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Cine por una libertad sin barreras

En la plataforma bajo demanda Mubi, en el marco de un especial sobre nuevo cine argentino, se pueden ver los primeros tres trabajos del fundamental Alejo Moguillansky

Cine por una libertad sin barreras
20 de Agosto de 2017 | 07:46
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En el inicio de “Castro”, ópera prima de Alejo Moguillansky, Edgardo Castro, protagonista del filme, corre por el centro platense. ¿De qué escapa? No importa demasiado. Castro corre, en una película vertiginosa donde cámara y personaje danzan mientras escapan de fuerzas innominables hechas carne en Samuel, su “maestro”, y sus secuaces, Acuña, Willie y su mujer, Rebecca Thompson, que lo persiguen sin explicación, mientras otra mujer, Celia, le exige que consiga un trabajo.

Pero para Castro, el trabajo mata el corazón: la figura trágica de Castro, una especie de Bartleby que preferiría no hacer nada ante la imposibilidad real del hacer, funciona como alter ego de Moguillansky, y la cinta tiene como eje una de sus recurrentes obsesiones, la posibilidad (o la imposibilidad) de crear y ser libre en el mundo del mercado.

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El cine de Moguillansky reflexiona siempre sobre el hacer cine (y sobre el hacer). “Cualquier cine dedicado sólo a la eficacia o a ganarse el público de manera demagógica me rompe las pelotas. No sólo que no me gusta, sino que me parece ideológicamente mal. El cine tiene que ser libre. Obvio que no sé lo que se es ser libre, pero sé lo que no es serlo. Hay que militar por un cine que pueda pensarse”, le dijo a La Voz en 2013.

Para realizar estos ejercicios en la posibilidad de la libertad, Moguillansky trabaja bajo el paraguas de El Pampero Cine, usina “outsider” que imagina otros cines posibles fuera del circuito INCAA, que exige pautas temporales y técnicas a la hora de filmar para brindar subsidios.

La productora realiza trabajos cinematográficos por dinero, y la remuneración se invierte luego en los proyectos propios, marcados siempre por una gramática alternativa a lo que se ve en cartelera comercial: en “Castro”, especie de obra de la Nouvelle Vague moderna inspirada por Beckett e “Invasión”, el filme de Hugo Santiago escrito por Borges y Bioy, Moguillansky construye un policial existencialista y absurdo donde la persecución, el movimiento, el escape, toma el escenario principal y opaca las razones (la razón).

Diálogos disparados rítmicamente, una cámara danzante y un filme coreografiado como un ballet de acción (la bailarina y coreógrafa Luciana Acuña, pareja de Moguillansky, trabajó en cada plano buscando “incorporar elementos de la danza contemporánea” al filme) construyen ese vértigo, esa velocidad terminal del escape infinito.

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El mundo de la danza regresa en su siguiente filme, “El Loro y el Cisne”, que comienza retratando otra vez el hacer cine: un equipo de cineastas trabaja en un documental por encargo sobre compañías de ballet.

La cámara juega entre el documental y la ficción y retrata al Ballet del Teatro Argentino (los platenses reconocerán, por ejemplo, los panchos de Plaza Moreno que deleitan al productor extranjero), a la compañía de danzas contemporáneas del San Martín, a un grupo de danzas folclóricas y a Krapp, tropue fundamental de la escena contemporánea de la danza en la que trabaja Luciana Acuña, mientras teje en el fondo una comedia romántica entre Acuña (curiosamente, el apellido de uno de los perseguidores de Castro) y el Loro, el encargado del sonido del equipo (encarnado, claro, por el verdadero sonidista el proyecto, Rodrigo Sánchez Mariño). En un giro sobre las convenciones de películas sobre películas, no es la mirada del director la que dirige, sino el sonido captado por el micrófono del Loro que rige la narración.

Moguillansky desdibuja aún más los límites de realidad y ficción cuando Acuña queda embarazada y da a luz a Cleo, su hija, y ambas historias se entrelazan con la de la película, volcando una vez más su preocupación sobre los límites a la libertad artística en el Loro y también en Acuña, que teme que una vida marcada por el juego y la creación termine con la responsabilidad de tener una hija.

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Dice Moguillansky sobre los límites materiales: “La relación de un artista con el mundo del trabajo es abyecta, el amor a la creación y el dinero no son reconciliables”. La tragedia de esta incompatibilidad se transfigura en Moguillansky, siempre, en paso cómico: Moguillansky, que dice que no sabe lo que es la libertad, filma en “El Loro y el Cisne” la vitalidad detrás de esa inútil búsqueda de la libertad en sus personajes-cineastas, mezcla de rufianes buscavidas y espíritus libres.

Y vuelve a retratar a esa cofradía del cine marginal en “El escarabajo de oro”, que inicia con otro encargo para Moguillansky: un documental sobre la poeta Victoria Benedictsson con fondos europeos y la codirección de una militante feminista, Fia-Stina Sandlund, es tomado por asalto por “los piratas de la historia”, que lo convierten en un documental sobre Leandro N. Alem, apenas una excusa para viajar a Alem, Misiones, en busca de un tesoro.

En efecto, Moguillansky fue abordado durante un festival de documentales sueco para realizar un proyecto a elección junto a cineastas europeos: al argentino le tocó como compañera Sandlund, líder del grupo feminista Unfucked Pussy, en un proyecto “entre cine experimental y caridad”, dice, risueña, la voz en off de la película.

Sandlund “venía trabajando con su grupo muy obsesivamente sobre la obra de Henrik Ibsen, y la protagonista de ‘Señorita Julia’ está lejanamente inspirada en una novelista danesa llamada Victoria Benedictsson, una antecesora del feminismo que se suicidó a fines del siglo XIX. En un momento barajamos la posibilidad de filmar una película sobre suicidas, después sobre suicidas del siglo XIX y ahí fue que apareció la figura de Leandro N. Alem, pionero del radicalismo, que casualmente se suicidó casi al mismo tiempo que Benedictsson. Entonces empezamos a trabajar sobre la idea de un diálogo o contraposición entre esas dos figuras, que de alguna manera funcionaban como alter ego de nosotros dos”.

Pero como en el filme, donde la activista es apenas la voz de la disidencia en el teléfono, Sandlund fue desvaneciéndose de la producción porque “teníamos concepciones del cine muy distintas. A ella le interesa en tanto pueda ponerlo al servicio del feminismo, y a mí me interesa en sí mismo”.

El filme retrata así este documental sobre un documental, inspirado en el relato homónimo de Edgar Allan Poe y en “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson, pero contado desde la perspectiva de los piratas; un trabajo fruto de una extraña colaboración entre Escandinavia y Argentina, con los mecanismos de financiación y sus barreras al arte como parte del horizonte de la película, mecanismos finalmente sorteados por estos piratas que, una vez más, consiguen salirse con la suya, al menos, parcialmente.

Una “comedia de equívocos” que se regocija en su manera de resolver los problemas sumamente argentina y en el que la vida “real” de Moguillansky, otra vez, vuelve a filtrarse por entre las hendijas de la ficción: ni bien comenzado, Moguillansky, esta vez director y personaje, es presentado como “un director de cine que desesperadamente trata de equilibrar su carrera como cineasta independiente con el hecho de que es padre de una chica de un año”.

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Esta trilogía inicial de Moguillansky (quien este año presentó en el BAFICI “La vendedora de fósforos”, elegida como la mejor película argentina del festival) podrá verse durante el próximo mes a través de la plataforma on demand Mubi, en el marco de un especial de nuevo cine argentino en el que se ofrecerán otros trabajos de El Pampero: ya está disponible “Balnearios”, de Mariano Llinás, y se pondrá a disposición desde mañana “Ostende”, de la platense Laura Citarella; a fin de mes, llegará otra obra fundamental de esta corriente, “Historias extraordinarias”.

Pedro Garay

 

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