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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

¿Y para qué sirve leer?

Por SERGIO SINAY (*)

¿Y para qué sirve leer?
30 de Abril de 2017 | 07:44
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

En este mismo instante, aquí, está ocurriendo un milagro. Alguien lee estas palabras. Damos por sentada nuestra capacidad de leer, como si fuera una condición natural, al igual que la respiración, que la circulación de la sangre por nuestras venas, que el funcionamiento de nuestro corazón y demás órganos. Pero no es así. La lectura es una creación y una conquista. No nacemos sabiendo leer y, cuando pasa el tiempo, olvidamos lo difícil que fue el aprendizaje. Debieron transcurrir más de 5 mil años de historia humana para que la palabra escrita llegara a ser lo que es hoy. La escritura fue primero pictográfica, se reducía al dibujo primitivo de objetos o escenas que se grababan con cuñas en tablas de arcilla. Después se convirtió en ideográfica, un paso más complejo por el que los dibujos empezaron a simbolizar ideas. Cuando los símbolos comenzaron a representar sonidos y permitían una lectura en voz alta, la escritura devino fonética, como es hoy. En la antigua Grecia se incorporaron por primera vez las vocales y los fenicios trajeron el alfabeto tal como lo conocemos.

Se podría sugerir este aforismo: Dime como hablas y te diré cuánto lees, lo que también es aplicable a la escritura

Esta muy breve síntesis describe una de las más extraordinarias y trascendentes creaciones humanas, nacida de la necesidad de comunicarse, de narrar, de dejar huellas del propio tránsito. Aunque parezca natural y sencillo, leer un texto (cualquiera, el más simple y breve de todos) es un milagro. Es bueno recordarlo hoy, ya que esta semana se inauguró en Buenos Aires la edición número 43 de la Feria del Libro. Miles de tomos y de páginas convivirán allí durante tres semanas junto a artefactos, productos y actividades que poco y nada tienen que ver con la literatura, el pensamiento, la lectura. Aun así, y pese a quienes quieren darle un entierro prematuro, el libro sigue empecinadamente vivo. Y con él, todo lo que representa.

LEER Y ESCRIBIR

“Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”, afirma el peruano Mario Vargas Llosa, inspirado autor de obras imprescindibles como “Conversación en la Catedral”, “La tía Julia y el escribidor”, “La ciudad y los perros”, “Los jefes”, “Travesuras de la niña mala” y tantas más. Todos quienes accedimos al don de la lectura podríamos hacerle coro. Y deberíamos agradecer eternamente a quienes nos enseñaron y nos entrenaron en esta capacidad. Los seres humanos somos las únicas criaturas que hablamos, escribimos y leemos. La palabra es el puente que permite a cada uno salir de la soledad existencial básica y encontrarse con el otro. Es el instrumento esencial de la comunicación, y la comunicación, a su vez, es amor. En la escritura la palabra alcanza su cima, porque para que alguien lea alguien debe escribir. Y así se genera un maravilloso círculo virtuoso. La respuesta a la pregunta “¿Cómo hago para poder escribir?” es, sencillamente, “Comenzá por leer”.

La lectura nos nutre de palabras y descubrimos la riqueza de cada vocablo. Cuando se enlazan en frases, párrafos y textos, todos ellos dicen más de lo que parece en un principio. A quien lee se le abre un extraordinario panorama de sentidos para su propia vida. Accede a la empatía, toma contacto con emociones, afectos, sensaciones, procesa experiencias, entiende fenómenos, bebe ideas desconocidas. Entra en contacto con otras almas, se rodea de amigos, comprende, aprende, razona, se alimenta, crece, desarrolla sus instrumentos existenciales. Leer, en definitiva, alimenta el alma y la memoria, sirve herramientas a la mente, abre mundos, aviva y entrena la imaginación, inspira, enseña a deducir, a relacionar, a pensar. El que lee nunca está solo, afirmaba el gran Roberto Fontanarrosa. Y tenía razón. Aun sentados en una habitación a solas, mientras leemos visitamos mundos, conocemos gente, accedemos a historias, vivimos otras vidas, nos hacemos de amigos, de confidentes, vivenciamos experiencias y aventuras increíbles, nos formamos y transformamos. Esto es porque quien lee tiene la oportunidad de transformarse para mejor y enriquecer su capacidad para mejorar, a su vez, el mundo.

Nicolás Avellaneda, quien fue presidente de la Nación entre 1874 y 1880, y sa Sarmiento en el cargo, solía decir: “Cuando oigo que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él”. Acaso no sea siempre así, pero, en general, hay muchas posibilidades de acertar en la predicción.

El agudo ensayista británico Terry Eagleton comienza su ensayo “Cómo leer literatura” con la advertencia de que es imposible acercarse estética, política o teóricamente a un texto literario si no se tiene un cierto grado de sensibilidad hacia el lenguaje. Y esa sensibilidad se adquiere precisamente a través de la lectura. Se podría sugerir este aforismo: dime cómo hablas y te diré cuánto lees. Lo cual es aplicable también a la escritura. Algunos fanáticos de las nuevas tecnologías (los llamados “tecnoeufóricos”) suelen afirmar con cierta ligereza que estas tecnologías y sus derivados, como las redes sociales, los mensajes de texto, WhatsApp y demás, fomentan la lectura y la escritura porque no se los puede usar sin leer y escribir. Sin embargo, para estar de acuerdo con esa afirmación habría que redefinir qué significa leer y escribir, porque a la luz de los hechos, en el uso de estas herramientas se observa una peligrosa y creciente destrucción de la sintaxis, de la transmisión ordenada de ideas (como para que sea posible entenderlas), de la riqueza y variedad expresiva de la palabra. Abundan las faltas de ortografía, las mutilaciones de palabras (sería excesivo llamarlas abreviaturas), el desconocimiento del vocablo completo, el desorden en la exposición. Lejos de contribuir al ejercicio de una lectura comprensiva y enriquecedora estas herramientas parecen producir un efecto contrario. Es que el abusivo ejercicio del “copy paste” (copiar y pegar) al que son adictos tantos estudiantes, profesionales y personas en general, semeja un atajo para evadir la lectura y la escritura. No sorprende que la incapacidad para comprender textos (uno de los dramas que revelan las pruebas educativas, aun en universitarios) haya crecido en paralelo con la adicción a las tecnologías de conexión.

Cuando leemos un libro o un texto impreso la experiencia es también corporal. La textura, el peso, la forma, el olor de la tinta, lo colores, la acción de nuestras manos sobre el papel, agregan a la lectura un contenido sutil, pero de enorme importancia

INMORTALIDAD IMPRESA

Cuando leemos un libro o un texto impreso la experiencia es también corporal. La textura, el peso, la forma, el olor de la tinta, los colores, la acción de nuestras manos sobre papel, su contacto, agregan a la lectura un contenido sutil pero de enorme importancia. El libro nos convoca a quedarnos, no hay zapping, no hay “clickeo”. Es fiel, no nos abandona por un corte de luz, por falta de batería, por caída del sistema. Nos abriga en nuestro sillón predilecto, en la cama (hasta que nos dormimos, o cuando estamos enfermos) e incluso duerme con nosotros. Resiste caídas sin que ningún cuarzo o tecla se rompa. Y es siempre de última generación, ese ejemplar que leímos puede acompañarnos hasta el último día de nuestras vidas, sin pedir una actualización constante y maníaca. Un libro nunca será obsoleto, como jamás lo fue desde que se inventó la imprenta, hace casi siete siglos. Hay copias de los primeros textos impresos, pero no existe ni rastro del primer mensaje electrónico.

¿Para qué sirve leer, en fin? Para sentirnos humanos y, en muchos aspectos, para vivir mejor.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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