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Séptimo Día |PERSPECTIVAS: UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

La experiencia, un tesoro despreciado

La experiencia, un tesoro despreciado
17 de Septiembre de 2017 | 05:15
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Los seres humanos son casi únicos en su habilidad para aprender de la experiencia de otros, pero son también notables por su aparente aversión a hacerlo. Esto pensaba y decía el guionista radiofónico, escritor y ensayista británico Douglas Adams (1952-2001), quien al cabo de su vida breve e intensa dejó una serie de novelas que son hoy objetos de culto para miles de sus seguidores en todo el mundo. En ellas se conjugan la típica e incomparable ironía inglesa con el absurdo, la ciencia ficción y la sátira social. Sus títulos son estos: “Guía del autoestopista galáctico”, “El restaurante del fin del mundo”, “La vida, el universo y todo lo demás”, “Hasta luego, y gracias por el pescado”, “Informe sobre el pescado” e “Informe sobre la Tierra: fundamentalmente inofensiva”.

El ojo clínico de Adams describe en una frase un fenómeno que se verifica hoy en los más diversos campos de la actividad humana. La adoración de la novedad por la novedad misma y el desprecio un tanto soberbio por lo tradicional, lo permanente y, en fin, por la experiencia. Demasiadas personas que apenas han alcanzado o superado la mitad de la vida deambulan angustiadas porque no consiguen trabajo o porque temen perderlo. En ambos casos la razón es la misma. A esa edad se los considera viejos. Al igual que los artefactos electrodomésticos y electrónicos o los autos que salen actualmente de las fábricas con su obsolescencia programada (en un plazo relativamente breve dejarán de funcionar y habrá que descartarlos), también esas personas son desechables. La cruel ironía de la situación es que quienes los desechan serán a su vez eyectados en un término no demasiado prolongado, y por la misma razón. Serán “viejos”. Tomarán entonces su propio jarabe.

UNA LOCA CARRERA

En oficios, profesiones y actividades que abarcan desde el deporte a la política, desde la ciencia y la técnica a la educación, desde el arte al espectáculo, desde la economía al comercio, se valora más la juventud y la novedad que la experiencia. Uno de los resultados de esta actitud, estudiada, analizada y denunciada por sólidos críticos sociales y culturales, como el canadiense John Ralston Saul, el italiano Umberto Eco, el ruso Evgeny Morozov o el italiano Massimo Recalcati entre otros, es la ineficacia en el funcionamiento de las organizaciones, los graves problemas en las interacciones humanas dentro de ellas, sus pérdidas económicas y la decreciente calidad en los servicios o productos que ofrecen.

En su ensayo “Tiempo” el filósofo alemán Rüdiger Safranski explica que hasta la Revolución Industrial, iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII, la economía se orientaba a cubrir necesidades. Desde entonces, en la medida en que los procedimientos de producción se ajustaban para salir del artesanado, todo se aceleró. El capital, desde allí, necesita ganancias inmediatas. Esto impulsa una dinámica de innovación incesante y compulsiva, en la que cuentan más las especulaciones (siempre incomprobables) que se hacen sobre el futuro que los frutos de lo hecho en el pasado. Los tiempos de la economía se disocian de los tiempos políticos y sociales, las personas pasan a ser recursos y se las trata como tales.

Para comprender la propia experiencia y convertirla en conocimiento y sabiduría funcionales y útiles también para otros, se necesita tiempo, respetar los procesos y, sobre todo, valorar lo que traen quienes han pasado antes por los lugares que los innovadores creen haber inaugurado

Cuando todo se acelera, dice Safranski, pasa sin dejar huella. La experiencia no cuenta, porque prácticamente no hay tiempo para que esta se plasme. “La experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede”, apuntaba el escritor y filósofo inglés Aldous Huxley (1894-1963), autor de la impresionante novela “Un mundo feliz”, que ya en 1931 avizoraba una sociedad desquiciada por la entrega a una tecnología que prometía el final del sufrimiento, de la responsabilidad, de los sentimientos y del sentido existencial. Y para comprender la propia experiencia y convertirla en conocimiento y sabiduría funcionales y útiles también para otros, se necesita tiempo, respetar los procesos y, sobre todo, valorar lo que traen quienes han pasado antes por los lugares que los innovadores creen haber inaugurado. En la deliciosa colección de ensayos titulada “De la estupidez a la locura”, publicada inmediatamente después de su reciente muerte, Umberto Eco (1932-2016) insiste en que sabemos más gracias a la historia que a la memoria. Y no se refiere solo al conocimiento científico o cultural, sino también, lisa y llanamente, a saber vivir. Donde se valoran las historias y se las invita a ser parte del presente, dice el gran pensador italiano, esas historias, es decir la experiencia de lo vivido, se convierten en semillas que luego germinan y son árboles.

Un niño, advierte Eco, no pregunta qué es un árbol o qué es un perro antes de conocerlos. Lo usual es que primero los vea, que esto despierte su curiosidad y que entonces alguien que ya lo sabe y ha vivido y experimentado para saberlo, le explique cómo se llaman, qué hacen, cómo y para qué lo hacen. A esta persona, a su vez, alguien le enseñó en su momento y a partir de ello pudo construir su propia experiencia respecto de perros, árboles o lo que fuera. Porque, como subraya el autor de “El nombre de la rosa”, es la experiencia la que enseña.

UN FINAL PREVISIBLE

Un riesgo cierto del desprecio hacia la experiencia es que en donde esta desaparece no hay nada para heredar. Si en una organización, una empresa, una familia o una sociedad en su conjunto conviven varias generaciones en un mismo espacio, no solamente se amplían la diversidad y el horizonte del pensamiento, sino que la presencia de lo anterior enriquece a lo nuevo. La frenética tendencia actual a desprenderse de lo anterior y de vanagloriar lo nuevo solo porque es nuevo, sin recapacitar acerca de si, además, es necesario, conveniente o funcional, termina por desorientar a sus mismos protagonistas. Heredar es recibir y rehacer hasta construir lo propio para legarlo a su debido tiempo. A menos que los hombres se crean dioses (como alertaba el pensador alemán Erich Fromm), que piensen que el mundo comienza cuando ellos llegan y que, por lo tanto, pueden formatearlo a voluntad, la experiencia de quienes estaban antes es un material imprescindible. Olvidarlo lleva a construir futuros sin cimientos desde presentes sin responsabilidad.

De este modo, descartar a los que ya pasaron por caminos que no son nuevos aunque hoy escuchemos la palabra innovación hasta en los sueños, significa creerse autosuficiente. Desde la época de los antiguos y sabios griegos se sabe que entre autosuficiencia y soberbia hay un estrecho parentesco y, también desde entonces y a través de los siglos, se han visto una y otra vez los duros colapsos en que termina la pretendida autosuficiencia. Justamente uno de aquellos griegos, el historiador Tucídides (460 aC-396 aC), decía: “Entre hombre y hombre no hay gran diferencia. La superioridad consiste en aprovechar las lecciones de la experiencia”. Quienes la desprecian no pueden escapar de ella, porque es parte ineludible de la vida. Habrá que ver qué harán en su momento con su experiencia de haber despreciado a la experiencia. Pero acaso entonces ya sea tarde para ellos.

 

 

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