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Los duendes de la literatura

Cómo nació la vocación literaria en los grandes escritores. Testimonios de Bioy Casares, Tabucchi, Pérez Reverte, Vargas Llosa y otros. El caso de Arlt. El consejo del pintor Salvador Dalí

Los duendes de la literatura

Salvador Dalí

Por MARCELO ORTALE

17 de Septiembre de 2017 | 05:18
Edición impresa

La vocación literaria nace casi siempre de manera antinatural o, si se quiere, sobrenatural. No hay preceptos establecidos: casi nadie llegó a escritor siguiendo algún método. La academia es la duda, el libre albedrío. Pocas veces influye la genética y casi nunca existirá un escritor que no ofrezca algún dato extravagante o desorbitado sobre su forma de nacer a la literatura. Allá en 2001 un periodista del madrileño diario El País vino a la Argentina a entrevistar a Adolfo Bioy Casares, que acababa de recibir el premio Cervantes y se sorprendió cuando el premiado le mostró el borrador del discurso que leería al recibir la distinción y la explicación que le dio: “Antes de leer El Quijote yo sólo deseaba correr los 100 metros en nueve segundos, ser campeón de tenis o de boxeo. Cuando leí El Quijote, sentí el deseo de ser escritor. Eso es lo que cuento en mi discurso”.

No hay posibilidad sociológica de encontrar una fórmula medianamente representativa, capaz de describir el amanecer de un escritor profesional. Un amor imposible, la ansiedad por reformar los males sociales, el deseo de emular a grandes escritores, un trasatlántico visto de niño, la fuerza genética, un amanecer, un libro: el disparador puede ser cualquier situación, cualquier persona, cualquier impotencia. Y leer, sobre todo leer mucho. La lectura es para el escritor tan vital como el oxígeno para los árboles.

La exitosa escritora y periodista española Rosa Montero ofreció este testimonio: “Escribo porque no puedo detener el constante torbellino de imágenes que me cruza la cabeza, y algunas de esas imágenes me emocionan tanto que siento la imperiosa necesidad de compartirlas. Escribo para tener algo en qué pensar cuando, en la soledad tenebrosa del duermevela, por la noche, en la cama, antes de dormir, me asaltan los miedos y las angustias. Escribo porque mientras lo hago estoy tan llena de vida que mi muerte no existe: mientras escribo soy intocable y eterna. Y, sobre todo, escribo para intentar otorgar al mal y al dolor un sentido que en realidad sé que no tienen”.

El origen de la vocación en Gabriel García Márquez reviste características inusuales. El colombiano contó que, siendo muchacho, leyó una vez un artículo firmado por el director del diario de su pueblo en el que decía que no existían en la zona escritores jóvenes talentosos. Entonces, sólo para enmendarle la plana, escribió un cuento y lo mandó al diario. El cuento salió publicado el domingo siguiente, precedido por una nota del director en la que pedía disculpas por haberse equivocado, por haber dicho que no había jóvenes talentosos y éste sí que lo era.

Años después, ya consagrado, García Márquez comentó: “Esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre”.

El español Jesús Ruiz y Mantilla dice que “la escritura es dolor y placer. Como el cuento, como la retórica aristotélica, se arma, se aprende. Principio y fin. Antes que nada vino el verbo, lo deja claro San Juan. También lo sabía Kafka. Pero el escritor checo pregunta: ¿Y al final? Quizás silencio, como interpreta de su obra George Steiner, con buen tino, oliéndose el apocalipsis de la destrucción europea”.

Agrega que, “como testimonio también se mete uno entre papeles. Por el mismo motivo que Ana Frank comenzó a organizar su diario. O que la poeta rusa Anna Ajmatova, cuando se pasó 17 meses en las filas de las cárceles de Leningrado para ver a su hijo, respondió a una mujer que la reconoció y le preguntó si podría describir aquello que sí, que lo haría. “Entonces”, dice Anna en su Réquiem, “una especie de sonrisa se deslizó por lo que alguna vez había sido su rostro”. Eso fue suficiente motivo. La emoción de la verdad, la justicia de dejar constancia. Para que otros quizás lo apliquen a su presente, para que no se vuelva a repetir”-

Entre nosotros puede mencionarse el caso de Roberto Arlt, que llegó a la literatura después de saltar las murallas de la pobreza y acercarse como pudo, por fin, al aire de los libros y a la posibilidad de escribir. Hijo de inmigrantes de muy escasos recursos, con la sola instrucción de la escuela pública, nació como escritor desde su propia penuria social y pudo dejar el indeleble testimonio de una obra comprometida.

PROFESIONALISMO

El también escritor y periodista Arturo Pérez Reverte aseguró: “Escribo porque hace 25 años que soy novelista profesional, y vivo de esto. Es mi trabajo. Igual que otros pasan en la oficina ocho horas diarias, yo las paso en mi biblioteca, rodeado de libros y cuadernos de notas, imaginando historias que expliquen el mundo como yo lo veo, y llevándolas al papel a golpe de tecla. Procuro hacerlo de la manera más disciplinada y eficaz posible. En cuanto a la materia que manejo, cada cual escribe con lo que es, supongo. Con lo que tiene en los ojos y la memoria. Muchas cosas no necesito inventarlas: me limito a recordar. Fui un escritor tardío porque hasta los 35 años estuve ocupado viviendo y leyendo; pateando el mundo, los libros y la vida. Ahora, con lo que eché en la mochila durante aquellos años, narro mis propias historias. Reescribo los libros que amé a la luz de la vida que viví. Nadie me ha contado lo que cuento”.

Su compatriota, Javier Marías, hijo del filósofo Julián Marías, plantea otra variante del profesionalismo literario: “Como ya he dicho en muchas ocasiones, escribo para no tener jefe ni verme obligado a madrugar. También porque no hay muchas más cosas que sepa hacer, y lo prefiero y me divierte más que traducir o dar clases, que al parecer sí sé hacer. O sabía, son actividades del pasado. También escribo para no deberle casi nada a casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseo saludar. Porque creo que pienso mejor mientras estoy ante la máquina que en cualquier otro lugar y circunstancia. Escribo novelas porque la ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como dice un personaje de la novela que acabo de terminar. Y porque lo imaginario ayuda mucho a comprender lo que sí nos ocurre, eso que suele llamarse “lo real”.

El novelista italiano Antonio Tabucchi prefiere interrogar: “¿Escribimos porque tememos a la muerte? ¿Porque tenemos miedo de vivir? ¿Porque tenemos nostalgia de la infancia? ¿Porque el tiempo pasado corrió deprisa o porque queremos detenerlo? ¿Escribimos porque a causa de la añoranza sentimos nostalgia, arrepentimiento? ¿Porque queríamos haber hecho una cosa y no la hicimos o porque no deberíamos haber hecho algo que hicimos y no debíamos? ¿Porque estamos aquí y queremos estar allá y si estuviéramos allá nos hubiese resultado mejor quedarnos aquí? Como decía Baudelaire: la vida es un hospital donde cada enfermo quiere cambiar de cama. Uno piensa que se curaría más deprisa si estuviera al lado de la ventana y otro cree que estaría mejor junto a la calefacción”.

Existen testimonios llamativos, divertidos, dramáticos. “Escribo porque no servía para nada más, ni siquiera para arreglar un enchufe...” dice uno. Muchos escritores coinciden en este “no servir para nada”, como simiente de su vocación. Tampoco falta la duda ontológica: “escribo porque estoy tratando de entenderme a mí mismo”.

Jorge Semprún le hace una verónica al interrogante: “Si supiese por qué escribo, tal vez no escribiría”. A Umberto Eco le preguntaron por qué escribía y contestó “porque me gusta”. Vargas Llosa dijo una vez: “escribo porque aprendí a leer de niño y la lectura me produjo tanto placer, me hizo vivir experiencias tan ricas, transformó mi vida de una manera tan maravillosa que supongo que mi vocación literaria fue como una transpiración, un desprendimiento de esa enorme felicidad que me daba la lectura”

A los escritores tampoco les gusta hablar de los métodos que emplean para llegar a la obra. Esconden el laboratorio o lo desconocen, realmente. Es difícil encontrar en la alta mar de un escritor una guía para llegar al puerto, si la mayoría de ellos siempre se siente cerca del naufragio o del silencio.

Tal vez puede llegar una ayuda desde el mundo de la pintura. El talentoso Salvador Dalí, siempre seguro de si mismo, en la década del 60 publicó un meticuloso catálogo con instrucciones para llegar a ser un gran pintor. El mandamiento esencial le aconsejaba a los jóvenes: “aprende a pintar como los grandes maestros, cuando lo logres podrás pintar del modo como tu quieras y serás respetado por ello”. Los siguientes preceptos de esa suerte de breve catecismo para llevar a la gloria a los noveles pintores incluían consejos sobre técnica pictórica, sobre la luz, sobre el cuidado de pinceles y de las telas, etc. El último capítulo de Dalí, su última sugerencia para que llegaran a ser talentosos, era muy breve. Le indicaba al aprendiz: “Abre la ventana de tu taller y espera que entre el duende”.

 

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