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Imágenes de la Navidad

Imágenes de la Navidad
24 de Diciembre de 2017 | 08:21
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Por HÉCTOR AGUER
Arzobispo de La Plata

El 25 de diciembre, en cuanto fecha festiva, tiene un origen precristiano. Podríamos decir que los antiguos romanos tenían también su navidad, en el ámbito cortesano y cultual. Era el día aniversario de la glorificación del emperador: de su elevación a la púrpura y consiguiente coronación, el día de su apoteosis. En el orden religioso, paralelo al anterior, el 25 de diciembre se conmemoraba al “dies natalis Solis invicti”: el sol inniciaba, en el solsticio de invierno, su victoria sobre las tinieblas, después de la noche más larga del año.

Por su parte, las primeras comunidades cristianas designaron “dies natalis” al de la muerte de los bautizados, que nacían a la vida eterna, inegresaban a ella al término de su existencia temporal. Posteriormente, en la primera mitad del siglo IV, en virtud de una extensión por razones simbólicas, entró en el calendario litúrgico el 25 de diciembre con la consiguiente indicación: “en este día nació Cristo en Belén de Judea”. Él es el “sol de justicia” que había anunciado el profeta Malaquías (cf. Mal. 4, 2), y la “luz del mundo”; Jesús mismo se define así según el evangelista Juan (8, 12, cf. 1, 4ss.). Por otra parte, si la concepción virginal del Señor en el seno de María se ubicaba el 25 de marzo, equinoccio de primavera, era lógico que nueve meses después se festejara su nacimiento.

Antes del siglo IV la Navidad coincidía con la Ëpifanía, manifestación luminosa de la divinidad del Niño; en oriente se sigue identificando los dos acontecimientos en una sola celebración. Nosotros recordamos la Epifanía el 6 de enero con la visita de los Magos, según el relato de San Mateo (2, 1ss); la espera de aquellos astrólogos expertos en la interpretación de los sueños hizo la delicia de nuestra infancia. El texto bíblico no dice que fueran reyes, ni tres; estos datos proceden de ampliaciones posteriores, legendarias. Actualmente, los Reyes Magos han quedado miserablemente desplazados por ese gordo barbudo vestido de rojo. Culpa de Coca-Cola y del mundo de la publicidad. Ya me he quejado de ese personaje, varias veces, desde estas mismas columnas.

Existe un rico arsenal de costumbres folklóricas que el pueblo cristiano ha ido elaborando a lo largo de los siglos en homenaje al Dios hecho hombre, a su Madre santísima y al bueno y silencioso San José. Los cantos populares proceden de muy antiguo, y todavía sobreviven entre nosotros algunos bellos villancicos. Dejo de lado, en cuanto a las imágenes sonoras, los aportes admirables de la música “académica”, con obras de los más ilustres compositores. Complementariamente, impactan con mayor intensidad las imágenes visuales. Los fuegos de Navidad son antiquísimos. El árbol, cargado de adornos y luces procede del hemisferio norte, y representa al –Árbol de la Vida, identificado en este caso con Jesucristo, que es la Vida (él es, en efecto, el Camino, la Verdad y la Vida, como lo registra el cuarto evangelio, Jn 14, 6). No se debe olvidar una alusión al árbol plantado en el centro del jardín del Edén (Gén. 2, 8), el paraíso ahora recuperado por el Redentor. Sin embargo, la representación por excelencia es la versión gráfica, artística, variadísima de la escena del nacimiento. El ícono oriental de la Navidad, apegado a la tradición dogmática, es una imagen teológica, que privilegia la exacta comprensión de la verdad de fe, aunque también es objeto de una intensa piedad; a través del relato del nacimiento allí representado el misterio de la encarnación de Dios habla con elocuencia al alma de los fieles. Existen diversas versiones, tengo ante mis ojos una reproducción del ícono de la escuela de Novgorod (siglo XVI); paso a describirlo sumariamente, omitiendo riquísimos detalles.

Un triple rayo sugiere discretamente el descenso de la divinidad, del Dios Uno y Trino, ya que las tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo actúan en la economía de la salvación de los hombres. Un cántico de la liturgia rusa lo expresa así: “El cielo y la tierra en este día se alegran proféticamente. Ángeles y hombres, ¡regocijémonos, porque el cielo y la tierra se unen; hoy Dios ha venido a la tierra y el hombre ha subido a los cielos”. Estas frases manifiestan el admirable intercambio entre lo divino y lo humano por el que fuimos hechos hijos de Dios. En el extremo derecho de la composición, el profeta Isaías, representando al Antiguo Testamento, señala al Niño, atendido por las parteras que lo bañan: es el Mesías prometido a Israel, y a la vez el Hijo del Hombre, Salvador universal. La gruta oscurísima -que no figura en los Evangelios- simboliza las profundidades de la tierra, de la muerte, las entrañas del infierno; sobre ella se destacan los dos animales, el buey y el asno, y junto a ellos el recién nacido, como la luz que brilla en las tinieblas. Jesús no es el “bambino” gracioso de los pesebres occidentales: está ligado con vendas o fajas, como preparado para la sepultura después de su muerte redentora, que vence a nuestra muerte. Los pastores y los magos van acercándose para adorarlo; son figura, respectivamente, del pueblo judío y de las naciones paganas.

La composición descripta es muy anterior al siglo XVI. Una muestra bellísima se encuentra en la catedral de Monreale (Sicilia), esa maravilla de arte árabe-normando del siglo XII. En las paredes y sobre los arcos del presbiterio, iniciando una exposición catequística, en mosaico dorado, de la vida de Cristo, aparecen cuatro paneles en los que se distribuyen los elementos señalados en el ícono, con la misma figuración: dos para el nacimiento y otros dos dedicados respectivamente al viaje y la adoración de los magos. El mismo esquema se repite, con ligeras variantes, en íconos orientales de los siglos XVII y XVIII; podría afirmarse que se trata de una forma canónica.

En el mundo latino la imagen de la Navidad es el pesebre. El término pesebre procede del latín; el diccionario lo define: “especie de cajón donde comen las bestias”. En el relato del evangelista Lucas sobre el nacimiento de Jesús se dice que, como no había lugar en el albergue donde los viajeros dejaban sus equipajes y liberaban del yugo a sus cabalgaduras, María y José no encontraron lugar. La Virgen dio a luz al Niño, “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (fátnē en el griego del texto original, Lc. 2,7.)

En diversas partes del mundo existen pesebres magníficos, que comprenden no sólo el lugar preciso del parto virginal de María, sino que se extiende a las vecindades de Belén; algunos de ellos también dotados de movimiento, constituyen obras de arte admirable. De mi bagaje de recuerdos infantiles se destaca imborrablemente la armazón de nuestro pesebre casero, una semana antes de Navidad; estructuras de caña y hule pintado representaban las montañas –parecían la cordillera de los Andes y no faltaba la nieve-; en la gruta las cinco figuras: María, José, Jesús, el asno y el buey, y en el borde superior de la misma el ángel que anunciaba la gloria de Dios a los pastores, los cuales se acercaban asombrados. En un rincón del amplio espacio ocupado, el laguito con patos. Los Reyes Magos y sus camellos portando los regalos eran ubicados bien lejos; cada día los adelantábamos unos pasos, para que el 6 de enero alcanzaran la meta de su viaje. Era tradicional en Nochebuena cantar junto al pesebre las cancioncillas populares, con estribillos pegadizos, en elogio del misterio en esa noche cumplido. Hallan su lugar mejor en el marco teatral de un “pesebre viviente”. Cada país tiene su colección popular de estos poemas que, por desgracia han dejado de ser populares. Desaparecieron lo mismo que el pesebre. El árbol de Navidad, aislado, resulta un símbolo ambiguo, una sombra de su real significado, porque la cultura descristianizada que se ha impuesto lo presenta como un simple anuncio de “las fiestas” en las que la gente se saluda y se regala recíprocamente, evitando la referencia imprescindible al acontecimiento histórico, soslayando el Nombre de Jesús. Imagino que San Nicolás estará furioso en el cielo al verse transmutado en Papá Noel, que con estos calores de diciembre arrastra su trineo en nuestras pampas. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha ofrecido un costoso espectáculo: la Navidad según los funcionarios es la venida de Papá Noel. El abandono de las auténticas tradiciones navideñas está manifestando ostentosamente la pérdida de la fe y de la piedad cristiana y una supina ignorancia histórica, propia de burócratas sin alma que desprecian la religiosidad católica de nuestro pueblo, no sólo de los criollos sino también la de numerosos hermanos paraguayos, bolivianos y peruanos que se han acogido a la generosidad de nuestra tierra. Resulta de todo ello una “salsa ecuménica” indiferentista y discriminatoria; huele mal.

En la crítica de las costumbres que he esbozado no intento acusar a nadie. En todo caso me acuso a mí mismo; ¿o los obispos no tenemos responsabilidad alguna en la parábola secularista trazada por la sociedad argentina? No deseo exagerar; queda todavía mucha gente que sabe lo que dice cuando saluda: ¡Feliz Navidad! A ellos especialmente les dedico esta nota.

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