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Séptimo Día |PERSPECTIVA - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Ocupar la silla vacía

Por SERGIO SINAY (*)

Ocupar la silla vacía

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23 de Abril de 2017 | 07:29
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Mientras tomaba café y leía en un bar escuché hace pocos días el retazo de un diálogo en el cual un hombre le contaba lo siguiente a su interlocutora: “Entonces le dije: póngase un minuto de este lado y va a entender. Y el tipo me dice: Yo no me puedo poner de ese lado porque estoy de este. En ese momento me di cuenta de que no iba a haber ningún arreglo posible y que íbamos a terminar con abogados”. Aunque parezca una apelación repetida e infructuosa, y aunque luzca demasiado simple, el llamado a intercambiar lugares en medio de un conflicto o una discusión podría tener poderosos y beneficiosos efectos si se recurriera a él.

“El conflicto básico nace cuando alguien no se acepta como es. El cambio se produce cuando uno se convierte en lo que es y no cuando trata de convertirse en lo que no es”

¿Qué tal si durante una acalorada disputa apareciese un árbitro que invitara a los beligerantes a que cada uno ocupara el asiento del otro y que, desde ese lugar, fuera él quien, en adelante, esgrimiera los argumentos de su adversario? Es decir que A se acomode en el sitio de B y defienda con pasión (y usando las mismas palabras e hipótesis de este) aquellas razones contra las que hasta un minuto combatía. Mientras tanto B, ahora en el lugar de A, haría lo mismo pero a la inversa. Es esencial para llevar esto adelante que el intercambio no solo sea de argumentos sino de espacios físicos. Hay que sentarse en donde estaba el otro, sentir en las propias posaderas el calorcito creado por el trasero del contrincante. Y, si fuera posible, calzarse los zapatos del rival. Ya decía Aristóteles, hace veinticinco siglos, que nadie debería irse de este mundo sin haber caminado al menos cien metros con los zapatos de otra persona. Sobre todo cuando esta es alguien con quien uno está enfrentado o alguien cuyo padecer despreciamos, ignoramos o descalificamos.

EL CONFLICTO INTERIOR

El procedimiento descrito es una variante del ejercicio que en la psicoterapia gestáltica se conoce como “la silla vacía”. Esta técnica era una de las favoritas de Fritz Perls (1893-1970), médico y psicoanalista alemán que creó esa corriente junto a su esposa Laura Posner. Es difícil encasillar a la Gestalt como solo una psicoterapia. Nacida hacia la década de los años 50 del siglo anterior, muchos de sus seguidores, teóricos y practicantes suelen definirla como una filosofía existencial, como una forma de estar en el mundo, como un arte de vivir, como una integración coherente y creativa de poderosas corrientes filosóficas y terapéuticas preexistentes, y también como un profundo encuentro entre las esencias de Oriente y Occidente.

Esto no es casual, puesto que Perls (un personaje complejo, con una existencia que atravesó muchos lugares geográficos y circunstancias extremas de las que siempre extrajo enseñanzas) puso el cuerpo y el alma en diferentes y profundas experiencias que le permitieron dar nacimiento a la terapia que él mismo definió como “demasiado buena para dedicársela solo a los enfermos”. Su propuesta era trabajar en la salud, explorar el alma humana, sus luces y sus sombras, en el aquí y ahora, asomarse a las contradicciones internas que, por ser negadas o desconocidas, atentan contra la armonía de las personas, y hacerlo sin excusas ni autoengaños, sin interpretaciones arbitrarias, llegando al corazón de los conflictos.

Muchas de las técnicas de la psicoterapia gestáltica apuntan a que la persona identifique qué fuerzas interiores están en pugna adentro de ella y que las haga dialogar hasta encontrar el punto en el que, sin la eliminación de ninguna, puesto que son parte de la identidad, puedan interactuar. El conflicto básico nace cuando alguien no se acepta como es. Ante eso Perls desenfundaba un pensamiento de Arnold Beisser (1925-1991), psicoterapeuta que fundamentó la teoría paradójica del cambio. En palabras del mismo Beisser, “el cambio se produce cuando uno se convierte en lo que es y no cuando trata de convertirse en lo que no es”.

La silla vacía nunca lo está. Aunque no haya alguien ubicado físicamente allí, podemos llegar a ver sentado en ella a nuestro peor enemigo. Podemos empezar a enrostrarle todo aquello por lo cual lo rechazamos hasta agotar los adjetivos. Y en cuanto nos traslademos a esa silla y desde allí comencemos a hablar como si fuéramos ese enemigo, a decir lo que sentimos ante la lista de acusaciones recibida y a exponer en contra de ellas, no tardaremos en darnos cuenta (para lo cual será necesario estar abierto, dispuesto y con buena fe) cómo se siente esa persona. Muchas veces nos resulta más fácil poner afuera y enfrente, en el otro, cosas que están en nosotros y admitir que ese contra quien peleamos es en realidad un espejo que refleja lo oculto de nosotros mismos.

Este es el gran desafío de ponerse en el lugar del otro y, más aun, el de caminar aunque solo fueran cien metros con sus zapatos. Negarnos a esta posibilidad es apostar a la exacerbación de los conflictos, a la profundización de las grietas, a la imposibilidad del diálogo, a la extensión de la ira y del sufrimiento.

EL JUEGO DE LA SILLA

La realidad es pródiga en para sentarse en la silla del otro (esté ausente o presente) y de experimentar el mundo y la vida desde allí. Un gobernante podría entonces ir a la silla del dirigente docente y argumentar desde allí en favor de un aumento de salarios acorde a la inflación real mientras intenta vivir con el sueldo básico de un maestro. Un dirigente gremial, a su vez, podría tratar de administrar el presupuesto nacional para encontrarse con estrecheces e imposibilidades desconocidas. Un vice jefe de gabinete nacional podría tener que vivir con el sueldo mínimo de un jubilado y descubriría que 20 pesos menos, restados por un grosero error de cálculo, significan mucho para quien cobra una miseria. Un jubilado, en paralelo, podría gestionar la política provisional y encontrarse con graves dificultades para poner al día a todos sus colegas. Donald Trump podría vivir como inmigrante, refugiado o indocumentado y padecer lo que ni en sueños creyó que se podría sufrir. Mientras tanto un indocumentado podría comandar el gobierno y padecer las dificultades de enderezar una economía maltrecha cuando falta trabajo y sobran postulantes. El hincha (hincha, no barrabrava) de un equipo podría ir a la popular de su clásico rival, mirar el partido desde allí y reconocer las bondades del jugador de ese equipo al que no le atribuía ni una sola virtud. En ese instante lo mismo, pero al revés, estaría ocurriendo en la otra tribuna.

La silla vacía nunca lo está. Muchas veces nos resulta más fácil poner afuera y enfrente, en el otro, cosas que están en nosotros y admitir que ese contra quien peleamos es en realidad un espejo que refleja lo oculto de nosotros mismos

Un país agrietado casi desde su nacimiento, como es el nuestro, invita a cada paso a ocupar sillas vacías y a caminar con los zapatos de otro. Claro está que el ejercicio requiere ingredientes indispensables: coraje, honestidad moral e intelectual, sensibilidad, capacidad compasiva, apertura de mente, humildad. Y no solamente en las interacciones sociales y públicas. También es importante mirar la silla vacía en los vínculos privados e íntimos, en lo familiar, en la pareja, en la amistad. No por nada se la conoce también como silla caliente. Acaso porque al sentarnos en ella se queman para siempre algunas imágenes que tenemos de nosotros mismos y también de nuestros enemigos. De esas cenizas podríamos renacer con una distinta actitud hacia los demás y acaso, al contrario de aquel individuo del diálogo captado al azar en el bar, descubriríamos la capacidad de pasar al otro lado y de caminar cien metros con zapatos ajenos (o no tan ajenos).

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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