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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Educación y Olavarría: tragedias argentinas

Por SERGIO SINAY (*)

Educación y Olavarría: tragedias argentinas
19 de Marzo de 2017 | 07:52
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Mientras se anunciaba la continuación de un paro docente que dejaría nuevamente vacías durante una semana a las aulas de la provincia de Buenos Aires, en Olavarría ocurría una más de esas clásicas tragedias argentinas que talan vidas con pasmosa frecuencia y facilidad. No hay que raspar mucho para encontrar lazos entre ambos hechos. Empecemos por recordar qué significa tragedia. El concepto nació en la Grecia antigua y denominaba representaciones teatrales que tenían como centro el sacrificio de quienes, de alguna manera, habían alterado el orden y la armonía del universo (armonía que los griegos llamaban Cosmos), desatando así lo que designaban como Caos. Se considera padres fundadores del género a autores como Sófocles, Esquilo y Eurípides. Aún perduran, se leen y se representan obras de ellos con significativos mensajes para el presente. “Edipo Rey”, “Antígona”, “Electra”, “Medea”, “Las troyanas”, para nombrar unas pocas.

En la tragedia se repite un mecanismo inexorable. Desde el comienzo los protagonistas tienen conductas y ejecutan acciones que preanuncian un final terrible y cruento. Al ligar la tragedia con la mitología, se consideraba que ese desenlace era el castigo que los dioses imponían a quienes habían osado desafiarlos o alterar el Cosmos. Desde el principio todos saben cuál será el final, pero nadie (mucho menos el observador) puede hacer nada para evitarlo. Y quienes podrían (los protagonistas) se empecinan ciegamente en avanzar hacia su destino fatal.

LA OTRA TRAGEDIA

Cromagnon, la Puerta 12, Time Wrap, el tren de Once, ahora Olavarría son unos pocos nombres de las recurrentes tragedias nacionales. Cada semana en cada ruta, en los barrios, en las calles, a la salida de boliches, en los alrededores de las canchas o casi en cualquier lugar ocurren muchas otras que no trascienden o que se olvidan pronto ante la presencia de la siguiente. Son todas previsibles, ninguna evitada. Estas tragedias cuestan vidas. Vidas reales, con nombres y apellidos. Y hay otra que troncha futuros, posibilidades, razones existenciales. El doctor Guillermo Jaim Echeverry, que fuera rector de la Universidad de Buenos Aires y es una de las mentes más esclarecidas en la materia, la llamó apropiadamente “la tragedia educativa”. Esto es la pérdida de la capacidad de pensar, la evaporación de conceptos centrales para la construcción de una vida social significativa, como son el respeto y la autoridad (no confundir con autoritarismo, como tan fácil se suele hacer), el desprecio por lo que él describe como “la riqueza, la complejidad y la diversidad del tesoro acumulado por la humanidad a lo largo de su historia”.

Esto ocurre por acción de los propios protagonistas (gobiernos, padres, docentes, la sociedad en su conjunto), que se empeñan en acelerar hacia el final nefasto y previsible aferrados cada uno a sus intereses o a su indiferencia, según el caso. Aquí las víctimas (los chicos) están indefensas en el presente y muy probablemente, como consecuencia de los hechos, sean victimarios en el futuro, cuando los alcance la adultez. El escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), autor entre otras obras imperecederas de “Los tres mosqueteros”, “La dama de las camelias” y “El conde de Montecristo”, se preguntaba algo que viene al caso: “¿Cómo es que, siendo tan inteligentes los niños, son tan estúpidos la mayor parte de los hombres? Debe ser fruto de la educación”. Quizás haya que decir de la mala educación o de la ausencia de ella.

Educar es estimular, acompañar y proteger el proceso por el cual una semilla se convierte en el árbol que ya estaba potencialmente en ella. Cada día en que las aulas están vacías es un día en el que ese proceso no se cumple y la semilla tiende a secarse irremediablemente

Es aquí donde, si se mira más allá de la superficie, empiezan a asomar conexiones entre el conflicto docente y tragedias como la de Olavarría. Cada comienzo de año escolar se inaugura con un paro que traerá como consecuencia un ciclo lectivo breve, interrumpido y pobre en contenidos. Es previsible que si un chico atraviesa todos los años de su educación formal en esas condiciones, más allá de los certificados y aprobaciones que finalmente obtenga la escuela lo habrá dotado de muy pocos recursos para una vida adulta autónoma, fecunda, enriquecedora para él y para la comunidad. Esto no solo apunta a los contenidos de los programas, sino a otros temas muchos más importantes vinculados a la escuela: la socialización, el entrenamiento en el ejercicio pensar y reflexionar, la experimentación de la diversidad, la alimentación en valores a través de la conducta.

LA SEMILLA OLVIDADA

Al igual que el hogar, la escuela debería ser una fuente de promesas. Básicamente la promesa de que la vida es algo más que comer, respirar, dormir y pasarla lo mejor posible, sino que es una experiencia de sentido y de trascendencia en la que cada ser realiza lo mejor de sí en un contexto que lo contiene y alimenta y al cual él honra con lo suyo. Educar es estimular, acompañar y proteger el proceso por el cual una semilla se convierte en el árbol que ya estaba potencialmente en ella. Cada día en que las aulas están vacías es un día en el que ese proceso no se cumple y la semilla tiende a secarse irremediablemente.

Con toda sinceridad, sin capciosidad, vale y cabe esta pregunta: ¿se les cruza alguna vez por la mente este aspecto esencial de la educación a quienes se trenzan, desde ambos lados de la mesa, una y otra vez en disputas salariales, de frío economicismo y de bajísima categoría política cuando debe iniciarse el año escolar? No lo parece. Claro está que los salarios de los maestros, como los de todo trabajador, deben ser dignos. ¿Pero no merecería alguna vez estar la noción profunda de educación en la mesa de discusión? ¿Y no tendría que preocupar esto a los padres? ¿No deberían exigir ellos a los contendientes que unos y otros (gobiernos y docentes) garanticen una educación nutriente, formadora, que contribuya al desarrollo intelectual y moral de sus hijos? ¿O ven a la escuela solo como una gran guardería o un estacionamiento de chicos? Si en este trípode a nadie le interesa lo esencial es fácil advertir cómo se gesta la tragedia educativa sobre la que inútilmente alertó Jaim Echeverry.

El escritor y filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903), pensador que sistematizó principios de psicología y de ética, sostenía que “el objeto de la educación es formar seres aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por los demás”. Cuando la educación no cumple con su propósito contribuye malamente a lo contrario. Es decir a que las personas carezcan de herramientas para construir vidas con sentido, que desconozcan el principio de responsabilidad (que comienza por hacerse cargo de la propia existencia y responder por ella), que como consecuencia no sean libres aunque crean lo contrario, porque libre es quien desarrolla pensamiento crítico, capacidad de reflexión, voluntad de sentido y poder de elección ante los límites que pone la vida y las normas que rigen a la sociedad. Cuando una persona no se construye así termina por perder su identidad y delegar su destino en manos de cualquier gurú, mesías o ídolo de ocasión, que la usará para su propio interés y a costos altos y graves. Ocurre en la política, en el deporte, en el espectáculo, en lo social. Cuanto peor resulte la educación en una sociedad, más Olavarrías sufrirá. No son tragedias llovidas del cielo. Ocurren por mano propia. Las educativas y las otras.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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