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¿La Plata podrá ser una fiesta?

La revolución artística y cultural de Buenos Aires en la década del 60. Decisiva influencia del Instituto Di Tella y de su director Jorge Romero Brest. Recuerdos de Marta Minujín, Federico Peralta Ramos y otros protagonistas de aquellos años creativos

¿La Plata podrá ser una fiesta?

Marta Minujín

10 de Diciembre de 2017 | 10:04
Edición impresa

Por MARCELO ORTALE
marhilla2003@yahoo.com.ar

“La Plata necesita una revolución de ideas”, dijo estos días en una charla informal el historiador y filósofo Ricardo Soler. Esa frase resume una postura optimista, ya que reconoce que existen tácitas posibilidades. Lo que sugiere es que nuestra ciudad estaría en condiciones objetivas, como lo estuvo Buenos Aires en los 60, de expandirse en un big bang de creatividad, cuando una incomparable generación de intelectuales y artistas arrojó todas los prejuicios al río, se unió sin recelos de ninguna naturaleza y demostró cómo se podía poner al universo patas arriba.

Sólo haría falta encontrar a un pontífice para ese nacimiento. La década porteña del 60 lo tuvo: fue Jorge Romero Brest, promotor de todas las vanguardias, que le dio andadura al Instituto Di Tella, el centro de investigaciones y experimentaciones culturales más maravilloso que tuvo jamás nuestro país. Donado por la familia Di Tella, ubicado en la confluencia de Florida y la plaza San Martín, a pocas cuadras de la estación Retiro y del nacimiento de la avenida Santa Fe, el instituto fue el semillero de formas y conceptos, de colores y metáforas, más pródigo de la historia argentina.

Algunos nombres, para darle carnadura: Antonio Berni, Libero Baadi, Luis Benedit, Delia Cancela, Jorge de la Vega, Ernesto Deira, Rómulo Macció, Luis Noé, Gyula Kosice, Julio Le Parc, Pérez Celis, el entonces casi adolescente Edgardo Giménez, Rogelio Polesello, el genial Clorindo Testa, Antonio Segui, los irrepetibles Marta Minujín y Federico Peralta Ramos, Antonio Trotta, Iris Scacheri, entre tantos otros que regalaron luz a los cuatro puntos cardinales del planeta. Fueron todos ellos rigurosos a la hora de fabricar arte, pero además fueron libres, generosos. Y junto a ellos surgió una galaxia no menos atractiva de filósofos, músicos, dramaturgos, poetas y novelistas.

“Así como París era una fiesta en los veinte, Buenos Aires lo fue en los sesenta”

Era como un torneo cotidiano averiguar quién de ellos se despacharía con la creación más atrevida, más perfecta. El visitante cruzaba las puertas del Di Tella absolutamente convencido que lo esperaba una galera inagotable de milagros artísticos, un surtidor de sorpresas. El problema, entonces, no era entrar al Di Tella, sino poder salir de aquel laberinto fascinante.

Federico Peralta Ramos –el filósofo heterodoxo y popular que escenificó mejor que nadie aquella movida- advirtió que se había entablado como una competencia y entonces propuso hacer una famosa “cinchada” en las puertas del Di Tella: de un lado de la soga estarían tirando todos los pintores y músicos de vanguardia; del otro lado únicamente el calvo y meditabundo Romero Brest. “El nos gana a todos...” afirmaba Peralta Ramos. En el interior del Di Tella, la Minujín llenaba un salón con colchones extravagantes, con modelos vivientes que tomaban mate y le guiñaban el ojo a los espectadores.

PERALTA RAMOS Y TANTOS OTROS

Peralta Ramos, el pensador de la Biela...Integrante de una familia aristocrática, hijo del arquitecto más famoso en los 60, se dedicó al arte y no pasó desapercibido. Su obra más exitosa fue la que le propuso a Nueva York hacer flotar en el puerto un huevo de gallina de unos 500 metros de extensión. A los americanos les encantó el proyecto y con la maqueta de esa obra le concedieron la Beca Guggenheim. Le mandaron un premio voluminoso en dólares y lo citaron para que viajara y expusiera sus otras obras, pero Peralta Ramos tenía otras ideas: con el dinero del premio construyó un huevo gigante de telgopor, lo hizo flotar en el Río de la Plata y pagó además una pantagruélica cena en el Alvear, a la que invitó a sus amigos, a su novia de color y a varios mendigos de Buenos Aires.

En Nueva York protestaron por lo que parecía ser una malversación y Peralta Ramos les contestó: “Leonardo Da Vinci hizo la última cena y yo me la comí...”. Su carta se encuentra hoy expuesta en la sede de Guggenheim y desde entonces la fundación nunca le pidió a los premiados ninguna explicación sobre lo que hacen con el dinero de la beca.

Autor de canciones extravagantes –”Tengo un algo adentro que se llama el coso” o “Soy un pedazo de atmósfera”- escribió poemas emotivos, subordinados a la estética surrealista de su admirado Macedonio Fernández. Así, escribió el poema “Lejos”: “Una vez me quise ir muy lejos/ Y llegué y tan lejos/ que después no sabía cómo hacer para volver./ Claro que no me acordaba de cómo había venido/ Y llegar tan lejos es bárbaro/ porque en lejos/ todo es mucho mas liviano,/ la gente funciona, / los pájaros.../ bueno, los pájaros son igual/ que en cualquier lado.// Y cuando cae la tarde,/ lejos se mezcla de lejos...”

Mientras Berni excavaba el arte en las villas miserias y volvía de allá con los ojos bellos como diamantes de Juanito Laguna, también en esos mismos días se hizo universal Nicolás García Uriburu, cuando decidió intervenir nada menos que a Venecia. Sin pedirle permiso a nadie, el 19 de junio de 1968, en el marco de la Bienal, tiñó de verde las aguas del Gran Canal. Alguien dijo de inmediato que la poesía había retomado sus derechos sobre esa ciudad. La repercusión fue inmensa. El famoso crítico de arte francés Pierre Restany afirmó que García Uriburu había logrado con ello dar “un golpe maestro, una espléndida demostración de la higiene moral del arte”.

La Plata tuvo también por la década del 60 un movimiento artístico impulsado por Antonio Edgardo Vigo, que participó en forma activa del despliegue creativo del Instituto Di Tella, cuyos integrantes trajeron a nuestra ciudad los fundamentos y la expresividad del arte callejero. Y de ese movimiento sesentista surgiría, dos décadas después, el grupo Escombros, integrado entonces por Luis Pazos, Héctor Puppo, José Altuna, Horacio D’Alessandro, Héctor Ochoa y Juan Carlos Romero.

Asimismo, aquí en nuestra ciudad se proyectaron hacia Bueno Aires y luego a otros países pintores que pertenecieron al Di Tella, que fueron discípulos de Romero Brest, como César Paternosto, Lido Iacopetti, Raúl Mazzoni y Alejandro Puente.

LO QUE HACE FALTA

Después de haber descollado en un pequeño rol que cumplía con Tato Bores en su programa de los domingos –cuando ya habían pisado el pasto argentino los caballos atilenses de Onganía- Peralta Ramos cayó en una suerte de piadoso escepticismo sobre las alternativas culturales del país. Allí fue cuando estampó esta frase: “El país, a medida que fue perdiendo tela. fue de Guido Di Tella a Minguito Tinguitella”

Se habían extinguido las chispas. Peralta Ramos ambulaba por Buenos Aires y esa debe haber sido su última ocupación, la de caminar. Un día se encontró en San Telmo con un matrimonio platense con el que se conocían. “Federico, que hacés acá...”. Con su vozarrón respondió: “Me gusta venir al sur de la Argentina...” dijo. Le hicieron ver que estaba en Buenos Aires, que el sur del país quedaba algo más lejos y Peralta Ramos volvió a declamar: “Para mí, el sur empieza en la calle Rivadavia”.

Peralta Ramos y la Minujin personificaron como nadie la alegría artística que se apoderó del país en los 60. Dadaístas, descendientes de Tristan Zara y de Marcel Duchamp, pero argentinos que pisaban el acelerador a fondo. En esos días la Minujín se fue a Colombia, a Medellín, construyó allí un Gardel gigante de quince metros de alto y le prendió fuego, para que los colombianos expiaran la muerte del ídolo en aquel aeropuerto trágico. Ideas, ideas todo el tiempo, ideas plasmadas en obras.

Protagonista de aquellos años inolvidables, en su libro “Un gran paso atrás”, el músico Jorge Schussheim dice: “Así como Paris era una fiesta en los veinte, Buenos Aires lo fue en los sesenta”.

“El país, a medida que fue perdiendo tela, fue de Guido Di Tella a Minguito Tinguitella”

En La Plata sobran pintores y escultores excelentes, muralistas de vanguardia, gente de teatro, novelistas y poetas exitosos. En cada bar platense recala un creador, un encargado de revelarnos la nada y el todo. Existe, además, el soporte que ofrece una base académica de primera, con plataformas digitales aptas para volar hacia todas las polvaredas cósmicas, como pedía Peralta Ramos.

Para esa “revolución de las ideas”, de la que habla Soler, acaso hace falta que alguien tome una batuta invisible y convoque a los intérpretes. Alguien que barra la hojarasca y muestre la majestad de las obras. Tan sólo eso.

Debe ser tan difícil, sin embargo, que aparezca alguien así. María Gaínza dijo hace poco de Romero Brest: “murió en 1989 y desde entonces no habemos Papa”.

 

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