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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Reconocernos pecadores

26 de Marzo de 2017 | 06:38
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Queridos hermanos y hermanas.

Sólo las personas que alcanzaron una adecuada madurez integral pueden tener la equilibrada capacidad de reconocerse falibles, sujetos a error, y por lo tanto pecadores.

No es fácil. Hace falta tener mucho coraje y una buena dosis de humildad.

La única excepción son los niños, que tienen una especial sensibilidad a la pureza y a la verdad, mientras no se contaminan con la corrupción social.

Las personas que niegan el pecado en sus vidas nunca podrán encontrar el perdón de Dios y por ende tampoco llegarán a gustar la verdadera y equilibrada felicidad; se parecen a los ciegos que no reconocen su ceguera... ¿cómo podrían llegar a ver si no admiten la verdad?

Pareciera que cuanto más experiencia de pecado tiene una persona, tanto menos conciencia tiene de ello. San Francisco de Sales muy certeramente advierte: “Los pecados vienen briosos como corceles, pero se van lentos como bueyes de carrera”.

Las personas que niegan el pecado en sus vidas nunca podrán encontrar el perdón de Dios y por ende tampoco llegarán a gustar la verdadera y equilibrada felicidad; se parecen a los ciegos que no reconocen su ceguera...¿cómo podrían a ver si no admiten la verdad?

La comisión del pecado endurece el corazón. Esto conduce a que la culpabilidad por pecados no admitidos engendre gravísimos desórdenes espirituales y psicológicos.

El psicoterapeuta más serio del siglo pasado, doctor Víctor E. Frankl, que supo partir de lo espiritual, afirmaba que “la religión da al hombre más que la psicoterapia... y exige también más de él...”.

Es cierto que hay personas con problemas psíquicos que necesitan de la ayuda de un profesional especializado y con sana antropología, pero también es verdad que hay quienes necesitan sobre todo reconocerse pecadores y acudir humildemente a la celebración del sacramento de la confesión para encontrar la salud espiritual que les permite afrontar la realidad cotidiana. Por lo tanto, es incoherente y peligroso, al menos para los cristianos, el poner su alma inmortal en manos de ciertos profesionales que no creen en el pecado ni en las nefastas consecuencias que trae en cada persona la negación de la culpa.

Reconocerse pecador es ubicarse en la misma limitación de la naturaleza humana, lo cual también nos permite ser compasivos con los demás.

Es útil recordar que, en una ocasión, los fariseos le presentaron a Jesús “a una mujer que había sido sorprendida en adulterio”, la cual – según la Ley de Moisés – debía ser apedreada.

Sin negar la gravedad del pecado de esa mujer, el Maestro le indica a los acusadores: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra” (Jn 8, 3 ss) y “todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos”.

La lección ha sido muy clara y mantiene su actualidad. Todos tenían conciencia de ser pecadores y el Señor enseñó que, por eso mismo, ninguno está en condiciones de condenar a otros.

Es de dominio público que, en el presente, hay muchas personas que claman venganza – incluso algunos que tristemente se llaman cristianos –; por eso, conviene no echar en saco roto que Cristo, siendo santo, inocente, y sin mancha (Hebreos 7, 26) se entregó a sí mismo a la muerte de cruz para que todos pudiésemos alcanzar la Salvación.

El mismo Señor Jesús nos exhorta: “¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Deja que te saque la paga de tu ojo’, si hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 3-5).

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