 Cireneo Paliativos, así se llama el equipo del Hospital Horacio Cestino, atendió a 500 enfermos oncológicos en etapa terminal. Su objetivo: “Acompañar al paciente y a su familia para que transiten dignamente la enfermedad hasta la muerte”, explica el jefe del grupo. Para eso cuentan con dos médicos clínicos, dos enfermeras, un psicólogo y un chofer de ambulancia. En La Plata, sólo el Hospital Rossi tiene un equipo similar, el pionero.

En Cireneo Paliativos reciben pacientes de Ensenada, Berisso, La Plata, Magdalena, y hasta tuvieron de Coronel Suárez y Pehuajó. Todos son bienvenidos. Actualmente atienden a unos 25 enfermos que llegan derivados por un profesional o, más a menudo, convocados por el boca en boca.

Siempre que se pueda “los hacemos venir para no generar dependencia” cuenta Guillermo Delledonne. Cuando el paciente no se puede desplazar, el grupo va a la casa. Y si no queda otra alternativa, se lo interna. La atención domiciliaria “es mucho más humana que la internación en un hospital de agudos” explica Graciela Jacob. En la casa, el paciente está junto a sus seres queridos y recibe las visitas semanales del equipo que conoce su caso, regula la medicación y atiende a la familia. Además, al Estado le cuesta de tres a cuatro veces menos que un enfermo hospitalizado.

Cuando no hay formación en cuidados paliativos “se medica al paciente y se lo manda de vuelta a la casa”, cuenta Cleotilde Peñalosa, enfermera del equipo, “después se va el efecto del calmante, y el dolor vuelve y a veces no tienen plata para regresar a la guardia”. Otra de las cosas que suele suceder es que se lo interna en terapia intensiva, donde los horarios de visita son restringidos y la persona muere en soledad.

Para favorecer la atención domiciliaria, los profesionales tienen encendido el teléfono las 24 horas, por cualquier duda o emergencia. Ahora mismo Guillermo no deja de mirar su celular, a la espera de novedades sobre Mirta.

La conspiración del silencio

Calmar el dolor físico no es el principal desafío de los que trabajan en cuidados paliativos. Lo más complicado es lograr que el enfermo acepte la llegada de la propia muerte. “Durante las primeras visitas a Mirta, tenía gestos de dolor y de angustia”, el doctor recuerda cómo estaba la paciente a la que acaba de practicarle la sedación. “Se la notaba desesperada porque estaba en la etapa aguda de su dolencia, pero además se veía que psíquicamente no había hecho la aceptación”. Es imposible que una persona que sufre pueda pensar en otra cosa que no sea su cuerpo: “Adecuamos la medicación para que el psiquismo no estuviera reconcentrado en el dolor. A partir de ahí, empezamos a trabajar”.

Otra de las cuestiones que impiden empezar ese trabajo es el desconocimiento de la verdad sobre lo que se padece. “En el 80% de los casos hay un formal ocultamiento de la enfermedad por parte de la familia”, esclarece Delledonne. “Le pedimos al doctor que le escondiera el diagnóstico”, las hermanas Claudia y Nelba Morel recuerdan lo difícil que fue asumir que su padre tenía cáncer de próstata. “Es una palabra tremenda” describe Claudia. Durante dos años lo acompañaron junto a su madre inventándole diagnósticos de males menores. “Hasta acá llegué”, les dijo el médico que lo atendía, porque ya no podía controlar el dolor, y las derivó con el equipo de cuidados paliativos. Ambas coinciden en la sensación de la familia al empezar esta terapia: alivio.

Además de calmar el dolor físico, desde el grupo se las asistió para dejar de cargar con el peso de lo que se conoce como la Conspiración del silencio. “El paciente tiene derecho a saber la verdad sobre su situación vital” explica el doctor Delledonne: “Al ocultársela, uno se está adueñando de su tiempo. Es necesario que la persona, siempre que quiera, sepa qué tiene, para transitar el proceso de aceptación”. Luego de varias visitas del equipo, el padre de las hermanas Morel hizo una confesión a los profesionales: “Ya sé que tengo cáncer. Lo único que quiero es no sufrir”. Y así fue.

Decir adiós es morir un poco

Los que trabajan en Cireneo Paliativos conviven con una certeza que los diferencia de otros equipos terapéuticos: saben desde un principio que todos sus pacientes, sin importar cuál sea el cuadro, nunca se irán con el alta. “El primer año fue difícil” recuerda Normanda Meriles, enfermera del equipo, “soñaba con los enfermos”. Cuando se le consulta cómo logró adaptarse, enseguida lo mira a su jefe. Es que el doctor Guillermo posee cierta sabiduría y la comparte con su entorno. Para él, en lugar de preguntar por qué morimos, hay que preguntarse para qué. “No deja de ser angustiante”, aclara, “pero es una angustia creativa, porque permite pensar qué vamos a dejar, cómo trascenderemos”.

CADA INSTANTE

En el equipo todos coinciden en que hay un antes y un después de haber entrado al grupo. “Te hacés más humana” confiesa Cleotilde. “Vivir de cerca la muerte de mis pacientes me hizo poner cada cosa en su lugar” explica el doctor, “el contacto con la muerte hace que valore mucho más cada instante de la vida”.

Si uno recibe la noticia de que tiene una enfermedad terminal, lo más probable es que al principio se niegue a creerlo. “Debe haber un error” o “quiero una segunda opinión” suelen ser las primeras reacciones. “Es un mecanismo de defensa que tenemos que permitir”, explica el doctor Delledonne.

Cuando la negación se va, viene la angustia o ira. “El paciente se enoja con todo el mundo. En esta etapa les pedimos a los familiares que tengan paciencia” cuenta el doctor. También puede ensamblarse con la siguiente fase, la del arreglo o negociación. El enfermo tiene la esperanza de poder salvarse y establece pactos con un poder superior, como por ejemplo: si me salvo, se dicen, seré bueno con mi familia. Luego viene la etapa de depresión “que también es una etapa de reflexión, el lenguaje del cuerpo le está diciendo que se va a morir”.

Al final de esas fases, que no son lineales y no necesariamente se pasa por todas, uno llega a la aceptación. “Ese es nuestro propósito: que el enfermo acepte que se va a morir, pero acompañado” explica Guillermo. Y en esta instancia por lo general no se necesita tanta medicación, “se relajan” agrega Normanda.

En este punto, el psicólogo del grupo, Exequiel Hernández, hace una salvedad: “Para el psiquismo no hay representación de la propia muerte, por eso, aunque el paciente sepa y diga que se va a morir, no hace el duelo por su propia partida, sino por lo que va a desaparecer para él”. Empieza a desapegarse.

UN FINAL

Cuando se puede llevar adelante ese proceso, los pacientes suelen pensar en cómo vivieron y cómo quieren irse. Eusebia Puente se separó de su marido en el 2009: “Hubo que sacarlo de casa con la Justicia”, recuerda. Tuvo al menos nueve accidentes de moto, pero él repetía a todo el que lo quisiera escuchar “esto no me va a matar, yo me voy a morir de cáncer”. “Era adivinólogo”, sonríe Eusebia. Al parecer, esa capacidad premonitoria le fallaba siempre que jugaba a la Quiniela. Esa y otras complicaciones mellaron la relación y Eusebia dijo basta. Pero en el 2011 el panorama era distinto: el cáncer de pulmón, en etapa terminal, consumía la vida del padre de sus cuatro hijos. Y él le pedía perdón.

Eusebia hospedó a su ex marido durante sus últimos meses de vida, mientras recibía los cuidados paliativos. “Ellos le hablaron como ningún médico lo había hecho” recuerda. En ese último tiempo el hombre se ocupó de que ella recibiera una pensión y un seguro y se reconcilió con sus hijos. Pudo irse sin dolor. Y, sobre todo, en paz. Lo que se dice un buen morir.

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