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La única huella que queda: una estela de silencio en el mar

Los naufragios en el Atlántico y en el Río de la Plata vistos por la literatura marina. Los once submarinos hundidos y desaparecidos en las últimas cuatro décadas. Testimonios de platenses.

La única huella que queda: una estela de silencio en el mar

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17 de Diciembre de 2017 | 07:51
Edición impresa

Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar

Un barco se hunde en la profundidad del mar o en la penumbra de un río argentino y uruguayo, de agua dulce y sin orillas. Nuestro país lo supo muy bien en estos angustiosos días. Después del drama, la única huella que suele quedar es una estela de silencio.

Hay libros y crónicas que narran esas historias sin olvido. Desde el fondo de los tiempos existe una literatura dolorosa y asombrada. Cuando naufragaban sus naves, los griegos y romanos que lograban salvarse dibujaban la escena del naufragio. Y se colgaban esa pintura del cuello, para que la gente supiera que habían perdido todos sus bienes, para convocar la piedad y recibir alguna ayuda.

Los leprosos de la Antigüedad se colgaban cencerros para avisarle a los sanos que estaban pasando por allí; los náufragos, en cambio, llevaban una pintura de su tragedia. Algunos náufragos, los que no habían logrado pintar el hundimiento de sus naves, portaban un palo con banderas izadas para hacerse ver.

Los posteriores visigodos no trataron mejor a las víctimas de naufragios. Como la mayor parte de las naves pertenecían a otros imperios, cuando las aguas arrojaban náufragos a sus costas, los tomaban prisioneros y los mataban en el acto. No había piedad para esos desgraciados, que, acaso, podrían convertirse en alguna avanzada de invasores.

Vendrían después las grandes gestas marítimas, en especial la literatura de los viajes de la conquista de América y del menudeo de temibles barcos piratas en los mares, siempre sometidos a la furia de los vientos y de los cañones. Buena parte de la humanidad se había volcado masivamente a los barcos, porque en el mar estaban el comercio, la exploración, la conquista, la riqueza. Los naufragios y la desaparición de barcos poblaron los libros de la literatura española, inglesa, portuguesa, francesa.

LOS LIBROS DEL MAR

“Muchas veces olvidamos que la vida nació en el mar. Pero, con decenas de siglos de arraigo en tierra firme, el mar se convirtió en el ámbito de lo desarraigado, de la otredad y aventura incontrolable. La literatura marina es tan antigua como la escritura“, dice el investigador Hannes Von Horrach.

El estudioso eligió diez libros como exponentes de esa literatura marina en todas las épocas. El primero de ellos “La Odisea”, de Homero. Allí dice que “el poema épico de Homero, que relata las peripecias de Ulises durante 10 años a su regreso de Troya, supone una cartografía originaria de todo el Mediterráneo, interpretando la deriva como método de conocimiento, asumiendo así la interrogación que supone la navegación”.

Menciona después el fascinante “Diario de a bordo”, de Cristóbal Colón, que abarca desde 1492 hasta 1504 y que refleja el itinerario de un explorador que atravesó el océano sobre aventureras cáscaras de nuez.

Desde 1968 se hundieron once submarinos y sólo uno pudo ser rescatado

Sigue con la Narración de Arthur Gordon Pym” de Edgar Allan Poe (1838) y el espectacular “Moby Dick” de Herman Melville (1851), novela considerada como obra maestra de la literatura marina: “Sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin”, afirma el satánico capitán Ahab, capitán del ballenero Pequod.

¿Cómo no incluir en la reseña a “20.000 leguas de viaje submarino” , de Julio Verne (1870)? : allí navega si no el primero, el más imaginativo de los submarinos, el mítico Nautilus. Los ventanales del navío dejan pasar paisajes que embelesan y que, a la vez, causan pavura. También incluye a la colorida novela “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson (1883), con la presencia de piratas en una isla desierta del Caribe.

Entre otros, Von Horrach menciona a “Lord Jim”, de Joseph Conrad (1900), y a “El lobo de mar”, de Jack London (1904), pero ya más acá en el tiempo la nómina incluye a “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway (1952, la historia de un viejo pescador que libra un combate épico y anónimo contra un fulgurante pez espada, al que logra vencer. Sin embargo, atacada su presa por tiburones, cuando llega a su pueblo sólo queda como reflejo de su triunfo el esqueleto de un pez maltratado.

LOS ONCE SUBMARINOS

Hijo, sobrino y nieto de periodistas platenses, Mario Fernández Rivero es un especialista en literatura marina de nuestro país. En numerosos artículos publicados en revistas incluye meticulosos listados de los naufragios ocurridos en el Río de la Plata y en nuestro océano Atlántico.

Aunque no conoce detalles sobre el caso del submarino ARA-San Juan, no quiere dejar el tema de lado: “Es doloroso decirlo, pero debe también considerarse que estamos ante un accidente propio del mar. La actividad submarina es muy riesgosa. La conocí de cerca cuando era joven y fui buzo y estuve en salvamento”.

Desde 1968 –reseña- se hundieron once submarinos y “ninguno pudo ser hallado, salvo uno que fue rescatado”. Alude en primer término al “Minerve”, francés, clase Dafné que el 27 de enero de ese año desapareció a 40 kilómetros de Tolón en el mar Mediterráneo. “Se hizo una búsqueda exhaustiva con treinta naves y otros tantos aviones y helicópteros…Nunca más apareció desde entonces”. Fallecieron sus 58 tripulantes.

Casi el mismo dia en que desapareció el Minerve, también en el Mediterráneo ocurrió otra tragedia, en esta oportunidad con un sumergible israelí, llamado “Dakar”. Había partido el 15 de enero de 1968 partió de Gibraltar con rumbo a Haifa, donde se esperaba que llegara , el 2 de febrero. Pero nunca llegó. Durante tres décadas nada se supo sobre el destino del Dákar, hasta que fortuitamente en 1999 fueron hallados los restos de la nave, pero no el de sus 69 tripulantes, según indica Fernández Rivero.

La revista de Ingeniería Naval reseñó que en el fondo del mar, en las últimas tres décadas, hay al menos seis submarinos nucleares, accidentados durante los años de la Guerra Fría (décadas del 60y 70, en especial). Ninguno hallado, pese a los intensos rastrillajes. En 1963 se había hundido el submarino estadounidense Thresher, desaparecido tras una inmersión en cercanías de Porstmouth. Murieron sus 129 tripulantes y se habló de una posible falla en el sistema de ductos.

El caso más dramático en las costas rioplatenses es el hundimiento del América

Submarinos rusos nucleares, submarinos estadounidenses hundidos para siempre en el Atlántico, en el Mediterráneo, cerca de las islas Azores o en el golfo de Vizcaya. Allá se hundieron, allá deben estar, pero nadie los pudo siquiera ubicar. “El mar es el único que tiene la respuesta”, dice Fernández Rivero. “Siempre surgen interrogantes y especulaciones. Sólo uno de todos los submarino fue hallado, el Dakar, cuarenta años después. Los otros están dormidos en las profundidades abisales”.

OTROS NAUFRAGIOS

Investigador de la vida del mar y de la navegación, Fernández Rivero exhibe una larga lista de barcos hundidos, mercantes y militares de bandera argentina. Entre ellos está el caso resonante del rastreador Fournier, con mucha tripulación platense, que el 22 de septiembre de 1949 fue dado por perdido en la zona de Punta Arenas. Se supuso que el barco chocó contra una piedra no marcada en los mapas y pocos días después fueron hallados los cadáveres del comandante y segundo comandante del buque, así también los cuerpos del personal que se hallaba en la torre de mando. Como se sabe, el también platense Rubén de Luca, ya desaparecido, escribió un valioso y documentado libro sobre este naufragio que fue la mayor catástrofe naval de nuestro país en tiempos de paz. Se perdieron 76 vidas.

Acaso el más dramático naufragio en aguas nuestras, en este caso en el Río de la Plata, ocurrió el día anterior a la Navidad de 1871. La historia se encuentra reflejada en una crónica de culto “La noche trágica del América”, de Ismael Bucich Escobar. En ese año competían los vapores de dos compañías que hacían la carrera Montevideo-Buenos Aires y el capitán del América –un vapor de lujo con propulsión a paletas laterales- exigió por demás a las calderas y estas explotaron. El fuego invadió todo el barco y se registraron 141 víctimas.

En la Costanera porteña hay un monumento dedicado a Luis Viale. Había sido pasajero del América. Cuando la gente se arrojaba al agua desde la cubierta de un barco ganado por el caos y el terror, Viale se acercó con su salvavidas a una joven mujer y se lo ofreció mientras el fuego devoraba al vapor. Esa mujer salvada, que estaba embarazada, dio luz poco después a una niña. “Así que el señor Viale salvó no a una, sino a dos mujeres”, diría esa madre poco después.

“Algo está llegando a nuestra costa, Matilde”, le dijo Pablo Neruda a su mujer, cuando desde el escritorio de su casa de Isla Negra divisó un objeto oscuro sobre las olas. Dicen que Matilde se ocupó de que lo rescataran y resultó ser una gruesa tabla de madera, seguramente resto de algún naufragio. El poeta la tomó en sus manos y dijo: “el mar le trajo una mesa al escritor”. Esa tabla fue la tapa de su escritorio para siempre y allí escribió sus bellas poesías marinas. Literatura y mar volvieron a unirse.

 

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