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“Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, arranca contando el final del libro. EI inicio de “El Extranjero”, de Albert Camus, un clásico que está entre los preferidos, como el final de “El Gatopardo”
Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias”. Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.
Con estas palabras se inicia “El extranjero”, la novela de Albert Camus. Lo curioso es que no deja de ser uno de los textos preferidos, en las muchas antologías que existen sobre mejores inicios y finales de las obras literarias. Acaso esta prosa enseña cómo un novelista puede ajenizar algo tan subjetivo y doloroso como es la muerte de una madre. Pero, además, el gran secreto que muchos ven en este inicio es que, en muy pocas palabras, anticipa y define la identidad insolada y adusta del personaje central de la novela de Camus.
Abrir un libro en la primera hoja es como descender de un avión o un barco en tierra desconocida. ¿Qué habrá en ese reino que nos espera? ¿Cómo será el primer paso de esta exploración, se pregunta el lector mientras avanza en ese país aún caminado? Y luego surgirá el interrogante sobre cómo será el final de esa aventura.
La grandiosa literatura tiene un autor magistral, Cervantes, cuyo texto cumbre arranca con una introducción sin olvido: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda….”
Así nace el Don Quijote eterno, así se funda la vida del caballero loco que aún sigue representando a la humanidad. El libro, esa suerte de biblia literaria, convierte su figura en un símbolo sin fronteras, pero a medida que llega el final el lector se pregunta cómo acabará ese hombre alucinado. La locura transmite una sensación de atemporalidad y, sin embargo, también habrá término para ella, también la demencia muere.
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Es una escena de total tristeza y Cervantes la cuenta así: “En fin llegó el último día de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho, tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.
El inefable Borges sostiene que el final que escribe Cervantes es emotivo, aunque no hay drama explícito en la escena, ni indicio de patetismo alguno. Instala a un escribano –prototipo del orden rutinario- al lado del hombre más extravagante de todos. Unas pocas lágrimas frente a ese caballero agónico que abjura de haber sido el imaginario que quiso ser y que muere, sosegado y cristiano.
Y si se habla de Borges, él se ocupó como pocos en cincelar inicios y finales certeros, límpidos como las más clásicas aperturas del ajedrez. La mayoría elige a sus cuentos pero merece mención el antológico umbral que diseñó para la “Historia Universal de la Infamia”, en su artículo titulado “El espantoso redentor Lazarus Morell”.
Escribe Borges: “En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”.
Julio Cortázar, en los textos preliminares de “Rayuela” le ofreció expresamente al lector elegir entre dos posibilidades de lectura lineal. La que salió en la edición y la suya, que empezaría por el capítulo 73, seguidos del 1, 2, 116, 3, 84 y así…caprichosamente.
Pero el primer párrafo de la edición oficial no deja de anticipar la identidad de la obra: “¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Rue de la Seine, al arco que da al Quai de Conti y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”. Habla de “luz de ceniza y olivo” en el amanecer sobre el Sena, el color de París.
Muchos escritores argentinos y americanos acertaron en la forma de dar inicio y encontrarle final a sus libros. En “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez arranca de esta manera: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras, pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
El barroquismo del cubano José Lezama Lima brilla en el comienzo de “Algunos tratados en La Habana”, cuyo primer párrafo expresa: “La impulsada gravedad del índice, prolongada en el improntu de la nariz de la tiza, traza en el tormentoso cielo del encerado la sentencia de uno de los ejércitos: a medida que el ser se perfecciona, tiende al reposo”. Después explica que se trata de una frase de Aristóteles.
En 1926 uno de los escritores argentinos de estilo más pulido cerró su libro “Don Segundo Sombra” con una imagen extenuada: “Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra”.
Dos argentinos, acaso los mas inmortales, deslumbraron en estos párrafos de amanecer o crepúsculo. Sarmiento talló en Facundo esta primera entrada: “Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo”
“Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre...”
“Eva Luna”, Isabel Allende)
El otro, el más grande y popular de los cantores, José Hernández, que inició su obra con la copla más certera –“Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vigüela…”. finaliza la ida y la vuelta del Marín Fierro con dos estrofas también grabadas en la memoria de las generaciones. En ambas aparece –habría que ver si por casualidad- una palabra que es subalterna para el relato: la palabra “modo”.
Asi finaliza la Ida: “Y ya con estas noticias/ Mi relación acabé;/ Por ser ciertas las conté,/ Todas la desgracias dichas:/ Es un telar de desdichas/ Cada gaucho que usté ve.// Pero ponga su esperanza/ En el dios que lo formó;/ Y aquí me despido yo/ Que he relatao a mi modo/ Males que conocen todos,/Pero que naides contó.”
Y así termina la Vuelta: “Mas naides se crea ofendido/ Pues a ninguno incomodo,/ Y si canto de este modo,/ Por encontrarlo oportuno,/ No es para mal de ninguno/ Sino para bien de todos”.
Sólo basta revisar la biblioteca y elegir otros ejemplos. En “El nombre de la rosa”, Umberto Eco empieza así: “En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible”.
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación” (Historia de dos ciudades, Charles Dickens)
“El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. (A sangre fría, Truman Capote)
“Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre. Nací en el último cuarto de una casa sombría y crecí entre muebles antiguos, libros en latín y momias humanas, pero eso no logró hacerme melancólica, porque vine al mundo con un soplo de selva en la memoria (“Eva Luna”, Isabel Allende).
Para el final de “El Gatopardo”, su autor Giuseppe Tomasi di Lampedusa, ubica al protagonista el noble Don Fabricio, ya salido del baile, en el amanecer, cuando mira el cielo exhausto de Sicilia y exclama: “Oh estrella!, ¡oh fiel estrella! ¿Cuándo te decidirás a darme una esperanza menos efímera, lejos de todo, en tu región de perenne seguridad?”.
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