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La literatura en los hombres de Mayo

Los primeros escritores que impugnaron la herencia hispánica. La actitud separatista de España de los poetas gauchescos: los cielitos de Bartolomé Hidalgo. La influencia de Rousseau sobre Mariano Moreno y Manuel Belgrano

La literatura en los hombres de Mayo

Por MARCELO ORTALE

28 de Mayo de 2017 | 06:45
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“La revolución de Mayo de 1810 es uno de los fenómenos más complejos de nuestra historia, y por eso el más difícil de interpretar”, define la historiadora Cecilia González Espul. La especialista señala que, según una corriente historiográfica, en esa jornada, un fuerte sector de la población impugnó la herencia hispánica, negándole todo valor al pasado colonial, en un pensamiento representado por los liberales y jacobinistas Mariano Moreno y Juan José Castelli.

Frente a esa interpretación, surgió la tendencia del revisionismo, que sostuvo que los movimientos en apariencia insurgentes de mayo en toda América hispánica sólo instalaron una junta provisional de gobierno para preservar en cada lugar la corona de Fernando VII. No había entonces, alegaron, una postura separatista o independentista, sino una maniobra destinada a sellar la lealtad con España y hacia el rey prisionero de Napoleón.

Muchos académicos sostienen que la naciente literatura argentina osciló entre esos extremos, en especial los escritores considerados cultos que tardaron más en desligarse de la influencia hispánica, pero no así la poesía popular representada, entre otros, por el oriental Bartolomé Hidalgo y sus memorables “cielitos”.

Muchos estudiosos calificaron a Hidalgo como al “Homero de la poesía gauchesca”, predecesor de Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández

El especialista Rogelio Demarchi califica a Hidalgo como “el ideologema de la revolución, en estricta sintonía con el ideario de Mayo: nuestra libertad es lo que está en juego en el enfrentamiento contra ellos. Nosotros, cuando no los nuestros, señala a los revolucionarios y patriotas criollos; y ellos, por supuesto, a los españoles. A partir de esa drástica división, los nuestros serán investidos con todos los valores positivos, al contrario de ellos, que deberán cargar con los negativos”.

“Ellos dirán: Viva el Rey/ Nosotros: la Yndependencia/ Y quiénes son más corajudos/ Ya lo dirá la experiencia”, dice una copla del “Cielito a la Expedición” de Hidalgo. Con claridad se pronuncia el poeta en otros versos escritos en esa madrugada soberana, aún penumbrosa, que corre entre la Revolución de Mayo y la declaración de independencia en Tucumán: “No queremos españoles/ que nos vengan a mandar/ Tenemos americanos/ Que nos sepan gobernar”.

Agregará también: “No se necesitan Reyes,/ Para gobernar los hombres/ Sino benéficas leyes. / Libre y muy libre ha de ser/ Nuestro jefe, y no tirano;/ Este es el sagrado voto/ De todo buen ciudadano. / Cielito, y otra vez cielo,/ Bajo de esta inteligencia,/ Reconozca, amigo Rey,/Nuestra augusta Yndependencia/ Mire que grandes trabajos/ No apagan nuestros ardores,/Ni hambres, muertes ni miserias,/ Ni aguas, fríos y calores. /Cielito, cielo que sí,/ Lo que te digo Fernando,/Confiesa que somos libres/ Y no andés remolinando. /[...] / Mejor es andar delgao, /Andar aguila y sin penas,/Que no llorar para siempre/Entre pesadas cadenas”.

Muchos estudiosos calificaron a Hidalgo como al “Homero de la poesía gauchesca”, predecesor de Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, aunque Borges pone en suspenso la definición y sostiene que “Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón”.

Demarchi no define a Hidalgo como fundador de la literatura separatista y nacional, pero sí considera que su voz representa la del paisanaje que “desde el punto de vista político se declara a favor del programa revolucionario que los sectores criollos del Río de la Plata despliegan a partir de Mayo de 1810”.

El académico Pedro Barcia indica que existió un autor anterior a Hidalgo, el sacerdote rioplatense Juan Baltasar Maciel (1727-1788), que fue acaso el definitivo Homero argentino, el verdadero iniciador de la gauchesca que, en su poema “Canta un guaso”, fundó el separatismo literario. Expresa Barcia en su ensayo titulado “”Las letras rioplatenses en el período de la Ilustración: Juan Baltasar Maciel y el conflicto de dos sistemas literarios”, que Maciel “escribió una veintena de poemas, entre los cuales figuran aquellos dos «soneto garrafales» que levantaron polvareda y que, finalmente, tuvieron efecto contrario pues lo indispusieron con el Virrey, quien lo hostigó hasta lograr lanzarlo al exilio”.

La voz de Maciel en “Canta un guaso”, dice Barcia, “es la de un campesino, un gaucho o guaso, por otros nombres, como los de gauderio, camilucho, mozo amargo, que también recibió el habitante de la campaña. La fonética, escrita, es «guaso», con aspiración de la «h» original: «huaso». Este es el primer rasgo de fonética que registra el poema”.

“La voz no es la de un hombre cualquiera, es la de un cantor, figura funcional dentro de la comunidad rural que ha sido descripta por Sarmiento en Facundo (cap. II) y encarnada en el Viejo Chano, en Aniceto el Gallo, en Martín Fierro y tantos cantores facultativos de la ficción gauchesca. El cantor asume la voz del pueblo. Voz anónima, a diferencia de la del sistema literario neoclásico que subraya cada texto con el nombre de autor. Aquí la autoría no cuenta. La expresión «en estilo campestre» define el nivel de lenguaje y la existencia de una poética del cantor popular”.

En cuanto a la relación del escritor con su suelo, en los días inaugurales del país, uno de los autores populares, Fray Cayetano Rodríguez (1761-1823), dejó esta frase: “La patria es una nueva musa que nos influye divinamente”.

Es claro que muchos intelectuales cultos participaron de la gesta revolucionaria y que, con el fin de “reanimar el espíritu amortiguado de la Revolución”, crearon en 1811 la Sociedad Patriótica, cuyo lugar de reunión fue el café de Marco, situado en lo que hoy es la esquina porteña de Bolívar y Alsina. Morenistas la mayoría, entre ellos estaban Bernardo Monteagudo, Pedro Agrelo, Julián Alvarez , Asimismo, aparecen los nombres y las legtras patrióticas de Vicente López y Planes, Esteban de Luca, Ignacio Núñez, Juan Ramón Rojas y, entre otros Juan Crisóstomo Lafinur, estos últimos nucleados en la llamada Sociedad del Buen Gusto del Teatro.

Se conoce que, inspirados en los escritos fundacionales de Mariano Moreno y Manuel Belgrano, los literatos separatistas de la Argentina naciente se guiaron también por la gravitación de Juan Jacobo Rousseau, sobre quien dijo Moreno: “Este hombre inmortal que formó la admiración de su siglo y que será el asombro de todas las edades”.

Promovida por Moreno, en 1812 se inauguró la primera biblioteca pública de Buenos Aires y en su primer mes de vida los habitantes de Buenos Aires ya habían donado más de 2.000 libros.

Pero se conoce también que el conservadorismo y la cultura colonial no se habían replegado. Como señala Guillermo Ara, salvo excepciones, la literatura nativa seguía como anclada al espíritu de España. “La literatura argentina —lo que así se llamaría después— nació colonial y constituyó, hasta el primer cuarto del siglo XIX, una parcela del orbe español, afirmado en América desde la conquista. El problema de una independencia cultural no se planteó entre nosotros en los términos de urgencia y afirmación que caracterizaron la ruptura de vinculos políticos con España”.

De allí que sean muchos los críticos que señalen a Esteban Echevarría (1805-1851), como al primero que plasmó –especialmente a través de su cuento “El Matadero”- una literatura nacional autónoma y fundacional, sin que ello signifique, agregan, desestimar el fuerte intento separatista y de libertad que anidó en la literatura gauchesca y en el nuevo sentimiento que inspiraba a muchos escritores.

Leonor Fleming dijo de Echeverría que “a partir del redescubrimiento de Dante por los románticos europeos, con Byron a la cabeza, los ecos de esa relectura llegan al Río de la Plata de la mano de la generación romántica de 1837” y que es Echeverría el que irradia ese autor sobre Bartolomé Mitre, que traduce La Divina Comedia. Los románticos americanos también adoptan a Byron, como inspirador.

EL ESCENARIO

Además de los rastrojos ideológicos que maleaban el terreno –con posturas nobles en muchos casos, pero claramente contrarias a todo impulso revolucionario, como fue la de Liniers finalmente fusilado por la Revolución- el desafío que enfrentaban los políticos y también los intelectuales consistía en cómo poder sembrar semillas independentistas en un territorio ganado por siglos monárquicos, todavía cercado por poderosos ejércitos españoles y por el desaliento de extensiones ilimitadas y desérticas.

El foco en nuestro virreinato de la Revolución de Mayo fue, sin dudas, la ciudad de Buenos Aires, que en 1810 sólo tenía algo menos de 40 mil habitantes –con casi una cuarta parte de ellos españoles o de ascendencia ibérica- y una superficie de 25 cuadras desde el río hacia el Oeste y de algo más de 15 cuadras desde San Telmo hasta la Recoleta arriba. A pesar de que no se realizaban censos, se estimaba entonces que lo que hoy es la totalidad del territorio argentino tenía sólo unos 300 mil habitantes y que otros 300 mil pertenecían a las tribus indígenas diseminadas en el aún inaccesible mapa.

La economía del hasta entonces Virreynato del Río de la Plata no representaba ningún interés mayor, ni para España ni para otros países. Los únicos productos que generaban intercambio eran la plata y el cuero, sin artesanías agregadas.

Muchos críticos señalan a Esteban Echevarría (1805-1851), como al primero que plasmó -especialmente a través de su cuento “El Matadero”- una literatura nacional autónoma y fundacional

Estos datos comunes a la mayor parte del Continente –dicen los historiadores- no hacen sino valorar el enorme esfuerzo cultural y político desplegado por los revolucionarios de Caracas, Bogotá, Guayaquil, Lima, Charcas, Chuquisaca, Santiago de Chile, Córdoba, Salta, Buenos Aires, Montevideo- en donde los independistas se ilustraban leyendo a los ideólogos de la Revolución Francesa, a los doctrinarios estadounidenses o a filósofos ingleses.

En nuestra tierra, desde esos grupos ciertamente reducidos partieron como rayos excéntricos las expediciones originales de la Primera Junta, la de Belgrano y luego la libertadora de San Martín, secundadas, claro está, por la firmeza en la defensa de la soberanía popular por parte de un racimo de caudillos regionales, como Artigas en la otra orilla, Güemes en el Norte y otros que apuntaban, antes que nada, a la independencia.

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