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Por MARCELO KRIKORIAN (*)
La sociedad tiene derecho a recibir plena información sobre el desempeño del Estado: todo debe ser divulgado y explicado con claridad en razón del principio de publicidad de los actos de gobierno y lo establecido por instrumentos internacionales ratificados por nuestro país.
Argentina dio en 2003 el primer paso para hacer efectivo un aspecto del derecho a la información en el ámbito del poder ejecutivo, mediante el decreto 1172. La norma fue bien recibida, pero tiempo después se cuestionó su perfil reactivo (el Estado informa si cualquier persona física o jurídica lo requiere) y no proactivo (esto es: toda la información y datos se publican -sin necesidad de que alguien expresamente lo pida- en sitios web o plataformas digitales de fácil acceso para la población).
A partir de 2007 el mismo gobierno que emitió aquel decreto intervino el INDEC, afectando la confiabilidad de los datos sobre índices de precios al consumidor con que se actualizan los valores de una canasta de bienes y servicios para determinar el porcentaje de población en situación de pobreza e indigencia. Si la información sobre tales indicadores está distorsionada, las políticas públicas orientadas a solucionar los problemas sociales parten de diagnósticos irreales y sus resultados no serán los esperados, pues no es lo mismo adoptar medidas creyendo que hay un 4.6% de personas pobres -como se sostenía hasta 2015- que hacerlo sobre la base de un universo de 20 ó 30%. Hubo además otros retrocesos, como las reticentes actitudes del Estado nacional para responder pedidos de información: entre otros, sobre la publicidad oficial en PAMI (que impulsó la Asociación por los Derechos Civiles, año 2013); sobre datos relevantes de las sociedades Ciccone Calcográfica y The Old Fund (iniciado por Ricardo Gil Lavedra contra la Inspección General de Justicia, año 2014); sobre el contrato con la petrolera Chevron en relación al yacimiento de Vaca Muerta (demanda entablada por Rubén Giustiniani contra YPF, año 2015). En todos estos casos, la Corte Suprema sentenció reconociendo enfáticamente el derecho humano a buscar y recibir información. En la provincia de Buenos Aires puede mencionarse el pronunciamiento -en diciembre de 2014- de la Suprema Corte, haciendo lugar al amparo que en 2007 promovió la Asociación por los Derechos Civiles para que las autoridades educativas brinden en un plazo razonable datos sobre un tema que nunca pierde actualidad: cuántos días de clases se perdieron por ausencia de los docentes en 36 escuelas del Gran Buenos Aires.
Luego de reiterados intentos que no prosperaban por falta de consenso, en 2016 fue aprobada la primera ley nacional de acceso a la información n° 27.275. Algo para destacar es la amplitud de sujetos obligados: los tres poderes del Estado nacional; el Ministerio Público Fiscal y de la Defensa; el Consejo de la Magistratura; empresas en las que el Estado tiene participación; concesionarios de servicios públicos y de juegos de azar; universidades nacionales (por ende están incluidos sus facultades y colegios); partidos políticos y asociaciones empresariales y sindicales, entre otros. Todos deben publicar: nómina de autoridades y estructura orgánica, escala salarial detallada, listado completo de contrataciones, presupuesto asignado y ejecutado, transferencias monetarias a personas físicas o jurídicas, informes de control o auditoría, declaraciones juradas patrimoniales. La plena vigencia de estas disposiciones legales -recientemente reglamentadas- ocurrirá al año de su promulgación (29/9/2017) y constituirá sin dudas un cambio histórico que puede llegar a replicarse en todas las provincias y municipios. Antes de la ley, en comienzos de 2016, se lanzó por decreto el plan nacional de apertura de datos para que ministerios y organismos descentralizados del poder ejecutivo los publiquen en el sitio www.datos.gob.ar. El gobierno de la provincia de Buenos Aires implementó algo similar desde julio del mismo año a través de: www.datos.gba.gov.ar. Son dos muy buenas iniciativas, aunque no todas las áreas tienen datos publicados y falta más difusión para que la ciudadanía sepa sobre su existencia.
El dinero que las oficinas o agencias de inteligencia destinan (o debieran destinar) a tareas de investigación legales sensibiliza a cualquier gobierno. Razones no faltan: desde hace mucho tiempo hay sospechas sobre prácticas corruptas y/o extorsivas financiadas con dichos recursos. La cuestión adquiere importancia, considerando el Acuerdo de Solución Amistosa tramitado en el ámbito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con motivo del atentado a la sede de la AMIA: el Estado argentino reconoció en 2005 su responsabilidad por no prever este hecho atroz, así como admitió las deficiencias investigativas que han permitido desde 1994 prolongar la impunidad de sus autores intelectuales y materiales. En este Acuerdo, el Estado también se obligó a adoptar mecanismos de transparencia para todos los fondos reservados del sistema de inteligencia. Diez años más tarde, a un mes de la muerte -todavía no esclarecida- del fiscal Alberto Nisman, es creada la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) en reemplazo de la desprestigiada SIDE. En principio, se procuró honrar compromisos históricamente incumplidos para transparentar estos gastos, por ejemplo registrándolos en libros rubricados por el presidente de la Comisión Bicameral de seguimiento de los organismos de inteligencia, pero el velo de opacidad sobre los fondos reservados de la AFI no se ha descorrido todavía.
El notable académico italiano Norberto Bobbio, señaló en su obra “El futuro de la democracia” (1986) que no hay régimen democrático posible sin visibilidad y transparencia del poder. Esta enseñanza debe marcar el camino a seguir.
(*) Magister en Derechos Humanos, profesor y consejero directivo de la facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP.
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