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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

Si todo el año fuera Navidad

17 de Diciembre de 2017 | 07:45
Edición impresa

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

El tiempo no existe de por sí. Está ausente en la Naturaleza, ésta se maneja por ciclos. Los humanos hemos inventado el tiempo y luego lo envasamos en calendarios, relojes, años, meses, días, horas, minutos, segundos. Nunca como en cada mes de diciembre quedamos angustiosamente atrapados por esa creación que nos es propia. Cada día del mes marca la cuenta regresiva hacia eso que llamamos “las fiestas”. Lo cual significa compromisos, compra de regalos, preparación de festejos, cierre de balances físicos y psíquicos, personales y organizacionales. Diciembre es revisión de lo hecho y de lo que quedó sin hacer. Es formulación de promesas íntimas para el año próximo. Es angustia por la auto impuesta obligación de cumplir con todos y con cada uno. Diciembre es, digámoslo de una vez, estrés y más estrés. Estrés al cuadrado.

¿Podría no ser así? ¿Hay modos de escapar a esa vorágine, a esa presión insensata? Ante todo, se trata de parar la mano, bajar un cambio y recuperar uno de los atributos que nos hacen humanos (cuando hacemos uso de él). El pensamiento. Pensar siempre es útil y ayuda a vivir mejor. Por lo tanto, pensemos. Lo primero que advertiremos al hacerlo es que todo el estrés de diciembre no es fruto de una catástrofe natural. Estas son inevitables, y si nos encuentran en un mal lugar nos causarán daño. Pero el torbellino de las fiestas es un producto humano, un hecho cultural. Por lo tanto, modificable por nuestra propia decisión y acción.

De inmediato nos daremos cuenta de que el 31 de diciembre marca el final del año, pero no el fin del mundo. Significa que seguirá habiendo vida al día siguiente. Que todas las personas que conocemos y amamos (e incluso las que no) seguirán existiendo. Que las volveremos a ver. Y quizás descubramos el costado absurdo de esa frase que solemos repetir en estos días de manera automática: “Tenemos que vernos antes de fin de año”. ¿Por qué “tenemos”? ¿Qué ocurrirá si no? ¿Dejaremos de vernos, de existir? ¿Es ahora o nunca? ¿Seremos distintos el 1º de enero? ¿Ya no nos reconoceremos? Es muy recomendable hacerse preguntas, porque las preguntas suelen aclarar mucho más que las respuestas. A menudo ni siquiera necesitan de estas. Y ayudan a pensar. Abren horizontes mentales.

LA RAZÓN OLVIDADA

Recordaremos una segunda cuestión en cuanto nos dediquemos a pensar: la Navidad es una celebración espiritual y no un evento comercial. Una invitación a la austeridad y no al consumismo desenfrenado. Un espacio de contemplación y exploración espiritual, no una incitación al bullicio ensordecedor, al derroche pirotécnico, a la obscena competencia en la que uno trata de demostrarle al otro que su regalo es más caro, que sus fuegos artificiales son más espectaculares, que su mesa es más ostentosa. Como suele ocurrir con fechas como el 1º de Mayo, recordatorio de una dolorosa masacre que terminó con la vida de trabajadores que reclamaban condiciones humanas de trabajo, y con tantas fechas que rememoran eventos profundamente significativos para la historia del país o de la humanidad, también la Navidad suele terminar en simple disparador para el jolgorio, con total olvido (o ignorancia) de su razón de ser.

“... de los arbolitos cuelguen regalos invisibles, como son el cariño, el tiempo ofrecido, la atención, la comprensión, el respeto...”

En su libro “El reencantamiento de la vida cotidiana”, el psicoterapeuta y escritor Thomas Moore (que en su juventud fue seminarista) recuerda un antiguo relato gnóstico según el cual en un principio todos vivíamos en un lugar muy lejano y luego fuimos exiliados a la vida humana con el deber de recuperar la perla del alma. El mismo Moore advierte en su clásico libro “El cuidado del alma” que la principal causa de los grandes problemas que nos aquejan es la pérdida del alma. Y define al alma no como una cosa, sino como una “cualidad o una dimensión de la experiencia de la vida y de nosotros mismos. Tiene que ver con la profundidad, los valores, la capacidad de relacionarse, el corazón y la sustancia personal”. Es decir, una espiritualidad sin templos, enraizada en lo cotidiano y con frecuencia ausente hoy en ámbitos de la vida como la política, la ciencia, los negocios, la economía, las interacciones sociales, la convivencia urbana y las relaciones humanas en general.

El alma, según el propio, Moore exige ser partícipe de la vida cotidiana, se niega a ser recluida en un espacio de pureza y santidad, quiere fluir con la vida, con los dolores, con las dudas, con los problemas. Se resiste a la disociación, porque cuando esto ocurre aparecen aquellas personas que se dicen muy espirituales, muy creyentes en su respectiva fe, muy moralistas en el momento de juzgar a otros y muy inmorales en el momento de actuar. No disociarse del alma, explica Moore, es el primer paso del reencantamiento del mundo, un proceso que debe comenzar en donde vivimos y actuamos cada día, en nuestro trabajo, en nuestra pareja, en nuestras familias, en nuestro vecindario, en nuestras relaciones, en nuestro hogar.

Un mundo que perdió su conexión con el alma es desencantado. Y un mundo que recupera esa conexión es reencantado. Ese reencantamiento no se produce a las apuradas cuando se avecinan las fiestas, aceleramos a fondo, ponemos el piloto automático, nos hacemos más consumistas que nunca y nos decimos frases de compromiso respecto de deseos y felicidad. Una de las maneras de reencantar el mundo y la vida bien podría pasar por lo que hacemos a lo largo del año. Por el tiempo y la atención que nos dedicamos y regalamos unos a otros. Por la escucha abierta y generosa que nos obsequiamos, por el modo a través del cual expresamos nuestra presencia, nuestro afecto, nuestro amor a través de acciones y no de meras declaraciones o mensajes de texto, o mensajes de WhatsApp o emoticones que no dicen nada porque están hechos y disparados en serie.

MEJORES ENCUENTROS

Si hemos estado mutuamente presentes los unos en la vida de los otros a lo largo del año no necesitaremos correr desesperadamente en las últimas dos o tres semanas para tratar de recuperar lo perdido o pretender cosechar lo que no fue sembrado. “Cumplir” dejará de ser una obligación, un mandato asfixiante, porque habremos cumplido a lo largo de cada día, y sentiremos que también cumplieron con nosotros, de manera que no tendremos que apelar a esa especie de prótesis afectiva en que muchas veces se convierten los regalos. Es posible que los encuentros de Nochebuena y de Fin de Año sean entonces más serenos, más tranquilos, y que de los arbolitos cuelguen regalos invisibles, como son el cariño, el tiempo ofrecido, la atención, la comprensión, el respeto, la confianza, la aceptación. Los llevaríamos puestos, porque nos los habríamos ofrendado durante todos los meses previos. Diciembre no parecerá el fin del mundo y de los tiempos, sino la continuidad. Y con aquellos que tenemos lazos verdaderos y cultivados podremos decirnos simple y sinceramente: “Nos encontramos en enero, que estés muy bien hasta entonces”. Y será un encuentro elegido y verdadero, no formulado para “cumplir”.

Si nos decidiéramos a reencantar cotidianamente el mundo, podríamos llegar a sentir que todo el año es Navidad, no por los festejos y los regalos, sino por el sentido profundo de lo que ella significa.

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