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Leonard Cohen, la voz grave de la poesía

El cantante canadiense, al igual que Bob Dylan, fue también hombre de letras y, como tal, recibió en 2011 el premio Príncipe de Asturias. Su admiración por García Lorca. Un artista que sigue marcando el pulso cultural de esta época

Leonard Cohen, la voz grave de la poesía

Leonard Cohen

Por MARCELO ORTALE

30 de Abril de 2017 | 07:45
Edición impresa

Cuando el año pasado se le otorgó el Nobel al cantante Bob Dylan, muchos dijeron que la Academia empezaba a transitar un camino virgen, puesto que lo que buscaba era redefinir los límites de la literatura. La polémica sobre ese asunto se generalizó, pero en realidad nada había de original en ese reconocimiento. Cinco años antes en 2011 y en España, se le había otorgado el premio Príncipe de Asturias de las Letras a Leonard Cohen (1934-2016), el cantautor canadiense, por su tarea como escritor, autor de novelas y libros de poemas.

Definido por la crítica como “uno de los cantantes y compositores más fascinantes y enigmáticos de finales de los 60”, Cohen se encuentra incorporado al Salón de la Fama del Rock ad Roll de los Estados Unidos y en el Salón de la Fama Musical de Canadá. Recibió la Orden de Canadá, la Orden Nacional de Quebec y el ya mencionado galardón del premio Príncipe de Asturias, entre otras múltiples distinciones que obtuvo.

No es que los cantautores vayan por la literatura. Es ésta la que vuelve por ellos y les tiende la mano. Los trovadores medievales, los juglares, cantaban y contaban historias de amor a la humanidad. Mucho antes que ellos, los bardos transmitían historias y leyendas épicas en los primitivos países de Europa. La literatura, acaso agotada de tanto ensimismarse, quiere volver a deambular con esta gente. Autores como Serrat –“ No hay nada más bello que lo que nunca he tenido/ Nada más amado que lo que perdí”-, Joaquín Sabina, el francés Georges Brassens, la fadista portuguesa Amalia Rodrígues, nuestro sabio decidor Atahualpa Yupanqui y tantos otros, son tan escuchados como leídos.

Ahora, en el siglo XX, dos de ellos lograron consagraciones literarias poco comunes. Siete años menor que Cohen, el estadounidense Dylan llegó a la cúspide. El canadiense, más retraído y no menos talentoso logró en España –su país más amado luego del suyo, la tierra que acunó a su su poeta preferido, Federico García Lorca- un reconocimiento también consagratorio.

Tal vez apartado de los circuitos comerciales más activos, a Cohen se lo puede recuperar no sólo en discos sino en las generosas redes de Internet. Su voz profundamente grave, amasada en los alcoholes y tabacos de la vida, su actitud inocente de encorvarse al cantar como buscándose, como explorando su propio cante-hondo de gitano-canadiense, terminan por imantar al espectador.

Por otra parte, es absolutamente imperdible el discurso que improvisó Cohen al recibir el premio Príncipe de Asturias. También se lo puede escuchar por internet. Entre quienes lloraron conmovidos por semejante muestra de humanismo, de sabiduría, de gratitud por la España que le había dado cuarenta años antes su guitarra de madera aún olorosa, se encontraba la Reina Sofía.

En ese discurso Cohen aludió a la influencia española en su obra, en especial la ejercida por Federico García Lorca: “Lorca fue el primer poeta que me invitó a vivir en su mundo”, afirmó Cohen en una rueda de prensa que ofreció esos días. Dijo que lo había empezado a leer a los 15 años de edad y que, en su honor, le puso a su hija el nombre de Lorca. También recordó en su discurso de aceptación las enseñanzas que le impartió en pocas lecciones un joven guitarrista español afincado en Canadá. Lo cierto es que donó los 50 mil euros del premio a la Universidad de Oviedo para impulsar una cátedra concebida “como lugar de encuentro entre la poesía y la música, entre los creadores y el público, entre el arte y la sociedad”.

A sólo manera de ejemplo, se transcribe uno de los poemas más recordados de Cohen, titulado “Esperando a Marianne” que, claro, lo canta con su voz rescatada de los sótanos del mundo. Dice así: “He perdido un teléfono/ que olía a ti/ Vivo junto a la radio/ todas las emisoras a la vez/ pero capto una nana polaca/ la capto entre la estática/ se desvanece yo espero mantengo el ritmo/ viene de vuelta casi dormida/ Acaso tomaste el teléfono/ sabiendo que yo lo olfatearía inmoderadamente/ tal vez hasta que calentara el plástico/para recoger hasta la última migaja de tu respiración/ y si no piensas volver/ cómo ibas a telefonear para decirme/que no piensas volver/ para así, por lo menos, poder discutir contigo”.

La editorial Oxford publicó en los 60 una antología de poesía canadiense, entre quienes figuraron excelentes poetas como Earle Birney, Irving Layton y Al Purdy. Junto a ellos apareció la firmeza lírica del entonces joven Leonard Cohen, aunque ya entonces estaba atrapado por sus extensas giras artísticas internacionales, cuando su voz y sus letras se presentaban juntas a dar cátedra en los escenarios.

TESTIMONIOS

Para despedir a Cohen –fallecido el 7 de noviembre del año pasado- en el suplemento Radar de Página 12 se dijo: “A los 33 años, cuando debutó como cantautor, era demasiado viejo para el rock en una época tan juvenil como los ’60, pero no para convertirse en un cantante folk, ni para reinventarse a partir de una voz que lo haría reconocible para siempre. Una voz que el tiempo, el whisky los cigarrillos volverían cada vez más grave, profunda y única. Antes había sido el vástago de una tradicional familia judía de Canadá, había publicado una novela y algunos relatos. Varias generaciones le deben himnos como “Tower of Song”, “I’m Your Man”, “Hallelujah” o “Everybody Knows”. En momentos en que a raíz del Nobel a Bob Dylan se discuten intensamente los límites entre la poesía y la canción, sin dudas la respuesta está soplando en el viento y en la obra de Leonard Cohen, quien murió diez días atrás a los 82 años, cuando acababa de aparecer su disco You Want It Darker, hay una despedida apenas anticipada”.

El novelista Marcelo Figueras escribió lo siguiente: “Aunque las crónicas digan que Leonard Norman Cohen murió a los 82, sabemos que no es del todo cierto. La verdad está más cerca de lo que expuso en el poema “No se supone que estés acá”, cuando alude a “la ficción de mi ausencia”. O de lo que dejó caer en “Tower of Song” (1988): “Les digo adiós, no sé cuándo volveré/ Mañana nos mudan a esa torre que está más adelante/ Pero seguirán escuchando cosas mías, mucho después de que me haya ido/ Les estaré hablando dulcemente, desde mi ventana en la Torre de la Canción”.

Los versos de Cohen, agregó, “van desde la crueldad hasta la mayor de las ternuras, con una autoridad que no caduca. “Everybody Knows” es del ‘88, pero parece haber sido escrita para mañana: “Todo el mundo sabe que la guerra terminó/ Todo el mundo sabe que perdió el bando de los buenos/ Todo el mundo sabe que la pelea estaba arreglada/ Los pobres se quedan pobres, los ricos se enriquecen/ Así son las cosas”.

Lo despide con estos versos que escribió el mismo Cohen: “Y en lo que respecta a las mujeres/ y a la música/ las habrá a montones/ en el Paraíso”.

También describió a Cohen en columnas de diarios metropolitanos el escritor y crítico musical platense Sergio Pujol. Tras reseñar que llegó a Nueva York en 1966 cuando la fiesta del rock ya había comenzado, dice que “venía de largos inviernos y exquisitas lecturas, con algunos libros publicados, rastros de una carrera literaria más que digna –el Premio Literario de Quebec por El juego favorito había sido un acto de justicia– que, sin embargo, no lo terminaba de satisfacer, quizá porque tras su calma ajena a las veleidades del pop en Leonard se escondía una enorme ambición intelectual, un deseo de trascendencia”.

“Entonces tomó la guitarra, recordó los seis acordes perfectos que le había enseñado su profesor español de Montreal y se largó a componer canciones de versos tristes y sublimes”, añadió Pujol. “Fue quizá el mejor poeta oral de su tiempo, aunque tal vez las cosas se dieron de un modo impensado. Finalmente, en el territorio incontinente de la canción encontró su voz, grave y parsimoniosa. Pudo decir con Barthes que la canción es ese espacio muy preciso en el que una lengua se encuentra con una voz. En su caso, esa voz solía sonar mejor replicada por coros femeninos, metáfora musical de su feeling con las mujeres. Mientras muchos de sus contemporáneos buscaban perforar con rabia el establishment musical con voces agudas y metálicas, Leonard se sumergió en la vibración más honda, a veces cruda, por momentos de una fragilidad emocional casi impúdica”.

Agregó Pujol en su artículo periodístico: “Habría que incurrir en el capricho para que una comparación entre David Bowie y Leonard Cohen resultara pertinente. Cuesta encontrar figuras tan diferentes. Pero ambos redoblaron las apuestas de sus corpus artísticos en el tramo final de sus vidas. Ambos cumplieron con la antigua máxima del buen morir, despidiéndose a lo grande, por encima del resto de los mortales. En el caso de Leonard hubo más tiempo de preparación: logró cruzar la marca de los 80 años con voz y guitarra enteras, toda una provocación. En “Going Home”, la primera canción del disco Old Ideas, imaginó a Dios describiéndolo a él, criatura imperfecta, “perezoso bastardo con su traje”. En realidad, aquel hombre de negro concibió la canción como forma de expiación al final de una vida libre y variada. Dios lo tenía bien calado, sabía hasta qué insólito punto llegaban sus ambiciones poéticas: “Leonard quiere hacer una canción de amor/una oda al perdón/ un manual del vivir derrotado/ un grito por encima del dolor/ un sacrificio mal cicatrizado/ que no es gaje de su oficio/ sino mío”.

Su voz grave y piadosa es un legado para la familia humana. “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz” murmuró Cohen.

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