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Séptimo Día |OPINION

Vestido y desnudez

Vestido y desnudez

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23 de Abril de 2017 | 07:30
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Por HECTOR AGUER
Arzobispo de La Plata

Nuestro verano, que ya ha quedado atrás, registró un episodio llamativo en una playa de Necochea: tres mujeres se presentaron exhibiendo sin tapujos sus galas superiores. La bulla fue fenomenal porque intervino al parecer abusivamente la policía para impedir la exposición. Sinceramente, no entiendo el sentido del escandalete. En esa misma playa, y en otras, en todas, se podían encontrar bañistas semivestidas o semidesnudas que lucían sus ínfimos “trajes” de baño de tres piezas; las superiores sostienen a la vez que descubren los pechos, y la inferior en la región trasera se convierte en un hilillo que permite a los curiosos y a las envidiosas contemplar los bien torneados glúteos. No se aprecia muy bien la diferencia entre ese vestido y el desvestido de las tres precursoras. Yo no voy a la playa, pero leo los diarios. Los posteriores “pechazos” multitudinarios, que reivindicaban un “derecho” femenino, fueron grotescos; daban pena.

Disculpen los lectores la frívola descripción precedente, porque el caso es complejo, profundo y digno de estudio: histórico, filosófico, cultural, religioso. Me pongo serio entonces y comparto algunos datos. El ser humano no se ha conformado con su desnudez ingénita y se ha hecho ropas, usadas ya en la edad Paleolítica, según consta. La historia del vestido ha sido trazada detalladamente, abarcando todos los siglos y la geografía entera; los estudios especializados indican los materiales (lino, lana, cuero), formas y medidas según tiempos y lugares. Descarto la necesidad de ropa que se impone en las regiones frías.

La ropa, y la moda, protegen y a la vez exhiben; son “la firma del hombre”, como dijo Chesterton del arte

La etnología y la fenomenología de las religiones aportan conocimientos seguros acerca de la relación entre el vestido y la desnudez, precisamente como elementos de vinculación con el Poder divino. Porque la referencia a lo religioso es insoslayable en una consideración antropológica de las costumbres; la creatura humana nunca pudo prescindir de su dimensión trascendente que la remite a Dios (o a los dioses), a los ritos, al culto. En la cosmovisión cristiana, como veremos, se afinará el aspecto ético de la cuestión, que ya podía vislumbrarse en el paganismo greco-romano. Basten algunos ejemplos de lo que hemos enunciado. En las islas indonesias y en el antiguo Irán se pensaba que sólo la mujer podía entrar en contacto con los demonios; era la bruja, que estaba desnuda, no como algo natural, sino como un rito. La desnudez ritual tenía por finalidad que la potencia del propio cuerpo alejara los poderes maléficos y atrajera Los favorables; era entoncesexpresión necesaria de poder. En la religión de Mitra el alma se iba desprendiendo de todo lo suyo, también de la ropa, a fin de alcanzar el octavo cielo, la desnudez la capacitaba para el viaje celestial. Dos coincidencias parciales, pero de gran interés, una de las cuales implica al viejo Israel: en la antigua Germania y entre los los bereberes el juramento debía prestarse desnudo, así se lo reforzaba; Abraham hizo jurar a su siervo que buscaría una esposa para su hijo Isaac dentro de su parentela, y para expresar el compromiso que asumiría le indicó: “coloca tu mano debajo de mi muslo” (Génesis, 24, 2). El eufemismo muslo, según se interpreta, designaba los genitales; la fuerza que residía en ellos simbolizaba la garantía del juramento. En las culturas antiguas la cobertura de los órganos genitales quería a la vez indicar y proteger la fuerza, el poder naturalmente depositado en tales atributos vitales. A propósito, llama la atención la violenta crítica de Geoffrey Chaucer (1340-1400) en sus “Cuentos de Canterbury” contra los vestidos masculinos que resaltaban impúdicamente la parte inferior del vientre. La vergüenza o pudor fue siempre expresión de una conciencia del costado peligroso del poder sexual, que es pasible de ser ejercido para el mal. La ropa, y la moda, protegen y a la vez exhiben; son “la firma del hombre”, como dijo Chesterton del arte.

Me detengo ahora en los preciosos simbolismos del primer libro de la Biblia, el Génesis, sobre el estado al que Dios había elevado en los orígenes a la pareja humana y sobre su posterior caída. No son mitos ni imaginaciones pueriles lo que allí se presenta, sino acontecimientos. Como escribió Jean Daniélou, “la historia comparada de las religiones, la psicología de las profundidades del espíritu, el redescubrimiento del conocimiento simbólico, nos demuestran que se trata de conceptos íntimamente arraigados en el sustrato de la experiencia humana, de formas elementales y permanentes del conocimiento religioso”. El segundo relato de la creación, que es en realidad el más antiguo, concluye la descripción de la plasmación del ser humano con esta sentencia: “Los dos, el hombre y la mujer estaban desnudos, pero no sentían vergüenza” (Gén. 2, 25). El autor sagrado proyecta sutilmente aquí la experiencia humana posterior, que enseguida expresa en las consecuencias del pecado. Este consistió en querer igualarse a Dios, en ponerse en su lugar, en considerarse autocreador y libre por tanto de toda sujeción al orden divino. La nueva situación es descrita así: “Entonces se les abrieron los ojos y descubrieron que estaban desnudos. Y entretejieron hojas de higuera y se hicieron vestimentas” (Gén. 3, 7). Sigue la réplica divina: “¿Y quién te dijo que estabas desnudo?” y la conclusión del relator: “El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles y los vistió” (Gén 3, 21). La ingenuidad original se ha perdido y la pretensión de retornar a ella, como si nada hubiera ocurrido, es inhumana.

Acabo de citar un texto bíblico, pero la necesidad de estar vestido, el fenómeno humano de la vergüenza –el pudor es la palabra exacta- corresponde a la realidad de la naturaleza del varón y la mujer según el orden que la mera razón es capaz de alcanzar y comprender.Los filósofos paganos, Cicerón, por ejemplo, hablaron de esta realidad: “la modestia es el pudor de la honestidad”, apuntó éste en el Libro II de su Retórica; asimismo Aristóteles identificó al pudor (aidoûs en griego) como un sentimiento, un cierto miedo (phóbos) a quedar mal, a la desubicación. En el libro IV de su Ética a Nicómaco, el Filósofo muestra la necesidad del pudor para los jóvenes, a los cuales ese sentimiento o pasión refrena. ¿Qué diría de la manía actual de las adolescentes que reúnen a miles de seguidores en la red pendientes de las desnudeces que exhiben con orgullo? ¿Y de las pseudofamosas de la farándula adictas a las fotos “hot”?; Estas actitudes parecen una versión secularizada y banalizada de aquellos antiguos ritos a los que me he referido antes, y que se insertaban en una cultura impregnada de sentido religioso. Ahora reina la religión de la impudicia, de la desvergüenza, del desenfreno; esos desbordes inhumanos parecen culturalmente correctos; los medios de comunicación son sus firmes sostenedores.

¿Qué diría de la manía actual de las adolescentes que reúnen a miles de seguidores en la red pendientes de las desnudeces que exhiben con orgullo?

Tomás de Aquino asume la autoridad de los dos pensadores arriba citados, subraya que esa especie de disposición o compostura exterior que es el pudor expresa una circunstancia de la virtud llamada castidad –parte de la templanza, sobre la cual disertaron ampliamente los antiguos- ya que se refiere a los “signos de lo venéreo”; sigue en esta caracterización la tradición de los Padres de la Iglesia desde San Justino (siglo II). La desvergüenza respecto de la consideración del propio cuerpo, lo mismo que del ajeno, contradice el valor que el cristianismo le reconoce prolongando de ese modo los alcances de la razón natural; en efecto, el Salvador asumió un cuerpo y el nuestro está destinado a la resurrección. En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis (7,9) se simboliza el triunfo de los elegidos presentándolos “vestidos con túnicas blancas”, porque ellos “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero” (íb. 14). Se refiere, obviamente, a la sangre del sacrificio de Jesucristo, que se celebra en cada Pascua y se actualiza en cada misa. El pudor corresponde a lo que el Evangelio llama “corazones puros” (Mateo 5, 8); es preciso reivindicarlo, custodiarlo, promoverlo y educara los niños en él. Se juega en ello una joya de la humanidad.

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