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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

Un minuto de silencio

19 de Noviembre de 2017 | 12:17
Edición impresa

Por SERGIO SINAY (*)
sergiosinay@gmail.com

Hace una semana en las páginas de este diario se reflejaba el martirio de numerosos vecinos de la región que pasan noches en vela, privados de sueño, debido al ruido que los ataca desde diferentes frentes: boliches, disturbios, gritos y otras fuentes de las que abundan en la vida cotidiana. Invisible a los ojos, imposible de ser ignorada por los oídos machacados, la contaminación sonora es hoy grave y endémica. Una característica mortificante de la sociedad contemporánea. Siempre hubo ruidos en el mundo. Cantan los pájaros, ladran los perros, maúllan los gatos, tienen sus propios sonidos los truenos, las mareas, las cascadas, el viento. Sin ir más lejos, la propia voz humana es sonora. Con ella hablamos, gritamos, cantamos, lloramos, emitimos carcajadas.

Pero acaso nunca como en estos tiempos hubo semejante cantidad de sonidos artificiales (motores, baterías, obras en construcción, sirenas de patrulleros, bomberos y ambulancias, altavoces, parlantes en autos que parecen boliches rodantes, bocinazos, turbinas de aviones, maquinarias diversas). Y no solo los que todos escuchamos, sino además los de quienes, taponándose los oídos con auriculares, se aturden con sonidos que les van destruyendo paso a paso los tímpanos al tiempo que los aíslan del mundo, de sus semejantes y del acontecer que los rodea. Aunque en apariencia esto último pueda no afectar a terceros, de hecho sí lo hace. Porque la consecuencia a mediano plazo (ya anunciada por especialistas en la cuestión) será una vasta legión de hipoacúsicos. Es decir, otro problema de salud pública a solventarse con los impuestos que todos pagamos. Además de secuelas como accidentes, incapacidades laborales y, cerrando paradójicamente el círculo, la necesidad de elevar de manera perturbadora el volumen de todos los sonidos para que puedan ser percibidos por las víctimas de esta sordera auto infligida. Es decir, más ruido, más contaminación.

“Uno de nuestros muchos problemas en esta ruidosa sociedad es que el silencio se ha transformado en causa de miedo. Para mucha gente el silencio crea incomodidad y nerviosismo”

EL MIEDO AL SILENCIO

El problema con los sonidos artificiales (producto del accionar humano) es que continuamente se crean artefactos que permiten aumentar su intensidad, sin tomar en cuenta límites ni consecuencias. En boliches y recitales, por ejemplo, la calidad de la música es absolutamente secundaria, lo que importan son los decibeles a los que se emiten. Se trata de escuchar ruido. Ni melodía, ni, mucho menos voces (de paso, el diálogo y la conversación son habilidades que están en franca desaparición). Solo ruido.

El sacerdote holandés Henri Nouwen (1932-1996), hombre de profunda espiritualidad reflejada en la treintena de libros que escribió, dedicó buena parte de su vida a trabajar con discapacitados mentales, a los que amaba y ayudaba, mientras observaba con agudeza y serenidad el mundo en que vivimos. En “Semillas de esperanza”, una colección de breves ensayos, apunta Nouwen: “Uno de nuestros muchos problemas en esta ruidosa sociedad es que el silencio se ha transformado en causa de miedo. Para mucha gente el silencio crea incomodidad y nerviosismo. Muchos experimentan el silencio no como pleno y enriquecedor, sino como vacío e inútil. Para ellos es como un vacío que puede tragarlos”.

Que quienes están acostumbrados a vivir en el ruido, en el bullicio, en el batifondo teman al silencio es algo que tiene su lógica. Vivir en el ruido, siendo además uno de los responsables de provocarlo, de aumentarlo, o de desparramarlo, es vivir afuera de uno mismo. El ruido es externo, entra en nosotros a través de los oídos. No hay ruido interno, salvo el que solo puede captar un médico con el estetoscopio al auscultar el funcionamiento de nuestros órganos. Y, sin embargo, es en ese silencio interno en donde reside el peligro al que se teme. Es que allí se oyen voces que nadie más puede escuchar. La de nuestra conciencia, la de las necesidades postergadas, la de aspectos propios que piden ser atendidos. Allí resuena también el eco de las preguntas que la vida nos viene haciendo acerca de temas fundamentales de nuestra vida, y a las que no hemos respondido.

La cuestión con el silencio, en fin, es que nos quedamos a solas con nosotros mismos. Cuando estamos al día con nuestras cuestiones esenciales, porque hemos sido conscientes y les hemos dedicado atención, presencia y energía, se trata de un silencio pacífico, balsámico, en el que podemos permanecer. Pero si no estamos al día con aquellas cuestiones, será muy incómodo y angustiante. Y entonces nos tiraremos de cabeza al ruido, al bochinche, cuanto más ensordecedor, mejor. O peor.

Cabría pensar, entonces, que hay una relación entre lo ruidosa que es una comunidad, o una sociedad, y su estado emocional, mental y emocional. Se trata de una relación inversamente proporcional. Y resulta curioso, desde esta perspectiva, que todo el ruido que nos rodea y nos apabulla no tenga como objetivo ser oído, sino, por el contrario, impedir que se escuche lo que de veras hay que escuchar. Un hecho por el cual cobra más valor aquel consejo de Ludwig van Beethoven (1770-1827), el genial padre de la Novena Sinfonía, Missa Solemnis y Concierto violín, entre tantas obras que cambiaron la historia de la música, quien decía: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”.

“El silencio es el hogar de la palabra; en él ella se fortalece y fructifica. Hasta podríamos decir que la función de las palabras es revelar el misterio del silencio del cual provienen”

MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

Hay un silencio que se impone autoritariamente. Es el que aplican aquellos poderosos que no quieren escuchar lo que otros pueden denunciar de ellos. Es el silencio que cercena libertades. Ese silencio esteriliza, es infecundo. Pero existe otro, que es el objeto de esta columna, elegido y necesario. Un silencio preñado de significados, en el que germinan ideas, proyectos, sueños, en el que se fortalecen los dones. De él escribe Henri Neuwen: “El silencio es el hogar de la palabra; en él ella se fortalece y fructifica. Hasta podríamos decir que la función de las palabras es revelar el misterio del silencio del cual provienen”.

Esto es así porque en el silencio elegido y nutricio el pensamiento encuentra oxígeno. Y, como alguna vez señaló el Mahatma Ghandi, debemos detenernos en nuestros pensamientos, forjarlos con cuidado y dedicación, porque se harán palabras, las palabras se harán actos, los actos se harán costumbre, la costumbre se hará carácter y el carácter forja finalmente el destino.

Quizás los vecinos que se movilizan contra el ruido están defendiendo algo más que su salud física y mental. Están luchando por la recuperación de un silencio que significa respeto, intimidad, privacidad y mejores destinos para todos. Incluso para los ruidosos.

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