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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Una epidemia de malos hábitos

Una epidemia de malos hábitos
23 de Julio de 2017 | 08:52
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Un acto que tiene lugar una sola vez no es más que eso. Un acto. Si el hecho se repite puede ser una casualidad. Si la repetición resulta reiterada ya es hábito. Si el hábito se mantiene deviene en costumbre. Y una costumbre que se prolonga en el tiempo suele terminar en creencia. Se cree entonces que algo es, o debe ser, así porque siempre lo fue y no necesita explicación ni justificación. Hay un tipo de acto que se repite cada vez con mayor frecuencia en nuestra vida cotidiana. Se muestra de maneras distintas, pero en el fondo es siempre el mismo. Consiste en no responder a llamados, prometer respuestas y no darlas, no devolver lo prestado, dejar en espera (telefónica, física o digital) a una persona hasta que esta se resigna y abandona toda esperanza de ser atendida, no retribuir saludos, no dar gracias, no pedir por favor, no enviar presupuestos prometidos a quien solicita un servicio, no realizar trabajos en tiempo y forma, faltar sin aviso a citas y compromisos que pueden ser desde personales hasta profesionales, sociales o laborales.

En la medida en que se repiten y su práctica se extiende, dejan de ser casualidad, se convierten en hábito. Y el hábito amenaza con transformarse en una nueva costumbre (¿o señal de identidad?) nacional. Como esta costumbre se manifiesta en personas de diferentes edades, desde las más tempranas hasta las más avanzadas, y de distintos niveles sociales, económicos y culturales, quizás no tarde en mutar en creencia. Es decir, que sin mediar argumentación, se decrete que así son y deben ser las cosas, que ese es el modo en el debemos relacionarnos.

EXCUSAS QUE NO VAN

No se trata de una cuestión superficial, de buenas o malas maneras. Son, en realidad, síntomas que merecen tomarse en cuenta. Porque denuncian un mal grave. La indiferencia ante el otro. O, peor, la ignorancia de su existencia. Y es grave porque ninguna comunidad, ninguna sociedad, se consolida, desarrolla proyectos, se tiende hacia el futuro y permite a sus integrantes una vida significativa, si la ausencia de registro del otro es costumbre y se transmite como creencia. Si nos educamos, si aprendemos a hablar y a escribir, si desarrollamos valores, si habitamos ciudades, si creamos leyes, si emprendemos proyectos, si podemos hablar de amor o celebrar días como los del amigo (como ocurrió en esta semana), si podemos ejercer nuestras profesiones y oficios, es porque existe el otro, ese que se define como prójimo. Nada de esto sería imaginable ni posible en vidas aisladas y solitarias o si naciéramos en islas deshabitadas de seres humanos y jamás nos cruzáramos con uno.

Para justificar esta práctica hoy tan extendida no bastan excusas del tipo “No me di cuenta”, “Ando con mil cosas en la cabeza”, “Se me pasó”, “Tengo problemas o cuestiones más importantes” o, sencillamente, “No es para tanto”. El filósofo lituano Emanuel Lévinas (1906-1995), que dedicó buena parte de sus reflexiones a la cuestión de la alteridad (la capacidad de cambiar la propia perspectiva para adoptar la del otro), decía que la moral se funda en una frase de cuatro palabras: “Usted primero, por favor”. La conciencia de que el semejante existe, de que le debemos consideración, de que merece ser honrado por mis conductas como espero ser respetado por las suyas. Una simple pregunta pone el dedo en la llaga. ¿Cómo se sentiría esa persona que no devuelve llamados ni mensajes, que no asiste a citas y no avisa, que no saluda, que no regresa lo prestado, que no envía el presupuesto a quien lo espera porque necesita de sus servicios, que deja a alguien en eterno remojo sin importarle y que no cumple plazos acordados, si fuera ella la destinataria de tales conductas? Es decir, si se pusiera por unos pocos pasos los zapatos del otro. Seguramente otro gallo cantaría si cada uno se hiciera a sí mismo este interrogante como práctica cotidiana hasta que se convierta en costumbre. Y hasta que compartamos la creencia de que es un deber moral, aun en las cuestiones aparentemente mínimas, caminar unos metros con los zapatos del prójimo.

Hace un tiempo se discutía en España la pertinencia de incluir en los programas escolares la materia Educación para la Ciudadanía. El matemático, filósofo y docente Ricardo Moreno Castillo (cuyo “Manifiesto antipedagógico” es una encendida e ineludible defensa del valor de la educación y un saludable lavado de cabeza a quienes creen que esta debe ser una disciplina divertida a desarrollarse sin esfuerzo ni compromiso y con docentes que funcionen como pares de sus alumnos), estaba a favor de esa materia. Y desarrolló sus argumentos en un artículo incluido en el libro “De la buena y la mala educación”. Allí sostiene que muchas de las materias escolares se imparten para que el alumno las interiorice aun antes de comprenderlas. Ejemplos: después de estudiar el aparato digestivo en biología, entenderá por qué le prohíben los dulces. Tras estudiar las bacterias sabrá por qué le hacen lavarse las manos antes de comer. Cuando estudie la respiración comprenderá los peligros de fumar. Del mismo modo, afirma Moreno Castillo, hay que enseñar desde temprano hábitos de convivencia (pedir por favor, no hablar a los gritos, responder cuando se le habla, ceder asiento a personas mayores, saludar, etcétera) y rutinas de trabajo (hacer los deberes, tender su propia cama, colaborar en la preparación de la mesa o el recogimiento de la vajilla, guardar sus juguetes) “cuya importancia no puede entonces comprender pero a partir de cierta edad sí han de ser motivo de reflexión”.

UNA PREGUNTA INQUIETANTE

Educar para la ciudadanía, piensa Moreno Castillo, es enseñar que tenemos obligaciones para con los demás y que hay normas que las rigen. Los que no aprendan hábitos de higiene en su casa, apunta este docente, quizás tampoco los adquieran al estudiar biología. Del mismo modo en que quienes no estén criados en un ámbito en el que se respete a los demás tampoco respetarán solo por estudiar Educación para la Ciudadanía. Pero ya no podrán argumentar ignorancia respecto de estas cuestiones básicas para los vínculos humanos.

Las reflexiones del maestro español nos confrontan con una interpelación urticante. ¿La costumbre de ignorar al otro y a las normas de convivencia, que se extiende y manifiesta a través de los actos aquí mencionados y de varios más, se están transmitiendo de una generación a otra? ¿Empieza en los hogares y se prolonga luego a los ámbitos de trabajo, a las prácticas laborales y profesionales, a la cultura empresarial, al ejercicio de la política, a la escuela, a los espacios públicos y comunitarios, a las relaciones humanas en sus variadas formas? “Donde fueres haz lo que vieres”, dice un antiguo refrán cuyo origen se atribuye en el siglo IV a Ambrosio, obispo de Milán. Si lo siguiéramos al pie de la letra y cada uno hiciera lo que ve hacer a tantos en materia de hábitos de convivencia, el diagnóstico del futuro que nos espera no sería el mejor. Quizás sea hora de reflexionar a tiempo, intercambiar zapatos y, caminando con el par ajeno, tomar conciencia de que el otro existe y merece nuestro respeto como esperamos el de él.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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