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Dos historias inspiradoras, entre la adversidad y la superación

Roberto vive en San Carlos y tiene ocho hijos; Luciano, en City Bell, es padre de tres. Pese a sus realidades disimiles, ambos comparten un amor fuera de lo común

Dos historias inspiradoras, entre la adversidad y la superación

En medio de su dura rutina laboral como chofer, Roberto encontró hace unos meses 23 mil pesos en su taxi y los devolvió.

LUCIANO Y AILEN

18 de Junio de 2017 | 03:27
Edición impresa

Con ocho hijos, cinco de los cuales dependen exclusivamente de él, la paternidad no es para Roberto López (42) lo que se dice “un día de campo”. Sólo para cubrir sus necesidades básicas tiene que dejarlos a las cinco de la mañana al cuidado de una hermana y aferrarse al volante de un taxi no menos de doce horas por día, siete días a la semana, sin francos ni feriados. Pero él no quiere sólo cubrir sus necesidades básicas... aspira a poder darles alguna vez algo más. Es así que cada vez que se le presenta la oportunidad pide hacer doble turno, lo que implica literalmente manejar hasta que la vista y el cuerpo ya no dan más. En medio de esa dura rutina cotidiana, hace unos meses Roberto encontró en el asiento de atrás de su auto una bolsa con papeles y dinero: eran 23 mil pesos, más de lo que consigue juntar a fuerza de enormes sacrificios en su mejor mes. Lo que pasó por su cabeza en aquel momento es algo que sólo sabe él mismo. Difícilmente no haya pensado en las necesidades de sus hijos o incluso en una tregua laboral para sí. Lo cierto es que los devolvió.

En otro extremo de la Ciudad, también Luciano Corradini se desvive por satisfacer las necesidades de sus tres hijas, sobre todo las de la mayor, Ailén. Ella nació hace 13 años con Síndrome de Rett, una enfermedad genética que le impide caminar y hablar, además de provocarle violentas convulsiones. Pese a todo Ailén está consciente y disfruta tanto del aire libre como de la compañía de su papá. Desesperado por encontrar la forma de que la enfermedad no fuera una barrera entre ellos dos, Luciano compró una silla especial y comenzó a llevarla a la República de los Niños a entrenar con él. Juntos participaron ya en una docena de carreras de 10 kilómetros. Ahora su meta es participar de una maratón.

Mientras otras historias tan inspiradoras como las de Roberto y Luciano pasan a diario desatendidas en medio de la vorágine de la información, El Día quiso aprovechar la ocasión Padre para compartir las suyas como un homenaje a todos los que se esfuerzan a diario por darle un sentido especial a la paternidad.

Cuenta Luciano Corradini (42) que la idea se le ocurrió hace como cinco años una tarde en que estaba en la República de los Niños, a donde suele ir a correr para despejarse después de trabajar; y que si bien al principio le pareció una locura, esa locura fue creciendo lenta e inexorablemente dentro de él.

“Dicen que hacer footing genera euforia y podés llegar a pensar cosas medio chifladas. Parece que el cerebro libera no sé qué encimas que provocan algunas veces este estado, pero bueno, se me ocurrió salir a correr con mi hija Ailén. El tema es que ella no camina; tampoco puede hablar. Tiene una enfermedad que se llama Síndrome de Rett. Es una enfermedad genética que afecta a las mujeres y que causa además convulsiones, escoliosis, bruxismo… Muchas veces hasta necesita oxígeno para poder respirar. Por eso pensar en salir a correr con ella sonaba al principio como una locura. Cuando paraba de correr y se me pasaba ese estado de euforia, me decía: no puedo, es imposible, no vamos a poder”, cuenta Luciano, que está casado con Mariana, es padre también de Charo y Emma (7), y vive en City Bell.

Así fueron pasando los días. Cada vez que salía a correr, Luciano seguía imaginando cómo sería hacerlo con Ailén, en la felicidad de compartir algo especial con su hija; y al volver a casa se lo contaba a ella para que estuviera al tanto de la locura que quería hacer su papá. No tenía una silla adecuada, ni sabía dónde encontrarla, pero de a poco, sin darse cuenta, aquella locura iba abriéndose camino dentro suyo.

Cierto día, al enterarse que en Valencia había una nena llamada María que también tenía Síndrome de Rett y ya había corrido más de quince maratones con su papá, Josele Ferré, la locura dejó de pronto de parecerle tal. Luciano puso una foto de ellos en el escritorio de su computadora y todos los días al abrirla se imaginaba a sí mismo con Ailén. Mientras tanto le contaba la idea a sus amigos, juntaba plata para comprar la silla y buscaba cómo conseguirla en internet.

La solución se le presentó al contactarse con la Fundación para Atletismo Asistido, donde otros papás le mostraron cómo debía ser la silla para que soportara el uso y dónde la podía conseguir. Meses más tarde un amigo se la traía desde Estados Unidos y a fin de ese año la familia entera la probaba en la República de los Niños con Ailén.

A fuerza de salir a entrenar juntos dos o tres veces por semana, Luciano se animó un día a anotarse en una carrera con su hija. Desde entonces han corrido unas quince; entre ellas, las organizadas por Unicef, la Fundación para el Atletismo Asistido, la Municipalidad de La Plata y el Hospital de Niños, que tuvo para ellos un significado especial porque allí trabajan muchos de los médicos que atienden a Ailén.

“Le encanta salir a correr. Sonríe, me busca con la mirada, suspira… ella tiene esa forma de comunicarse. Cuando le digo que vamos a correr una carrera se pone como loca de la emoción. En general venimos corriendo competencias de diez kilómetros, pero el objetivo para este año es ver si llegamos a los 21 –se ilusiona Luciano-. Quien sabe, quizás algún día podamos completar una maratón”.

Roberto López (42) esperaba en la parada de la Terminal de Omnibus a que le llegara el turno para cargar pasajeros en su taxi cuando oyó un llamado por radio. La operadora avisaba a los taxistas que una pasajera llevada hasta el Hospital de Niños con su hijo había dejado olvidado unos papeles de mucho valor. Como acababa de hacer un viaje como ése, Roberto miró en el asiento de atrás, donde vio que había una bolsa con estudios médicos y documentos. Y entre ellos un fajo de dinero: 23 mil pesos. Podía hacerse cargo del pedido solidario o simplemente dejarlo pasar.

“Me encontré a la mujer en la escalera y apenas me vio me abrazó y se puso a llorar. Temblaba. El dinero era para operar a su hijo. Sin esa plata no hubiera sabido qué hacer”

Por los días en que ocurrió el episodio, octubre del año pasado, Roberto estaba haciendo una vida demencial. Tenía al más chico de sus hijos varones, Yamil, internado en el Hospital de Niños por una neumonía que se complicó. “Vivía entre el taxi y el hospital, donde los enfermeros me aguantaban para que pudiera dormir. Pero era cosa de tirarme un rato, comer algo y volver a salir. Fueron dos meses en los que no descansaba más de tres horas por día. No sé cómo aguanté”, cuenta Roberto, cuya rutina diaria no es hoy tanto mejor.

Para cubrir las necesidades elementales de Yamil (2), Yanet (7), Tomás (10), Macarena (14) y Carla (15) –sus dos hijos mayores ya se emanciparon y la menor, de 10 meses, vive con la mamá-, Roberto tiene que subirse al taxi no menos de doce horas diarias todos los días de su vida, ya que sus ingresos como chofer no le dejan margen para tomarse francos ni reducir su jornada laboral. “Cuando arranco a las cinco de la mañana dejo los nenes al cuidado de mi hermano, que vive en el fondo; y durante el día, cada vez que paso cerca del barrio (San Carlos), me hago una pequeña escapada a casa para llevarlos a la escuela y ver cómo están. Trato de estar con ellos todo lo que puedo porque vienen de pasar unos meses muy duros con Yamil en el hospital”, cuenta él.

Acorralado como estaba en aquellos días, Roberto atendió el llamado de la operadora para avisar que las cosas reclamadas estaban en su taxi y salió de la fila de la Terminal para ir a devolverlas. “Me encontré a la mujer en la escalera y apenas me vio me abrazó y se puso a llorar –cuenta-. Temblaba: la plata que se había olvidado la había juntado un montón de gente para ayudarla a traer a su nene a que lo operaran en La Plata y quedarse con él los dos meses que iba a necesitar de recuperación. Sin esa plata no hubiera sabido qué hacer”.

Aunque dice que no hizo más que lo que correspondía, aquel gesto noble no mejoró las cosas para él. A la semana de haber devuelto el dinero, mientras se ocupaba de Yamil en el hospital, una banda de delincuentes le desvalijó la casa con sus hijos adentro. “Aprovecharon que yo no estaba y se metieron de noche mientras mis ellos dormían. Sólo una de las nenas los escuchó y se hizo la dormida. Por suerte a ellos no les pasó nada, pero nos dejaron sin nada: se llevaron el televisor, la computadora, el sillón y hasta la cocina. Los chicos quedaron tan traumados que no quisieron vivir más ahí y nos tuvimos que mudar”, cuenta.

Hoy Roberto vive amontonado con sus cinco hijos en la cocina de una casilla y sufriendo por no poder darles un lugar mejor. Si aceptó contar su historia fue sólo porque espera que alguien lo ayude. “No necesito que me regalen nada –dice-. Quiero un terreno para empezar de nuevo, un lugar donde construir algo que quede para mis hijos. Puedo pagarlo con mi sueldo si alguien acepta que lo haga en cuotas. Ya no podemos seguir viviendo así”.

 

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