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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Vivir para correr o andar para vivir

Por SERGIO SINAY (*)

Vivir para correr o andar para vivir

shutterstock

22 de Octubre de 2017 | 08:44
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Es posible que si extraterrestres observaran nuestro planeta desde el espacio vieran a esta esfera cubierta por pequeños puntitos que se desplazan velozmente y sin descanso de un lugar a otro. Si se acercaran a la Tierra aquellos marcianos descubrirían que los puntitos son humanos que corren. Al regresar y presentar un informe acaso puntualizarían que una característica notable de los humanos es esa: correr. Corren para llegar a sus trabajos, corren cuando trabajan, corren cuando viajan, corren cuando pasean. Y corren en sus tiempos de ocio. Además dedican estudios a la actividad de correr, filosofan acerca de la misma, participan de innumerables maratones en las que cubren 5, 10, 21 o 42 kilómetros convencidos, según el informe marciano, de que con ello luchan contra enfermedades, enfrentan males sociales, mejoran el ambiente o ennoblecen causas diversas. Aquel informe agregaría que cuando no esgrimen estas excusas simplemente dicen que corren para correr, o para “entrenar”. Al preguntárseles para qué entrenan, se leería en el informe, la respuesta es excluyente: para correr más rápido.

Correr se describe hoy como deporte, hobby, práctica saludable, afición, pasión y más. Todo eso parece muy congruente con un tiempo fugaz, efímero, veloz, en el que las urgencias se reproducen y acosan. Quien no corre va, de todas maneras, apurado. ¿Para llegar a dónde? Esto no siempre es importante. ¿Para alcanzar qué? No es cuestión de detenerse en las respuestas. Puestos a correr, se crea un sistema cerrado centrado en la generación de endorfinas y adrenalina. Las endorfinas son hormonas que libera la glándula pituitaria y tienen un efecto similar al del opio, generando una sensación de exaltación y bienestar independiente de estímulos y razones externas. La adrenalina, hormona producida a su vez por las glándulas adrenales, está vinculada al alerta, a las respuestas al riesgo, acelera el ritmo cardíaco, dilata los conductos aéreos. Ambas cumplen funciones útiles para la vida. La primera como un medicamento interno, la segunda como defensora ante situaciones externas. Su producción por parte del organismo tiene un fin: mantenerlo sano y protegerlo de peligros. Pero cuando producirlas se convierte en un fin en sí mismo el mecanismo que las genera suele tener un tinte adictivo.

LA CARRERA DE FILIPIDES

En el año 490 antes de Cristo, un soldado griego llamado Filípides corrió 42 kilómetros hasta Atenas para anunciar que el ejército de esta ciudad-estado había vencido a los persas en la ciudad de Maratón. Tras llegar y transmitir la noticia, Filípides cayó exhausto y murió. Atenas se había salvado de su total saqueo y destrucción, prometido por los persas. La larga y exigente carrera de Filípides no era un fin en sí mismo, tenía un propósito trascendente. Se había entrenado para defender a su patria, y gracias a ese entrenamiento pudo llevar a su pueblo la buena nueva, misión en la que dejó la vida. Pasarían 2386 años antes de que en los Juegos Olímpicos de 1896, celebrados en la misma Atenas, se instalara como deporte una carrera llamada maratón. Y un siglo más para que se convirtiera en una afición masiva cuyo fin último, acorde a los tiempos, es correr.

Correr se describe hoy como deporte, hobby, práctica saludable, afición, pasión y más. Todo eso parece muy congruente con un tiempo fugaz, efímero, veloz, en el que las urgencias se reproducen y acosan. Quien no corre va, de todas maneras, apurado. ¿Para llegar a dónde? Esto no siempre es importante. ¿Para alcanzar qué? No es cuestión de detenerse en las respuestas

¿El fanatismo contemporáneo por entrenar y correr es una forma de fuga? ¿Un intento para alejarse de esas preguntas que la vida siembra tozudamente a cada paso? El gran novelista ruso León Tolstoi (1828-1910), autor de obras maestras de la literatura universal, como “Guerra y paz”, “La muerte de Iván Illich” y “Anna Karénina”, enumera esas preguntas en su autobiografía: “¿Cuál es el resultado de lo que hago hoy y de lo que haré mañana? ¿Para qué vivo? ¿Para qué deseo? ¿Para qué hago cosas? ¿Cuál será el resultado de mi vida entera? ¿Hay en ella un sentido que no borrará la muerte?”. Un filósofo de estos tiempos, el coreano-alemán Byul-Chung Han, aborda esta cuestión en su libro “El aroma del tiempo”. La aceleración que caracteriza a la sociedad actual, señala, parte de la idea de que si se vive a toda velocidad se pueden hacer más cosas, aprovechar más oportunidades y llegar a tener dos vidas en una. “Es un razonamiento un poco ingenuo, apunta Han, que confunde logro con abundancia”. No son la velocidad que se alcanza, ni la optimización del entrenamiento para esa velocidad o para la acumulación de kilómetros los que producen logros. El verdadero problema, según este pensador, es que “la vida actual ha ido perdiendo la posibilidad de concluirse con sentido. De ahí su aceleración y su ajetreo”.

Hoy, continúa Han, se empieza una y otra vez sin llegar nunca hasta el final de una posibilidad. No hay paciencia, hay ansiedad por lo inmediato, se esperan resultados sin seguir procesos. Esto redunda en un aumento de la velocidad, cada vez hay que correr más y más rápido. Prepararse para esa carrera y preparar argumentos que la justifiquen. “Pero, escribe Han, nunca se llega a la tranquilidad, es decir a un final”. Pareciera describir la carrera de los pequeños hamsters en la rueda.

LA CAMINATA REBELDE

No se trata, sin embargo, de quedarse quieto. Otro filósofo contemporáneo, el francés Frédéric Gros, argumenta que para ir más espacio no se ha encontrado nada mejor que andar. Su libro titulado precisamente “Andar” es un llamado a la marcha lenta, consciente, que permite observar con más detenimiento tanto los paisajes externos como los menos transitados, que parecen ser hoy los internos. Estos últimos incluyen las necesidades del alma (tan distintas de los muy atendidos deseos del cuerpo). Andar no exige aprendizaje, ni técnica, ni dinero, solo requiere un cuerpo, espacio y tiempo, advierte Gros. Si quieren ir más rápido no caminen, insiste. Corran o vuelen. Caminar no es un deporte y caminado nadie huye de nada, menos de preguntas inquietantes. Al contrario, abre un paréntesis, para escucharlas y reflexionar sobre ellas.

Hoy, continúa Han, se empieza una y otra vez sin llegar nunca hasta el final de una posibilidad. No hay paciencia, hay ansiedad por lo inmediato, se esperan resultados sin seguir procesos. Esto redunda en un aumento de la velocidad, cada vez hay que correr más y más rápido. Prepararse para esa carrera y preparar argumentos que la justifiquen

Caminar, simplemente andar en un escenario donde todos corren con o sin vestimenta deportiva, es casi subversivo desde la óptica de este filósofo. Una forma de serena, firme y pacífica rebelión contra los mandatos y exigencias de los tiempos modernos. Gros relata un episodio que vivió junto a Mateo, un hombre mayor que le enseñó el valor de andar. Caminaban por un sendero cuando tuvieron que apartarse para dar paso a un grupo de jóvenes y bullicios corredores que los miraron con cierto desdén. “Si van tan rápido será que tienen miedo de no llegar”, comentó Mateo. Cuando arribaron a la cima, los corredores estaban allí, jadeantes y comentando tiempos y velocidades. Gros y Mateo miraron el paisaje, disfrutaron de él y reanudaron su caminata. Los corredores seguían en sus comentarios. Habían tardado dos horas, mientras el filósofo y su amigo tardaron tres. ¿Habían “ganado” tiempo? Dos horas de prisa acortan la jornada, piensa Gros. Tres horas en contacto con uno mismo, con el otro y con el mundo hacen más profundo cada minuto, cada segundo. Los días son más largos y plenos, concluye.

Quizás un día los marcianos vean un planeta distinto, en el que los puntos se desplazan con un ritmo sereno, un compás que armoniza el mundo interior con el exterior.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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