John Williams: una epifanía literaria con aliento de clásico

¿Qué otra actitud queda frente a una gran novela más que la rendición reverencial? Stoner es tal vez una de las mejores obras que ha dado el siglo XX. Casi perfecta. Y digo casi porque la perfección en el arte no es siempre una condición deseable ya que suele “alejar” el objeto artístico del observador, mientras que la imperfección lo “aproxima”, en la medida que lo vuelve más íntimo.

Con una potencia inusitada, una belleza diabólica y la intensidad de un renacer, la novela conmueve al lector desde la primera página hasta la última, lo subyuga, lo abduce. Una escritura sencilla pero con verdaderas gemas poéticas e implicancias filosóficas y una estructura clásica son los únicos dos recursos que le bastaron a John Williams para confeccionar esta obra maestra. La narración nos cuenta la historia de un joven de padres campesinos que se desloman para sobrevivir y poder enviarlo a una Universidad de Missouri a estudiar Agronomía. La idea es que pueda, a través del conocimiento adquirido allí, seguir ayudándolos pero con nuevas estrategias de cultivo y fertilización de la tierra. En el segundo año, debe cursar Lengua y Literatura, obligatoria en la currícula aunque no tenga nada que ver con la agronomía (y esto es ejemplificador para todos aquellos que despotrican contra la incorporación de ciertas disciplinas aparentemente ajenas a la carrera en cuestión, sean científicas o artísticas). El joven Stoner queda deslumbrado con el contenido de la materia y el profesor, Archer Sloane, le revela algo que él sospecha pero no se anima a confesarse: que su destino está vinculado a las letras y a la enseñanza. Así, ese joven de veintidós años se convertirá en un aplanado profesor universitario de esa urbe de provincia y nosotros lo acompañaremos en sus desventuras –como Goethe a su joven Werther– hasta el día de su muerte.

El recuento de las pequeñas resignaciones y recompensas, de las decepciones y alegrías del día a día se vuelven un espejo que refleja contundentemente la naturaleza de la experiencia, las precariedades de la identidad y la fragilidad de los vínculos humanos

¿Pero no hay más, probablemente se esté preguntando el lector de esta nota? ¡Ah, no, el comentarista no quiere seguir avanzando sobre el contenido de la novela para no revelarnos inflexiones y datos clave! No, señores, no hay más que esto. Y en eso radica la grandeza de esta maravillosa novela. Veamos un poco porqué. Infeliz en su matrimonio, preso de una rutina marcial, circunscripta al acotado y mezquino claustro universitario, Stoner, a pesar de su apasionamiento y su entrega, se convierte en un sujeto como cualquiera de nosotros. Es decir, Williams relata una historia ínfima que en una operación sólo factible por la vía artística se desliza de lo particular a lo universal, de lo cotidiano a lo colectivo; validando y volviendo oportuno ese pasaje que la mayor de las veces es impropio. Así, el recuento de las pequeñas resignaciones y recompensas, de las decepciones y alegrías del día a día se vuelven un espejo que refleja contundentemente la naturaleza de la experiencia, las precariedades de la identidad y la fragilidad de los vínculos humanos.

Porque Stoner, a diferencia de muchos de los personajes de la literatura norteamericana, no se refugia en el alcohol, las drogas o en la radicalización de una conducta degenerativa para evadirse de los infortunios que le depara su vida. Al contrario, decide vivir –y sobrevivir, sin anestesia– todo el tiempo hacia adelante, persuadido de que el recuerdo no puede rescatarnos del abismo simplemente porque es incapaz de reconstruir el mapa de una existencia. Convencido también de que, en última instancia, el sentido último de nuestras acciones nos será revelado accidentalmente por nuestra conciencia en algún punto del porvenir; así como un antojo del destino le manifestó su vocación y su derrotero.

Impersonal es la palabra que más entradas registra la novela en una prosa que se esmera por no caer en el recurso fácil de la reiteración (a excepción, claro está, de cuando la repetición es perseguida con un fin formal). Y la reproducción no es casual. Está destinada a realzar un arco virtuoso en la construcción del personaje y en su despliegue: si bien no es cierto que Stoner experimenta la vida como si le pasase por un costado o simplemente le sucediese a un otro absolutamente ajeno, sí es cierto que, por ese pasaje de lo particular a lo universal que señalábamos al principio, se va hundiendo progresivamente en la garganta voraz del anonimato; a tal punto que si el narrador no lo nombrase constantemente nos da la impresión de que se disolvería. Antes que una introyección iluminadora, lo que rescata a Stoner y lo impulsa a sobrevivir es el “deseo y aprendizaje”, casi como a cualquier hijo del vecino.