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Policiales |COMO SIGUE LA VIDA LUEGO DE MATAR EN DEFENSA PROPIA

“Si los tengo que echar a tiros apunto al aire”, dice un justiciero, un año después

Rubén Martínez se defendió a escopetazos de un asalto en Punta Lara. Sigue trabajando allí

“Si los tengo que echar a tiros apunto al aire”, dice un justiciero, un año después

Rubén Martínez, al lado del buzón que abrió en el portón de su cochera, para evitar que le roben igual que aquel miércoles 17 de agosto de 2016, cuando un asalto terminó en muerte - pablo busti

13 de Agosto de 2017 | 02:51
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“Peligro”, avisa un cartel en la puerta del almacén “El Querandí” de Punta Lara. En el mismo letrero se ofrecen garrafas de 15 kilos. Fue lo mismo que pidieron los cuatro ladrones que hace casi un año fueron a robar. Del grupo, uno quedó muerto adentro del local después de que el comerciante le pegó dos escopetazos.

Los doce meses que transcurrieron desde entonces fueron tranquilos para Rubén Martínez, de 72 años. No le volvieron a robar aunque sí tuvo inconvenientes con “chicos que aparecen dados vuelta”. A más de uno tuvo que echarlos con tiros al aire. Aunque atiende a poco menos de dos kilómetros de la comisaría, el hombre se cuida como puede: “Tengo que estar protegido, por eso tengo otras armas”, asegura.

Enfrente de un río picado por el viento frío, Rubén primero es reticente a hablar con EL DIA. Apenas si atiende a los dos extraños por detrás de un vidrio. Después se afloja y abre el portón de su cochera. Fue la misma puerta de entrada que tuvo la banda de delincuentes que a las 22 del 17 de agosto de 2016 entró en la despensa de la costanera y 126 para someterlo a golpes.

“Me pidieron una garrafa y les dije que eligieran cualquiera. Ahí me empezaron a pegar patadas, piñas y culatazos. También me retorcieron el cuello”. El relato podría corresponder al año pasado, pero es de hace menos de una semana. Rubén se acuerda con exactitud cada pasaje de aquella situación.

Algo de esa sensación se repite cada vez que aparece un comprador en plena madrugada

De lo otro que tiene un registro fiel es del coro de balazos que retumbaba en el negocio: los ladrones disparaban a todos lados para amedrentar, por si había alguien más. Es decir, por las dudas.

Tal como lo había planeado, la banda -tres hombres y una mujer, todos armados- maniató a la víctima. Pero ahí radicó su falla, porque usaron una bufanda de lana. “¡Esto se estira! ¿No zafaré?”, se dijo a sí mismo Rubén, con la cara tapada de sangre.

En segundos estuvo liberado. Pensó en subir las escaleras hasta su casa y llamar al 911. Pero se detuvo cuando vio pasar por delante a uno de los ladrones. Entonces, agarró una escopeta que había debajo de una alacena, un arma oxidada que era recuerdo de un abuelo. “Estaba ahí por estar. Nunca pensé que la podía usar, y menos de esa manera”, evalúa hoy.

Primero fue un escopetazo en el hombro que tumbó al delincuente, que se llamaba Matías Nicolás Cardozo, tenía 24 años, era de Glew y hacía poco que lo habían liberado de la cárcel de Olmos por haber robado. “Vi que se movía y le volví a tirar”, se acuerda Rubén. Los cómplices lo esperaron un poco y cuando vieron que se demoraba eligieron escaparse en la Peugeot Partner en la que habían llegado.

DESOLADO Y EXPUESTO

El cartel de “abierto” brilla constante: le da respaldo a la fachada pintada hace años, que anuncia la atención a clientes las 24 horas. El que quiera comprar algo puede llamar por un timbre o una vieja campana. Muy poca gente pasa por ahí un día de semana al atardecer, porque ni siquiera hay chances para los pescadores de sacar algo del río.

A su manera, “El Querandí” se destaca del resto de kioscos y almacenes al paso, que subsisten de la venta de comestibles para los vecinos, más las mojarras y las lombrices para los visitantes. Con una oferta modesta pero un poco más amplia, más algo de promoción en Facebook, “es bastante conocido”, se entusiasma Rubén.

Alrededor se abre un sector bastante desolado. Si se maneja dos minutos en dirección opuesta a diagonal 74, se llega a Boca cerrada, un sector que se conecta por un camino destruido al acceso a la autopista por Villa Elisa. En ese punto termina la costanera que bordea a todo Punta Lara, y que en Ensenada se convierte en la avenida Bossinga. A 15 minutos del centro platense, la postal es de una relativa calma.

“Todo siguió tranquilo, gracias a Dios”, es el balance del comerciante sobre el aniversario que se está por cumplir. No le volvieron a robar aunque sí tuvo que lidiar con “pendejos dados vuelta como una media” que fueron a pedirle que les fiara o les regalara algo. “Si no, te rompen los vidrios o te patean la puerta”: esa fue la moneda de cambio que recibió cuando se negó.

“He tenido que tirar algún ‘cohetazo’ al aire y tuvo que venir la policía”, reconoce Rubén. No hay en su dicción y su lenguaje gestual algo que haga imaginárselo disparando una pistola. La escopeta que usó hace un año quedó incautada tras el homicidio. “Esa no la tengo más, pero sí otras armas”, reconoce.

Se había especulado con que algún allegado al muerto podía ir en represalia del tirador, pero no pasó. El derrotero judicial fue breve y sencillo para Martínez: fue exonerado de cargos y nunca estuvo preso, por entender que actuó en su defensa.

“FUE UNA CUESTION DE SUERTE”

El panorama habría sido otro si el crimen ocurría en la vereda. Rubén se acuerda de eso cada vez que algún molesto va a causar disturbios y se pone pesado: “Si los tengo que echar a los tiros, apunto siempre al aire, nunca al cuerpo”.

¿Y si la historia era otra? ¿Si en lugar de esperar en la planta baja, se encontraba con el ladrón en la escalera? Son preguntas que siguen en la cabeza del comerciante y que para él tienen una respuesta única: “Ahí al que mataban era a mí. Al final fue una cuestión de suerte, no de que fui bravo o duro”.

Todo sigue igual en “El Querandí”, aunque su dueño tuvo que reforzar los cuidados. El portón por el que le entraron a robar ahora tiene un buzón del tamaño de una garrafa, para pasar por ahí los envases sin tener que abrir. Otra abertura similar y más chica está en la parte de la despensa.

También hay una pequeña ranura por la que la clientela introduce el dinero, como si de una ventanilla de banco se tratara. Rubén parece menos cambiado que su negocio. Tendrá alguna cana más o sus dientes estarán menos blancos. Su mente parece inalterable.

Sí tuvo algunos dilemas ni bien ocurrió el caso: “Esto es tristísimo, nunca me creí capaz de matar a alguien... ¿Quién soy yo para haberle sacado la vida?”, se preguntaba. Pero en el año que siguió no tuvo problemas para dormir ni traumas psicológicos: eso le cuenta a este diario mientras saluda a algún vecino que pasa. Con la misma soltura lanza su balance final. “Consideré que si no eran ellos, o él, era yo. Por suerte no fui yo. Y bueno, esto es así”.

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