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El último capítulo

El suicidio en la literatura. Causas que llegan del propio oficio literario. Virginia Woolf, Hemingway; entre los argentinos, los casos de López Merino, Lugones, Quiroga, Storni, Pizarnik, Marta Lynch. ¿Un auge que ha cesado?

El último capítulo

Marta Lynch

Por MARCELO ORTALE

20 de Agosto de 2017 | 08:09
Edición impresa

Pese a que se trata de un doloroso naufragio existencial, de un drama humano que no tiene fondo, los románticos aludieron al suicidio como al “acto filosófico por excelencia”, tal como lo definió el poeta alemán Novalis (1772-1801). Con el Romanticismo el suicidio literario –que en varias etapas históricas existió como tendencia agudizada y que tiene características propias- alcanzó una suerte de categoría intelectual.

Sin embargo, el suicidio literario encontró también adeptos en otras escuelas posteriores, como la del surrealismo a principios del siglo XX. El suicidio fue visto por esta escuela como acto poético, como puerta de salida. Lo cierto es que, en todos los tiempos, para los escritores siempre existió cerca un mar o un río incitantes , siempre un arma lustrosa con un proyectil, siempre la cicuta socrática modernizada en whisky con sobredosis de seconal, siempre una soga, un acantilado, un edificio de altura.

Desde Safo de Lesbos, que se internó en el mar, hasta tantos poetas del rock que decidieron la forma de partir, el suicidio fue recurrente. Ángel Ganivet ahogado en el río Duina en 1898; Georg Trakl, sobredosis de cocaína en 1914; Kostas Kariotakis ahogado en 1928; Cesare Pavese con somníferos en 1950; Carlos Obregón por barbitúricos en 1963.

Hay dos casos singulares: la escritora británica Virginia Woolf que se internó en las aguas del río Ouses, cercano a su casa en Inglaterra. Ella decidió cargar los bolsillos del tapado con piedras pesadas, porque quería que su cuerpo quedara en el fondo del lecho. La encontraron muchos días después.

El otro caso que conmovió al mundo fue el del novelista y periodista Ernest Hemingway, cuyo escopetazo final se convirtió en legendario. Un hombre que amaba la vida más que nadie y que la disfrutó con el acelerador a fondo, un repentino día de 1961 apoyó en el suelo la culata de su arma de cazador y con el dedo de su pie en el gatillo escribió el último capítulo.

Quien fuera secretaria privada y luego su nuera, Valerie Hemmingway explicó hace poco las razones del suicidio del escritor: “Creo que fue por tres razones: porque el deterioro de su salud no le permitía escribir; porque no aceptaba la decadencia del cuerpo y porque la revolución lo obligó a abandonar Cuba”.

CAUSAS PROPIAS

Se sabe que el hombre o la mujer que de forma deliberada se provocan la muerte padecen, casi con seguridad, una enfermedad física o mental avanzada o sufren trastornos esquizofrénicos de la personalidad, o están cautivos del alcohol y las drogas, o padecieron fracasos pasionales y familiares o trastornos financieros muy graves.

Pero en el suicidio literario –y son centenares los grandes escritores que desde la Antigüedad decidieron quitarse la vida- existen elementos íntimos y propios del oficio de escribir, que también son en gran medida de naturaleza filosófica.

El suicidio es, dijo Jaques Lacán, “la libertad que enloquece”. Albert Camús, deportista, vitalista al estilo de Hemingway, murió en un accidente de autos, pero escribió en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva, es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Y añade: el acto del suicidio “se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”.

EL MAS JOVEN

A los 23 años, cuando ya era un poeta conocido, el platense Francisco López Merino, visitó una noche de 1928 a la familia paterna de Jorge Luis Borges en Buenos Aires. En realidad, los Borges no sospecharon que había ido a despedirse. Al día siguiente fue a la sede platense del Jockey Club, ingresó a uno de los baños, apoyó el arma contra su sien y disparó.

Años después Borges le escribió un poema a Panchito que empieza así: “Ahora es invulnerable como los dioses. Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras”. Pero tampoco Borges conoció las causas de esa decisión. Sólo agregó una vez que “Panchito era tan elegante y servicial, que decidió pegarse un tiro en el baño porque allí están los azulejos y da menos trabajo limpiar la sangre”.

A casi un siglo, no se conocen los motivos del suicidio de López Merino. Se pensó en una posible tisis o en la muerte de su hermana, como posibles causantes. Algunos, en cambio, atribuyen su muerte a la “melancolía romántica”, al “acto filosófico por excelencia” del que había escrito Novalis más de cien años antes.

CASOS EXTRAÑOS

Ya se dijo en esta columna que, con diferencia de pocos meses, entre 1937 y 1938 se suicidaron en nuestro país tres grandes escritores: Alfonsina Storni, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones.

Alfonsina estuvo enamorada de Quiroga, que la invitó a vivir con él en Misiones allá por 1925. Ella dudó y lo consultó a su amigo el pintor Benito Quinquela Martín. El artista le contesta escandalizado: “¿Con ese loco? ¡No!”

A ese loco, Alfonsina le dedicará versos indelebles. En 1937 Quiroga se suicidó, tomando un vaso de cianuro. Ella escribe: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ Y así como en tus cuentos, no está mal;/ Un rayo a tiempo y se acabó la feria.../ Allá dirán./ Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte/ Que a las espaldas va./ Bebiste bien, que luego sonreías.../Allá dirán”.

Poco después ella lo seguirá, acosada por todos los dolores. Alfonsina escribe el soneto evidente que titula “Voy a dormir”. Dice así: “Dientes de flores, cofia de rocío,/ manos de hierbas, tú, nodriza fina,/tenme prestas las sábanas terrosas /y el edredón de musgos escardados./ Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame./ Ponme una lámpara a la cabecera; /una constelación; la que te guste;/ todas son buenas; bájala un poquito./ Déjame sola: oyes romper los brotes.../ te acuna un pie celeste desde arriba /y un pájaro te traza unos compases/para que olvides... Gracias. Ah, un encargo: /si él llama nuevamente por teléfono /le dices que no insista, que he salido...”.

La seguirá en el Delta el todavía influyente, pero ya muy abatido Lugones. Algunos aseguran que, siendo casado, tenía una amante muy joven, Emilia Santiago Cadelago, y que el escritor se mató por amor. En una charla informal que mantuvo en una galería de arte porteña, allá por 1966, el escritor Jorge Max Rohde dijo que lo había visto a Lugones poco antes de que se suicidara. Y que este le había comentado su desazón, porque sentía que los jóvenes periodistas y escritores de las redacciones a las que llevaba sus escritos se burlaban de él a sus espaldas. “Se sentía agotado y, a la vez, acabado como intelectual...”.

Casi medio siglo más tarde que los finales de Storni, Quiroga y Lugones, la novelista argentina Martha Lynch, aterrorizada por el deterioro físico y la decrepitud intelectual, temerosa siempre de que se olvidaran de ella, decidió un día de 1985 comprar un revolver 32 en una armería y veinticuatro horas después se disparó un tiro en la sien derecha.

Pocos años antes la surrealista, sensual y frágil Alejandra Pizarnik, la mejor poeta argentina desoyó el desgarrador pedido de Julio Cortázar que la quería como una hija y le mandó una carta para que no lo hiciera, pero se igual se empastilló con Seconal: “Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte”.

En los siglos XIX y XX el suicidio literario cruzó todas las fronteras y se presentó en los cinco continentes. Escritores europeos, americanos, asiáticos vivieron lo que debe ser una vorágine de segundos martirizantes, cuando cada uno de ellos, como nuestro Lugones, decidió decir “basta”.

Se suele decir que las dos guerras mundiales en el siglo XX, los genocidios cometidos en Alemania, Rusia y otras naciones, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los destierros masivos, los calvarios sufridos por pueblos que debieron migrar de múltiples persecuciones, fueron factores influyentes para explicar la ola de suicidios entre los intelectuales. Si bien es verdad que sobrarían en la actualidad suficientes causas políticas –y guerras- como causas que podrían incidir, lo cierto es que el auge cultural del suicidio literario parece haber cedido en las últimas dos décadas, reduciéndose a casos muy aislados.

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