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Estados Unidos, sub-gravada

13 de Noviembre de 2017 | 02:09
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Por ROBERT J. SAMUELSON
Columnista. Especial para EL DIA

WASHINGTON - Los norteamericanos sostenemos un debate equivocado. Casi todas las discusiones sobre el recorte fiscal propuesto por el gobierno de Trump giran en torno a dos asuntos. ¿Estimulará la reducción fiscal un crecimiento económico más rápido? y ¿es esta propuesta demasiado generosa para los ricos y mezquina para la clase media y los pobres?

Preguntas interesantes, sin duda, pero en gran parte, poco relevantes para el bienestar a largo plazo de una nación.

La verdad es que no podemos darnos el lujo de ninguna reducción fiscal. Necesitamos impuestos más altos, no más bajos. Lo que deberíamos debatir es la naturaleza de los nuevos impuestos (mi preferencia: un impuesto al carbono), con qué rapidez (o lentitud) se los debería introducir y en qué medida los recortes de gastos prudentes podrían reducir la magnitud de los aumentos fiscales.

Para decirlo en forma algo diferente: los norteamericanos estamos sub-gravados. No en un sentido filosófico o de principios que indique que hay un nivel ideal de impuestos que aún no hemos alcanzado.

Estamos sub-gravados en un sentido pragmático y conveniente. Durante medio siglo, no cubrimos nuestros gastos con las rentas públicas de los impuestos.

Por supuesto, hay momentos en que pedir préstamos (es decir, los déficits presupuestarios) es inevitable y deseable. Guerras. Reveses económicos. Emergencias nacionales.

Pero nuestra adicción a la deuda se extiende más allá de todas esas excepciones. Tuvimos déficits con una economía fuerte y una economía débil, con inflación baja y alta, y con avances de productividad favorables y desfavorables.

“La necesidad urgente es reducir la enorme brecha entre los gastos gubernamentales y las recaudaciones fiscales. No lo estamos haciendo”

Desde 1961 -y admito haber reportado este hecho con anterioridad- los presupuestos federales tuvieron excedentes sólo en cinco años. Y esos excedentes invariablemente coincidieron con largos auges económicos que inflaron las recaudaciones fiscales: 1969, después del gran auge de los años 60; y 1998 a 2001, como reflejo del “auge tecnológico” de la década de 1990.

Por lo demás, los déficits dominaron. De 1990 a 2016, los préstamos representaron casi el 14 por ciento de los gastos federales anuales, según cálculos realizados por el Committee for a Responsible Federal Budget, que no se alinea con ningún partido. Eso representa un dólar de cada siete.

Sobre la base de políticas actuales, es dudoso que las cosas vayan a mejorar mucho. El envejecimiento de los baby-boomers está inflando los gastos del Seguro Social y Medicare. Probablemente se subestimaron las presiones para mayores gastos de defensa.

Lo mismo puede ser cierto para muchos programas discrecionales internos. Incluso con esas suposiciones optimistas, la Oficina de Presupuesto del Congreso proyecta que el déficit presupuestario (666.000 millones de dólares en 2017) aumentará como porción de la economía.

Nos resistimos la disciplina de balancear el presupuesto, que es inherentemente poco popular. Es lo que Eugene Steuerle, del Urban Institute, llama “política de recortes”. Algunos programas se recortarían; algunos impuestos se elevarían. A los norteamericanos nos gusta un aparato de gobierno grande. Lo único que no nos gusta es pagarlo.

Pedir préstamos es fácil. Es, en gran parte, invisible para muchos norteamericanos, crea la ilusión de “algo de nada”. Eso libera a los republicanos para vender la idea de más recortes fiscales. Su recorte fiscal agregaría 1,5 billones de dólares a la deuda, en el curso de 10 años. Una cifra más realista es 2,1 billones de dólares, afirma el Committee for a Responsible Federal Budget.

Los demócratas son un poco mejor. Abogan por más gastos en beneficios, a pesar del cálculo de la OPC de 110 billones de dólares en déficits bajo políticas existentes, en la próxima década.

La suposición tácita que justifica déficits grandes y continuos es que -contrariamente a la retórica- no presentan peligro serio para la economía.

Podemos tener déficits eternamente sin sufrir perjuicios.

¿Podemos?

Los préstamos federales excesivos presentan tres peligros teóricos.

En primer lugar, podrían elevar las tasas de interés y “desplazar” inversiones privadas esenciales para estándares de vida más altos.

Segundo, podrían desencadenar un pánico financiero, si los inversores privados ya no compran los títulos del Tesoro excepto a tasas de interés excepcionalmente altas.

Y finalmente, una deuda nacional grande podría dificultar la obtención de préstamos por parte del gobierno durante una crisis verdadera.

Pero ninguna de esas calamidades imaginadas ha ocurrido aún. Quizás nunca ocurran. Hay una teoría que sugiere justo eso. Los inversores globales desean los llamados bienes financieros “seguros”, se dice, y los títulos del Tesoro de Estados Unidos se consideran “seguros”.

Esa demanda global de títulos del Tesoro podría sostener déficits presupuestarios (que producen más títulos del Tesoro) durante años.

Pero es una jugada muy peligrosa, porque si se pierde, las consecuencias pueden ser catastróficas. En algún momento, la demanda de los “bienes seguros” puede debilitarse. O tal vez a causa de los excesivos déficits los bienes seguros pueden parecer menos seguros. Una sociedad responsable no pondría a prueba los límites de lo que es posible o imposible de hacer.

Pero nosotros no somos así. En este momento, es obvio: Ya no somos responsables.

La necesidad urgente es reducir la enorme brecha entre los gastos gubernamentales y las recaudaciones fiscales. Naturalmente, no lo estamos haciendo.

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