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Séptimo Día |PUNTO DE VISTA

Jugar de obispo

Por HECTOR AGUER (*)

Jugar de obispo

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15 de Octubre de 2017 | 08:40
Edición impresa

No intento afirmar, en el título de esta nota, que el ejercicio del episcopado sea divertido y fuente de alegrías y halagos. Empleo el verbo “jugar” en la acepción 18 del diccionario de la Academia: “arriesgar, aventurar”. Se trata de un oficio más peligroso que placentero. Obispo se dice en griego “epískopos”, un nombre que procede del verbo “skopéo”: observar desde lo alto, examinar, juzgar; el sustantivo se ve reforzado por el prefijo “epí”, arriba. “Epískopos”, obispo, equivale a “vigía”, “guardián”, “inspector”; es un centinela de la verdad, que ha de cuidar a su rebaño, su familia, los fieles que le han sido confiados, para que no se extravíen, no sean seducidos por el error, por la mentira, por los innumerables macaneos que circulan en cada época y en todas partes. Es un oficio de amor, que implica el celo de un padre o de una madre por sus hijos.

En los textos del Concilio Vaticano II se inculca repetidas veces que los obispos somos sucesores de los apóstoles y maestros auténticos de la fe

Este aspecto de la misión episcopal no resulta simpático sino riesgoso, aventurado; muchas veces no será comprendido, aun cuando se ejercite con la máxima prudencia y delicadeza. El apóstol Pablo encomienda ejercer esta función a su discípulo Timoteo: “proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar”. Continúa el apóstol indicando el por qué de semejante y necesario empeño: “Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones («epithymías», conciepiscencias), se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas («mýthous», mitos)” (2 Tim. 4, 2-4). Así ha permanecido jugándose el ministerio episcopal a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Este servicio incluye numerosas funciones, entre ellas la dimensión profética: avisar qué está bien y qué está mal. Si no cumple con esta peligrosa obligación de indicar el camino, de advertir, de corregir, carga sobre sus espaldas el peso de una responsabilidad escamoteada por miedo, por vergüenza, para no discordar con lo que se impone como política o eclesiásticamente correcto. En los textos del Concilio Vaticano II se inculca repetidas veces que los obispos somos sucesores de los apóstoles y maestros auténticos de la fe, revestidos de la autoridad de los Doce y cargados con el deber que Jesús les impuso a ellos.

Recientemente, y en ejercicio de ese deber que me incumbe, dispuse que en los colegios católicos de la arquidiócesis, tanto en los que dependen directamente de mí, cuanto en los que son gestionado por congregaciones religiosas, se cuidara la transmisión íntegra de la fe y de la cosmovisión cristiana. Señalaba concretamente tres ámbitos: la enseñanza religiosa escolar y la catequesis; la transmisión de la doctrina de la Iglesia sobre el sentido cristiano de la sexualidad, el matrimonio y la familia; y lo que atañe al orden social, político y económico. El Estado no tiene derecho a imponer programas para algunas asignaturas específicas que impliquen formar a los alumnos de las escuelas católicas en contra de lo que la Iglesia enseña, de su indudable magisterio. Hay que reconocer, con todo respeto por las personas, que en nuestros días, varias conductas y formas de organización familiar y social que en la Sagrada Escritura, la tradición eclesial y la doctrina con plena vigencia y actualidad son consideradas pecaminosas y antinaturales, se postulan como derechos y están amparadas por las leyes. Una ley contraria al orden natural fundado en la ley eterna encierra en su legalidad la ilegitimidad, la injusticia. Esta afirmación no es una ocurrencia mía; siempre ha sido así. A modo de ejemplo, recuerdo que Orígenes, el gran teólogo del siglo III justificaba, con argumentos irrebatibles, la resistencia de los cristianos a los reglamentos en vigor si son ilegítimos, e invitaba a rechazarlos en nombre de la ley de la verdad.

Pego un salto de siglos para citar a Benedicto XVI, quien hablando ante el Bundestag de Alemania en 2011 exponía que “en las cuestiones fundamentales del derecho en las que está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta”. El año siguiente, el mismo pontífice hablaba en San Juan de Letrán sobre las renuncias que el catecúmeno promete con juramento al bautizarse; entre ellas al diablo, sus obras y sus agudas artimañas; “pompas”, como se decía antes. Este último término, que ha caído en desuso, significa para el Papa Ratzinger “un tipo de cultura, un modo de vida en el que no cuentala verdad sino la apariencia, y solo se busca el efecto, la sensación; este tipo de cultura es una anticultura que destruye a los hombres. Contra esta cultura en la que la mentira se presenta bajo la forma de la verdad y de la información, los cristianos decimos: No.”

En plena campaña electoral, un candidato declaró que iba a denunciarme a la Justicia por haber manifestado yo mi disenso con la Ley de Identidad de Género. Según este señor, en nuestros colegios deberíamos inculcar la teoría que ha inspirado esa ley ilegítima y según la cual no hay diferencias biológicas entre varón y mujer. Así atropella la libertad de expresión, la libertad de enseñanza y la libertad de la Iglesia. Es curioso, además, que incurra en una postura inconstitucional; lo es al menos en la provincia de Buenos Aires, cuya Constitución establece que los escolares bonaerenses deben ser formados según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia. De acuerdo a esta cláusula, los políticos y los gobiernos sucesivos a partir de 1994 están en falta, porque conforme a aquella norma las escuelas estatales deben incorporar la enseñanza religiosa. El aludido candidato -como si poseyera ciencia teológica y experiencia eclesial suficientes- se permite oponerme al Papa Francisco, a quien conozco desde hace cuarenta años y con quien hemos trabajado juntos en total armonía y amistad. Siendo el Sumo Pontífice un compatriota, abundan los oportunistas que se aferran a la sotana blanca del Vicario de Cristo. Una típica avivada criolla.

El Estado no tiene derecho a imponer programas para algunas asignaturas específicas que impliquen formar a los alumnos de las escuelas católicas en contra de lo que la Iglesia enseña, de su indudable magisterio

Es riesgoso, en verdad, el oficio del obispo; pero precisamente por ser obispo debe arriesgarse y probar así su amor al rebaño. “Es obligación nuestra amonestar”, predicaba San Agustín en su crítica a los pastores negligentes, que “constituidos prelados y vigilantes para amonestar al pueblo” rehusan o descuidan culpablemente ese encargo. Después del Vaticano II se ha discurrido abundantemente sobre el testimonio que debemos brindar los cristianos; ahora bien, en el griego del Nuevo Testamento, testimonio suena “martýrion”.


(*) Arzobispo de La Plata

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