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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Armas con cuatro ruedas

Por SERGIO SINAY (*)

Armas con cuatro ruedas
26 de Marzo de 2017 | 06:58
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Agitado, sembrado de desencuentros y discordias, el mes que termina es, por ley, el de la Humanización del Tránsito. Esa humanización que esta iniciativa propone merece una atención que acaso se vio opacada por otras cuestiones urgentes y candentes, pero conectadas a ella. La conciencia ciudadana y un tránsito humanizado requieren docencia, educación, aprendizaje. Durante 2016 murieron 7.268 personas en la Argentina por causa de accidentes viales. A ello deben sumarse 120 mil heridos y millares de discapacitados por el mismo motivo. Las pérdidas económicas que este fenómeno provoca alcanzan los 10 mil millones de dólares anuales. Estas cifras, informadas por la asociación civil Luchemos por la Vida, se reproducen año a año con mínimas diferencias. En diez años habría, entonces, más de 72 mil muertos. Estados Unidos entró en la Guerra de Vietnam en 1964 y salió de ella derrotado en 1975. En ese lapso su ejército tuvo 58 mil muertos, según datos del Departamento de Defensa de ese país. Sin participar de ninguna guerra la Argentina supera esa cifra. Podría hablarse de una guerra civil. Argentinos contra argentinos enfrentándose en calles, rutas y autopistas. Abortando vidas detrás de ninguna bandera, sin causas que lo justifiquen.

Convertido en una proyección de sus conductores el auto refleja mucho acerca de ellos, de su manera de vivir y vincularse, de su relación con las leyes, las reglas y las normas, de su calidad de ciudadano

A la luz de los hechos es atinado afirmar que se conduce como se vive. De hecho hay expertos en vialidad para quienes basta con llegar a un país y observar el tránsito, a veces simplemente en el trayecto entre el aeropuerto y el hotel, para describir a esa sociedad. Y no suelen equivocarse en el diagnóstico. Vivimos en la civilización del automóvil, su presencia en nuestras vidas se ha naturalizado y, en más de un sentido, el auto es una prolongación de quien lo conduce.

SEÑALES Y SÍMBOLOS

Cuando el 23 de octubre de 1769 el inventor francés Nicholas-Joseph Cugnot salió a las calles de París en un triciclo con asiento de madera propulsado por una máquina de vapor que tenía una caldera y un motor de dos cilindros verticales que consumían 50 litros de agua, quizás ignoraba que estaba dando nacimiento a una nueva era. Aquel boceto inicial del auto sería continuado por otros, más complejos y acabados, a cargo de los alemanes Karl Benz y Gottlieb Daimler (en 1880, primer motor de nafta), los franceses René Panhard y Emile Levassor (1990, primer coche con motor delantero) y alcanzaría su dimensión de fenómeno colectivo a partir de Henry Ford, que encontró el modo de producir autos en serie y a precios accesibles. En la Argentina el primer auto, según se cree, fue un triciclo a vapor llamado De Dion-Bouton, importado en 1887 por Dalmiro Varela Castex, quien más tarde patentaría el primer coche en el país.

Lo que nació como un medio de transporte revolucionario excedió por completo esa categoría y hoy, en muchos casos, parece ser usado como un arma, tanto para matar a otros como para cometer suicidios. Convertido en una proyección de sus conductores el auto refleja mucho acerca de ellos, de su manera de vivir y vincularse, de su relación con las leyes, las reglas y las normas, de su calidad de ciudadano. El antropólogo Pablo Wright, investigador superior del Conicet y director de la Sección Etnología del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), advirtió en varios trabajos acerca del hábito nacional de convertir las señales en símbolos, costumbre mortal en calles y rutas. Una señal indica, informa, avisa, orienta, prohíbe o permite. Lo hace de manera taxativa, que no admite discusión. Y puede expresarse mediante un dibujo, un signo, un gesto o cualquier otro recurso sobre cuyo significado hay un acuerdo previo, tanto tácito como explícito, que lo hace inteligible. La cuestión parece clara y obvia, es un principio básico de la comunicación humana. Sin embargo esto no vale para la Argentina. A su vez un símbolo, contrariamente a la señal, es una interpretación. El significado que se le atribuye no está en el texto, en el dibujo, en la imagen. Una cruz sobre la silueta de un auto, encerrados en un círculo rojo, es una señal. Sólo significa una cosa: no estacionar. No hay otra lectura posible. El dibujo que representa al yin yang, en cambio, es un símbolo; en él se interpreta filosóficamente la integración de los opuestos, la dualidad de la realidad, las polaridades. Sobre esto se puede opinar, se puede creer o no y se puede contraponer otra cosmovisión. Sobre la señal que prohíbe estacionar no puede haber dos opiniones diferentes, ni creencias, ni agnosticismos.

LA LEY DE LA CALLE

En la Argentina, a contrapelo de convenciones y acuerdos universales que permiten a la humanidad progresar, comunicarse, convivir, las señales se toman como símbolos y cada quien les da su propia interpretación. Todas las interpretaciones, a su vez, coinciden en algo: las reglas, las normas, los límites, las prohibiciones y las leyes son para los otros y no para uno. Cada quien las acomoda a su tiempo, su conveniencia, sus intereses, sus deseos, sus impulsos, sus urgencias, su parecer. El comportamiento vial (que incluye a automovilistas, y también a motociclistas, ciclistas y peatones, dado que cada uno interpreta las señales a su manera y a su turno) resulta una metáfora de la conducta de la sociedad en todos los planos.

Así es como la ley que impera en las calles y rutas no es la de las normas de tránsito, sino la ley del más fuerte (el que tiene el vehículo más grande), del más “vivo” (el que va por la banquina, el que gira donde no se puede, el que traspasa los límites de velocidad, el que no respeta el derecho de paso, el que rebasa en donde hay líneas amarillas, el que pasa en las curvas), la del más transgresor, del más egoísta (el que elige carriles que no le corresponden porque se así va más cómodo, el que empieza a los bocinazos en los peajes como si los demás no existieran y no estuvieran esperando como él, el que mortifica con las luces al vehículo de adelante como si el otro no tuviera derecho a circular, el que encandila porque así él ve mejor, aunque ciegue al de enfrente, el que no enciende las luces en las rutas porque de todos modos él ve, aunque no lo vean y pueda ser causante de una catástrofe).

Para humanizar el tránsito es necesario, valga la redundancia, recuperar el contacto humano. Recordar que adentro de los vehículos hay personas y que el primer deber de la convivencia humana es respetar al otro.

En la esfera pública el respeto empieza por el cumplimiento de las normas y las leyes. Estas no fueron creadas para el otro, sino en primer lugar para mí. No son buenas cuando se las aplican al de al lado y malas cuando me tocan. Son para todos y, en esencia, nos limitan a todos para que convivir sea posible, para que calles, rutas y autopistas no sean campos de batalla sino vías de comunicación. Todo accidente conlleva una infracción afirma el especialista Tom Vanderbilt en su libro “Tráfico”. Por lo tanto no es accidente, porque es evitable. Si alguien maneja respetando las normas y le cae un árbol encima es accidente. Si alguien mata o se mata por imprudencia, transgresión, inconsciencia no lo es. Y en la guerra civil del tránsito argentino muy pocas muertes se deben a accidentes. ¿Cómo queremos vivir? Respondamos desde el volante.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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