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Información General |Adultos que intentan

¿Quién dijo que es tarde para aprender?

Antes, había saberes que se adquirían en la infancia o nunca. Ahora, cada vez más adultos se niegan a quedarse con las ganas. Hombres y mujeres que asumen sus limitaciones y vencen el pudor. Historias de quienes aprendieron a patinar, a nadar y a leer cuando todo indicaba que se les había pasado el cuarto de hora.

Por LAURA AGOSTINELLI

8 de Octubre de 2016 | 02:13

¿Cuántos adultos que no aprendimos de pequeños miramos con envidia sana -y también de la otra- a esos niños que juegan carreras en rollers o en bicicleta? ¿Y qué me dice de esos irreverentes que con solo tres años se zambullen en piletas de dos metros de profundidad? Aunque las ganas de aprender nos desborden, los vemos y nos quedamos ahí: arrumbados en el rincón del miedo al ridículo.

En otro extremo, para quienes carecen de recursos, la decisión de aprender a leer y escribir se posterga a fuerza de realidad urgente. Pero hay quienes un día dicen basta.

A LOS TUMBOS

Muchas veces, las trabas para aprender no son físicas, ni psicológicas, son sociales. “En la adultez hay mayores condicionamientos sociales por los prejuicios y los mandatos que nos impone la sociedad”, explica Yanina Muñoz, licenciada en psicopedagogía.

Otro impedimento es la zona de confort. Estamos acostumbrados a movernos dentro de los parámetros de lo conocido, a diferencia de los niños. “Ellos se mueven libremente, sin estructuras y sin áreas consolidadas. Están más predispuestos a lo incierto, se apropian de todos los conocimientos nuevos para así formar estructuras de pensamiento y modalidades de aprendizajes”, concluye la psicopedagoga.

“Vení, esperá”, le dice una señora a su nieto. A unos pasos está Julián Rifourcat Tarrabe, traductor de inglés, 29 años, metro ochenta y rollers toscos, que intenta subir el cordón y aletea como un picaflor desesperado. “Apurate mi cielo”, invita la abuela al nene. “Vamos a ver cómo se cae este grandulón”.

“Hay gente rara”, concluye Tarrabe, luego de recordar la escena.

Julián se calzó sus primeros rollers en el 2006. Por ese entonces no era cotidiano ver patinadores en la ciudad pero, aunque estuviera solo, él quería aprender. Un par de golpes y una abuela jocosa no lo amedrentaron. Eligió la Plaza Moreno, una superficie agrietada, poco recomendable para dar los primeros pasos. “Horrible”, recuerda.

Esa no fue su única elección desafortunada. Antes estuvo el desengaño con sus primeros patines “creí que eran un Lamborghini pero no iban ni para atrás ni para adelante”, explica. Y después vino el desengaño con su segundo par de patines “en los ‘90 alguien originó el mito de que había que comprarlos dos talles más grandes”, explica “una ridiculez”.

Julián ya no reniega, hace dos años que tiene sponsor: un fabricante quería que cuando alguien preguntara ¿qué patines usa ese que dirige a esa multitud?, supiera el nombre de su marca y, claro, luego vaya y compre. Y el que va al frente de esa multitud es Julián, pero detengámonos en sus inicios.

Sin maestro, este novato imitaba lo que veía en tutoriales de Youtube. Con dos palabras describe esa primera etapa: “Una tortura”. Siguió porque siempre le gustaron los deportes; hizo natación, karate y levantamiento de pesas. En vísperas de los 30, el gusto por el ejercicio siguió indemne pero sus articulaciones no, por eso eligió los rollers: una actividad aeróbica y de bajo impacto.

“A diferencia de los niños, los adultos tienen la necesidad de justificar por qué aprenderán algo nuevo”, explica Mario Dehter, experto en Andragogía, la rama de las Ciencias de la Educación que se especializa en la didáctica con adultos. Entre las diferencias respecto de los niños durante el aprendizaje, Dehter menciona: experiencia previa, capacidad para elegir qué aprender y necesidad de incorporar conocimientos para superar problemas en sus actividades sociales y laborales. “Los adultos queremos saber, antes que nada, que lo que aprenderemos nos ayudará a vivir mejor”, resume.

OTROS COMO UNO

Un día Julián se preguntó si no habría otros como él y encontró el foro PatinEnLinea.net donde descubrió que existía un grupo en Capital Federal y tres casos aislados en La Plata. Cuando por fin pudieron reunirse, empezaron los encuentros en el Teatro Argentino y las primeras salidas, los martes y jueves.

Al poco tiempo, el recorrido inicial -plaza Moreno, plaza San Martín, Teatro Argentino- creció en calles y patinadores. “Con Facebook, explotó”, reconoce Julián y sitúa la creación del grupo La Plata Rollea en el 2010. Eran 200.

La llegada de principiantes planteó un dilema: si se dedicaban a enseñarles, el tiempo para patinar se reducía; si salían como estaban, el riesgo de sufrir lesiones se incrementaba. Por eso, junto a Alejandro Sosa, el otro guía del grupo, decidieron enseñarles los domingos por la tarde, en el bosque. Julián, además, tenía un motivo personal: “no quería que a otros les costara lo que me costó”, confiesa. Hoy van patinadores desde 20 hasta 65 años. Para él no hay límites “si yo aprendí”, advierte, “todos pueden”.

MEJOR TARDE QUE NUNCA

A Julia Tau (33) le gusta el agua desde niña. Por entonces, esta biotecnóloga jugaba en su pelopincho y en la pileta de la quinta de su tía. Aunque tuvo oportunidades de aprender a nadar, nunca le dedicó tiempo.

Durante sus vacaciones, solía tratar al mar con respeto. Una vez en Mar del Plata, cuando tenía 12, por poco se la traga a ella y a una amiga. Por suerte el guardavidas pudo con ambas. Después de verle la cara a la muerte, Julia se decidió a aprender a nadar, pensará usted, querido lector. No. Faltaba una década para ese momento.

Gracias a que la esperanza de vida creció, las oportunidades para aplazar se multiplicaron. Según la Organización Mundial de la Salud, los argentinos vivimos, en promedio, 76,3 años. Hoy, decir que es tarde para aprender suena a excusa. En todo caso, diga que prefiere dejarlo para más adelante porque hasta los adultos mayores se tiran a la pileta.

En la escuela de natación de Fernando Puchuri aprenden desde quienes no llegan al año hasta los que pasan los 70. Cuando su padre empezó, hace casi medio siglo, el público se dividía en un 70% de jóvenes y un 30% de adultos mayores. Hace 15 años esa pirámide se invirtió. “En muchos casos, el único lugar donde estas personas pueden hacer actividad física es en el agua”, explica Puchuri, que además de profesor de Educación Física es especialista en Rehabilitación por Ejercicio.

A los 22, Julia creyó que era un buen momento para empezar. Superó rápido el pudor que le daba exponerse en malla: “Cuando vi a varios señores en zunga me relajé”, explica. Y aunque al principio no resultó fácil “siempre fui lenta para todo”, nunca pensó en abandonar “me gustaba la sensación de estar en el agua”.

Julia compartía el grupo de principiantes con chicos de 10 o 12 años. Mientras ella procesaba la información que le daba la profesora, veía cómo los niños la incorporaban sin demora. “Era frustrante”, reconoce.

“Salvo algunas experiencias o habilidades que requieren de cierta maduración, la mayoría de las cosas se aprenden mejor en la niñez”, explica el psiquiatra Diego Sarasola: “El cerebro infantil es más plástico. La plasticidad cerebral implica una mayor eficacia de la comunicación entre las neuronas a partir de los estímulos. Los circuitos cerebrales más estimulados, son más eficientes para transmitir la información”.

Aprender a nadar no es fácil, con los años, las habilidades coordinativas y la movilidad articular son menores; se dificulta la incorporación de gestos técnicos; está el miedo instintivo al agua y el pudor por mostrar el cuerpo o por hacer algo mal. Hasta que Julia pudo coordinar el movimiento de las piernas, los brazos y la respiración pasó casi un año.

Muchas veces, las trabas para aprender no son físicas, ni psicológicas, son sociales

Para Fernando Puchuri, la clave está en tener paciencia: “Si no les sale rápido, no es un fracaso. Es un proceso que lleva tiempo. Nosotros no pretendemos que se conviertan en grandes nadadores, sino que sean más amigos del agua”.

Julia conoció todos los estilos y también sus limitaciones: “el mariposa nunca me salió”. Aun así, no se hizo problema: “La profesora me corregía cómo poner el pie para hacer bien la técnica. Si me concentraba, me salía, pero yo quería nadar”, concluye “no soy perfeccionista”.

Después de algunos años de práctica, Julia nadó en el mar. Entró y salió cuantas veces quiso. Ella se transformó en su propio guardavidas.

APRENDER CUESTA ARRIBA

En la vida de Gerardo Burgos la enseñanza y el aprendizaje ocupan un lugar central. Fue maestro de escuela primaria y guía de montaña; subió dos veces al Aconcagua e hizo más de 30 cumbres al volcán Lanín. A los 38, aprendió a desplazarse en silla de ruedas tras lesionarse la columna. Los miembros de la organización Vida Independiente Argentina le enseñaron cómo sortear los obstáculos que ofrece la ciudad. Supo que era difícil y quiso enseñarle a otros. Ahora tiene 47 años y desde hace seis brinda el taller “Acción rodar, la vida en silla de ruedas”, donde el objetivo es que todos ganen autonomía.

En uno de sus talleres, en el Hospital Naval de Ensenada, conoció a Manuel Jara Zárate, que ahora tiene 30 pero entonces tenía 24 y sanaba unas escaras. Habían pasado cinco años de su llegada desde Paraguay y tres desde la lesión que lo dejó en la silla. Todo ese tiempo lo vivió recluido, un poco por las internaciones, otro poco por vergüenza de que lo vieran así.

Durante su estadía en el hospital, Manuel no solo aprendió a desplazarse, también dejó de pertenecer al 1,9% de analfabetos que todavía tiene la Argentina, según el Censo 2010. Todas las semanas lo visitaban dos voluntarios del programa Yo sí puedo, un método cubano que enseña a leer con material audiovisual y alfanumérico en un lapso de dos a tres meses. Sus organizadores cuentan 30 mil personas alfabetizadas en 12 años, distribuidas en los 604 puntos que funcionan en 19 provincias argentinas.

Siete años atrás, cuando Manuel quería llegar a un lugar, se guiaba por imágenes: el colectivo de tales colores, el poste de tal esquina, la casa con tantas ventanas. Los carteles y sus nombres no le hablaban a él.

De chico intentó ir a la escuela pero a menudo le faltaban zapatillas y los inviernos no contribuían. “Era muy complicado”, explica, “a los doce dejé del todo y me fui a trabajar a una chacra”. Por trabajo llegó a la provincia de Chaco, donde cortó árboles hasta que uno se le cayó encima. Ahora cose pelotas de fútbol en la casa donde vive junto a su hermana. “Ella me incentivó para que no dejara”, reconoce Manuel, “me decía que leer me iba a servir para no perderme en la calle y para conseguir trabajo”.

Al principio no fue fácil: “me transpiraban las manos”, recuerda “me ponía nervioso porque no me salía”. Por un momento quiso abandonar, “seguí porque me tuvieron paciencia. La verdad que no cuesta mucho, hay que poner ganas y voluntad”.

Hoy las tecnologías ocupan cada vez más lugar en nuestras vidas. No leer equivale, muchas veces, a no poder comunicarse. “Si me mandaban un mensaje, le tenía que dar el celular a otro para que lo leyera y a veces dudaba de que fuera verdad”, recuerda Manuel, “ahora gané más confianza porque soy yo el que lee y escribe”, festeja y se jacta “hasta tengo Facebook”.

Con el Yo sí puedo, Manuel supo de grande cómo era leer y cambió su forma de andar por la vida.

LA GLORIA

Cuando uno es adulto y elige aprender algo, lo primero que comprueba es que no le sale. Entonces pregunta a su maestro, ahonda en la técnica, se concentra, vuelve a intentar y ¡la pucha, sigue sin salir! Entonces se acuerda de la madre del maestro, de la del que inventó la técnica y también de la propia, pero como quiere aprender, insiste. Hay un momento, en medio de todos esos intentos, en que la voluntad, el cuerpo y la mente sincronizan y, ahí sí, sale. La gloria.

“En los procesos de aprendizaje de adultos se pone un mayor esfuerzo, pero también suelen ser distintas y mayores las motivaciones, con la subsiguiente satisfacción”, explica el neurólogo Diego Zarazola.

¿Cómo olvidar ese momento? Julián recuerda que un día pudo doblar en una esquina haciendo cruces “¡iuju, me sale!” recuerda que se dijo. “¡Lo logré!” dijo para sí Julia, cuando le salió, por fin, el crol. Y el día en que Manuel pudo leer sus primeras palabras se sonrió, “me emocioné”, recuerda.

Sí, puede que de chico sea más fácil y rápido, pero solo aprender a destiempo brinda esas victorias íntimas. Los laureles, ya lo dice el himno, son eternos.

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