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La Ciudad |HISTORIAS PLATENSES

Por los cafés platenses Recorrido con aroma

Una vuelta por los nuevos y antiguos cafés de La Plata. Recién molido, de máquinas originales de Italia o acompañado por las inconfundibles medialunas de la histórica París, el café platense en sus distintas versiones es todo un clásico.

Por los cafés platenses Recorrido con aroma

Con los años la Gran Confitería París se convirtió en una de las esquinas más inolvidables de la ciudad / Alex Meckert

25 de Noviembre de 2017 | 03:47
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Por MATÍAS JULIÁN ANGELINI CASARES

Un reciente estudio de la Organización Mundial de la Salud reveló que tomar café alarga la vida. Tras 16 años de trabajo y de analizar a medio millón de personas, el estudio concluye que los consumidores diarios del líquido negro reducen entre un 8% y 18% las posibilidades de muerte prematura.

El dato saludable viene a convalidar un extendido hábito entre los argentinos del que los platenses no quedan afuera. Porque tomar un café no es solamente el encuentro entre una persona y una taza. Significa pedirlo, esperarlo y disfrutar. Con amigos, con parejas, después de una comida, en soledad, con un libro, con música. Convive con todo porque estamos tomándonos un momento para relajarnos o socializar. Y nuestra ciudad tiene lugares en los que esos momentos son deliciosos. Empresas familiares y sitios imborrables y muchísimo café. Veamos.

TOSTAR EN FAMILIA

Son las 7 de la mañana y para Pablo y Julio González el día empezó hace rato. Conversan entre el ruido de engranajes y motores de su tostadora como si hablaran entre el viento, como si no hubiese nada más que ellos dos. Un hombre está sentado de espaldas a un gran ventanal; frente a una mesa con evidentes años y el diario abierto de par en par. Lee y toma su café en silencio. Desde su hombro, el sol satura toda la perspectiva y entibia la mañana. Está en sus cincuentas, un poco pelado, canoso, de hombros anchos, fornido. Pablo y Julio caminan detrás del mostrador, van al depósito, chequean la tostadora. El fuego eleva la temperatura del local. El señor toma su desayuno en el Café La Bastilla. La cafeína está en el aire desde 1959: a tres metros de la puerta de su local en 15 y 40 ya se siente el aroma.

Café La Bastilla es un negocio que se dedica a la compra, el tueste y molienda de café importado de los principales países productores del mundo: Brasil y Colombia, líderes en la lista, y algunos países africanos. El sistema es simple. Desde hace muchos años La Bastilla compra los sacos de grano de café crudos y los tuesta personalizadamente para la venta en el local. La molienda es a la vista y dependiendo de dónde se vaya a hacer, ya sea filtro, máquina expreso, italiana, a la turca o émbolo. También venden cafeteras, filtros, repuestos y té en hebras.

“Nosotros hacemos hincapié en un servicio correcto y profesional. Y nuestros clientes lo reconocen”

Marcelo Aguilar
Café Ritz

 

El local ocupa la esquina: rectangular, largo y angosto, con un mostrador de más de cinco metros que contiene a los artífices de la alquimia cafetera: tres molinillos a motor con distintos grosores de molienda, y la estrella del local, la tostadora de casi 70 años. Adaptada con mecheros a gas a unos varios centímetros del suelo, la máquina se carga con 60 kilos de granos crudos de café, color verde musgo, que giran entre 40 minutos y una hora a más de 200 grados centígrados. El artefacto mide unos dos metros y sus tubos plateados llegan hasta el techo. A la izquierda de la tostadora, una especie de bañera chata de aluminio perforado sirve de parrilla de enfriamiento de los granos que salen a temperaturas altísimas. Dos mesas cuadradas, pegadas, con un puñado de sillas dejan apenas libre un corredor angosto donde no entrarían más de cinco clientes. En la mañana, a eso de las 8, el local lucía atestado por una media decena de personas que pasaron a llevarse la estrella del lugar: el Super Crema; 50% Colombia, 50% Brasil.

“Hoy somos los únicos tostadores de la ciudad”, dice Julio (62), conversa como vende: amable y conciso. “Antes estaba ‘El Buen Vasco’ pero cerró hace un tiempo ya”. Vendedor de café desde los 16 años, jura que mantiene el gusto por la bebida, que sigue sintiendo el sabor a pesar de convivir con él desde 1971. “A lo que sí me acostumbré es al olor. Hoy casi ni lo siento. Por ahí después después de varios días, un poco”, concede González.

La labor cotidiana de Julio lo llevó a tener de ladero a su hijo Pablo. La primavera en que el chico terminó el secundario, su padre se enfermó y para ayudar se sumó a trabajar en La Bastilla. Pero el oficio lo atrapó y hoy con 32 años está feliz con la elección. “Podría hacer cualquier otra cosa, pero sé que soy el único que hace esto. Está bueno”, dice orgulloso el joven, delgado y tan castaño como el café que vende todos los días.

El negocio fue fundado el miércoles 7 de octubre de 1959 por Cosme Latuf, un gran bohemio de origen libanés. Sus amigos lo apodaban “El turco”. Hoy continúa la tradición su yerno Carlos Serracant, que deposita la administración del negocio en los González.

UNA SIBERIA PLATENSE

Tal como la tierra helada, silenciosa y solitaria del noreste ruso, Big Siberia aparece como un refugio de tranquilidad entre el caos de la ciudad. Ubicada en un lugar ideal – 2 entre 47 y 48 – la cafetería se abre como una propuesta renovada entre las demás: café de especialidad en combo con una librería y tienda de diseño. Un maridaje ideal.

El negocio surge de la fusión de Siberia, una librería y galería de arte con seis años de funcionamiento y Big Sur, un café con la propuesta de recrear el clima de la cabaña dónde transcurre la mítica novela del entrañable escritor e ícono de la generación beat Jack Kerouac. La fusión tomó cuerpo en marzo de este año y el resultado fue un concepto totalmente distinto al de todos los demás cafés. “La ciudad es muy caótica, avasallante. Lo que pretendemos es que sea una especie de refugio en el centro de la ciudad. Queremos que sientan que están entrando a otro lugar. Un lugar donde hay calidez, olorcito a café, libros”, relata Magdalena Cheresola, fundadora de la librería y hoy socia de Lucrecia Mon, artífice de Big Sur.

El local es tal como lo describe su dueña: un refugio entre el caos cotidiano. Una casa antigua se tiñó de blanco, hierro y madera, y se convirtió en el espacio ideal de encuentro para aquellos que necesitan un momento, un buen café y relajarse un poco. Música suave, atención sin mozos y libros por doquier son los componentes que logran esta quimera. “Tratamos de mantener estas mesas, con esta distancia entre sí, que no esté uno metido en la conversación del otro. Queremos que cada uno tenga su privacidad”, cuenta Lucrecia.

Hace ocho meses que Lucrecia y Magdalena están juntas y les va mejor que nunca. Los dos negocios tenían ideas parecidas y se articularon a la perfección. En Big Siberia todo es casero.

En esa artesanía que enarbolan, aparece el ‘café de especialidad’. Esto significa que hay un tratamiento en el grano de café para mantener un nivel de calidad que cumple con normas Fair Trade (Comercio Justo).

Big Siberia trabaja con estas normas y para aprovechar al máximo este café de excelencia invirtieron en La Marzocco – creadores del expreso – , una máquina italiana de café de las mejores en el mundo. La máquina es de excelencia en tecnología, completamente de acero quirúrgico, con filtros para el agua y hace una extracción perfecta del café. “Este grano que se cuida artesanalmente es ayudado por una máquina que lo cuida de la misma manera. Porque si a nosotros nos llega un grano recolectado manualmente en Chiapas y nosotros lo trabajamos con una mala máquina estamos arruinando el trabajo de mucha gente”, relata Lucrecia, comprometida. Big Siberia es la única cafetería en La Plata con este sistema y una de las cinco que hay en todo el país.

La propuesta de las dueñas es no convencional: les interesa mantener la idea de comercio justo. De continuar una cadena justa de trabajo: bien pago, bien servido, bien atendido. “Nos arriesgamos a eso, a pertenecer a algo que no es tan comercial. El producto que ofrecemos es de excelente calidad”, cuenta Magdalena, y agrega: “Nosotros pensamos en el consumidor como pensamos en nosotras mismas”.

El local es un lugar estético, práctico y armónico. Los bancos en la vereda y el cartel de madera grabado con el nombre en la puerta anticipan el concepto. Un pasillo de varios metros con puertas dobles y altas en los extremos, da al ingreso que a modo de bienvenida surrealista recibe con varias estanterías con libros de la curaduría de Cheresola.

El sol entra por la ventana, ilumina las estanterías y resalta los colores de las tapas: Vincent, una biografía del pintor holandés Van Gogh, desentona sobre las demás. Su tapa azul índigo genera una hipnosis en trance con el aroma a hogar que hay en el lugar. A la derecha y contra la pared está la barra-mostrador con La Marzocco y su rojo vintage, tapada por docena de tazas. En lo alto, dibujado en tiza contra la pared el menú tiene un detalle entrañable: cada comida lleva el nombre de algún escritor. Kerouac, Chejov, Saer, Hemingway son algunos de las opciones que alternan entre ensaladas y hamburguesas gourmet.

“La ciudad es muy caótica y avasallante. Lo que pretendemos es que esto sea una especie de refugio”

Magdalena Cheresola
Big Siberia

 

Las dueñas se conocieron en la vida, mucho antes de imaginar ser dueñas de algo juntas, cursando en la Escuela de Teatro. Mon, de paso por varias labores y tareas como estudiante de Letras de la UNLP, y Cheresola, como escritora y museóloga. La necesidad las unió en el momento justo: ambas no podían seguir bancando sus negocios en soledad por una cuestión económica.

“Trabajaba doce horas al día. Estaba super estresada. Y el café fue un negocio que originalmente pensé con mi hermana que más tarde tomó otro camino. Necesitaba una socia”, cuenta Mon que hoy celebra el gran momento de Big Siberia. “Este lugar es mi segundo hogar, y es donde quiero estar. Esa sensación quería replicarla en la gente”. Mon y Cheresola lograron consolidar un local dirigido por mujeres donde combinan amistad y sociedad comercial.

MUCHO MÁS QUE MEDIALUNAS

A todos no han dicho alguna vez: “Vos todavía no probaste las mejores medialunas”. Algunos hinchan el pecho al nombrar una marca de la ciudad. Eso es la Gran Confitería París, parte de la identidad platense: un lugar imborrable de la ciudad, un legado familiar a la altura de la historia y un afán por devolver el brillo de sus años dorados.

En 1969, la familia Pérez Muñoz compró la tradicional Confitería en 7 y 49 e inició una larga tradición. Roberto Pérez, gran panadero y fundador se hizo cargo del café y sumó al local una importante fábrica de facturas y confituras. Pero cinco años después, tras un conflicto con el gremio de los mozos, se decidió a cerrar el bar y remodelar el salón para dedicarse exclusivamente a la pastelería.

Así hasta 1995, cuando nuevamente La Confitería París reabre sus puertas con una planta alta remodelada y vuelve a ofrecerle a la gente la experiencia de sentarse, pedir un café y disfrutar del momento.

Los años, tal como les pasan a las personas, también dejan su huella en los lugares. El frente de la confitería sufrió el desgaste de vivir en la calle con más movimiento de la ciudad. Y esa era una de las cuentas pendientes que tenían los dueños: devolverle el esplendor que supo tener el siglo pasado. “Estamos muy contentos porque pudimos restaurar la fachada del local y aspiramos a que para fines del año que viene terminemos la remodelación del salón de fiestas”, concluyen los Perez Muñoz.

EL CAOS ESTÁ AFUERA

César Ritz fue el primer hotelero y gastronómico de nivel que hubo en Europa. Gran parte de la aristocracia europea cada vez que salía de sus mansiones sólo se alojaba en sus hoteles. Este magnate suizo fue un visionario y dice la historia que, por ejemplo, no dudó en inundar con un metro y medio de agua la recepción de uno de sus hoteles para hacer nada más que una fiesta veneciana. “Fue un adelantado. El nombre es un simple homenaje”, cuenta Marcelo Aguilar, encargado y socio de la Confitería y Café Ritz.

La empresa surge en 1968, con la apertura del local histórico frente a la terminal de ómnibus, en 42 entre 3 y 4. La idea era brindar un servicio a los viajeros que llegaban de la provincia. Ritz sumó dos sucursales más, la esquina típica de 7 y 48, y otra en la entrada del museo de la Catedral de La Plata.

“Hoy en general el servicio está muy desmerecido, con gente que no es profesional, con chicos improvisados. Nosotros hacemos hincapié en un servicio correcto y profesional. Y nuestros clientes lo reconocen”, afirma Aguilar. Y claro que lo reconocen. En horario de desayuno, a partir de 7:30 de la mañana, casi una decena de mesas están ocupadas. “Hay gente que es habitué. Viene todos los días”, cuenta un mozo del local.

El café tiene una vista privilegiada y te mantiene alejado del trajín de la calle. “Estas cerca de todo, con vista a todo, pero con cierta privacidad”, sintetiza el encargado. Ritz, al estar en un primer piso, tiene una aislación a la vorágine cotidiana que es notable. Con música suave, paredes blancas y su frente vidriado se convierte en el éxodo favorito de muchos.

 

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Con los años la Gran Confitería París se convirtió en una de las esquinas más inolvidables de la ciudad / Alex Meckert

En un primer piso de 7 y 48 aparece la Confitería y Café Ritz, un éxodo ideal al caos de la Ciudad / Alex Meckert

Lucrecia Mon y Magdalena Cheresola fusionaron sus negocios y le dieron vida a Big Siberia, una cafetería que combina libros y objetos de diseño / Alex Meckert

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