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¿Y si la economía no fuera todo?

¿Y si la economía no fuera todo?

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24 de Septiembre de 2017 | 04:29
Edición impresa

Por SERGIO SINAY  (sergiosinay@gmail.com)
El autor es escritor y periodista. Su último libro es “La aceptación en un tiempo de intolerancia”

“La única función de la predicción económica es hacer que la astrología parezca algo más respetable.” Aunque no lo parezca, esta idea fue expresada por un economista. Y no por cualquiera, sino por el canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2006), uno de los más prestigiosos e influyentes del último siglo. Autor de obras de consulta permanente, como “La sociedad opulenta” o “El nuevo estado industrial”, Galbraith fue un hombre comprometido políticamente, muy cercano al partido Demócrata en Estados Unidos, y desconfiaba del poder omnímodo de los mercados así como del poder financiero que, carente de bases materiales concretas y de rostros que se puedan ver y registrar, termina por operar desde las sombras para determinar el destino de personas, sociedades y países.

Como dándole la razón a Galbraith es posible encontrar astrólogos que desarrollan su pensamiento con certezas y fundamentos más claros y cimentados que muchos economistas. Pruebas al canto, las obras de la psicoterapeuta junguiana británica Liz Greene, del fallecido Howard Sasportas, de Alexander Ruperti o de Bill Tierney. Al revés de tantos émulos de Casandra que deambulan por los pasillos de la economía, aquellos autores astrológicos no se proponen vaticinar el futuro, sino entender de qué modo y por qué razones las complejas energías que constituyen a una persona podrían desarrollarse o abortarse en el tiempo.

Aun así, prevalece un respeto por los oráculos económicos que no siempre se otorga a los astrológicos. Personas que no entienden de ninguna de las dos disciplinas suelen creer en la predicción económica y no en la otra. Resultados de esa opción son las burbujas financieras o inmobiliarias y las crisis cíclicas que, como los huracanes que conocemos en estos días, devastan periódicamente a familias y países. En esos casos los gobiernos corren a salvar bancos y emporios financieros mientras las personas quedan a la deriva. Nadie se hace cargo de la predicción triunfalista e irresponsable. Y es posible que los mismos predictores asomen, imperturbables, para explicar por qué las cosas sucedieron de ese modo y propongan una nueva solución profética que pagarán los mismos de siempre.

FUNDAMENTALISMO ECONoMICO

Quizás sea oportuno reflexionar sobre todo esto ahora, cuando nos dicen que la economía está en pleno fortalecimiento, que no hay nubes en el horizonte, que solo falta que los inversores de desperecen, y que las estrecheces y albures que se puedan experimentar hoy son el preanuncio de la abundancia de mañana. Con una mirada que va más allá de números y estadísticas para incluir también a las personas y el paisaje social, hay pensadores que proponen miradas en las cuales la economía no se divorcia de la política concebida como articuladora del bien común, ni se desprende de la moral. Michael J. Sandel, catedrático de Ciencias Políticas en Harvard y autor del esclarecedor trabajo “Lo que el dinero no puede comprar”, dice al respecto: “En los últimos tiempos se impuso la idea de que basta conque la economía funcione, y eso es un error. No se puede pensar que el mercado establece por sí mismo la justicia y la equidad. La fe en el mercado ha eliminado cualquier debate público sobre la ética y la justicia”.

Se le atribuye a James Carville, estratega de la campaña que llevó a Bill Clinton a la presidencia de Estados Unidos, la paternidad de la frase: “¡Es la economía, estúpido!”. Una síntesis brutal de la idea hoy predominante de que la economía determina el resto de la vida. Un tipo de pensamiento reduccionista, que concibe una sola posibilidad económica. La de mercado. Esto deja a cada individuo librado a su suerte. Se dice que cada quien ofrecerá y comprará lo que pueda o necesite y que ese libre juego de oferta y demanda equilibrará los precios, la producción y todos los demás factores. Se insiste en la autorregulación (como si se jugara un partido de futbol sin árbitros o se quitaran los semáforos en las calles de una ciudad populosa o las barreras en los pasos a nivel) y se subraya la idea de que en esto anida la libertad. El juego tiene un único problema. No empieza de cero para todos. De manera que la libertad es para quien pueda jugar. Hay muchos que quieren y no pueden. Esos quedan afuera. Cuando se observan las cifras de hambre y de pobreza en casa y en el mundo (donde las más recientes muestran un implacable crecimiento), es posible deducir que los imposibilitados para el juego son demasiados.

La constante búsqueda del crecimiento económico a cualquier costo (así sean las personas y el medio ambiente) suele revertir en una cadena de perjuicios sociales

En una economía que pone ganancias y crecimiento por encima de la atención a necesidades reales e impostergables, las pérdidas no son monetarias sino humanas

Por esta cuestión es que el filósofo francés André Comte-Sponville señala que la política debe contener y regular a la economía, la justicia debe contener y regular a la política y la moral debe contener y regular a la justicia, como propone en su libro “El capitalismo, ¿es moral?”. Cuando esta cadena se altera o pierde eslabones se corre el riesgo, dice el filósofo, de caer en la barbarie económica, política o jurídica, según el caso. A la luz de las catástrofes que viene padeciendo el mundo (y Argentina desde ya, con el 2001 a la cabeza) se observa que la alteración ya se produjo, con el peligro de que la economía se haya convertido en un eslabón libre y peligroso. Entonces ocurre que tanto la justicia, como las prioridades sociales deben esperar (o incluso ser manipuladas) y quedar sometidas al designio económico.

Ese designio no es neutro. El laureado economista inglés Raj Patel (que trabajó para el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio), puntualiza en “Cuando nada vale nada” que los cálculos de los economistas refieren siempre a futuros improbables y que están teñidos por su color ideológico. En ese mismo trabajo Patel recuerda dos cosas. Que la constante búsqueda del crecimiento económico a cualquier costo (así sean las personas y el medio ambiente) suele revertir en una cadena de perjuicios sociales. Y que en una economía que pone ganancias y crecimiento por encima de la atención a necesidades reales e impostergables, las pérdidas no son monetarias sino humanas.

PREGUNTA SIN PRECIO

Una vez alterada, o rota, la cadena descrita por Comte-Sponville, la economía manda por encima de la política, la justicia y la moral. Se es consumidor antes que ciudadano. Se bombardea las mentes con la idea de que hay que consumir porque de eso depende la vida de todos. Una sociedad basada en el consumismo, dice Sandel, puede no ser democrática, y no importa. En todo caso, los mecanismos de la democracia, como las elecciones, pueden adaptarse a criterios económicos. Entonces al votante se le “venden” candidatos y el marketing y la imagen tienen más importancia que los programas, los contenidos políticos o las condiciones morales. Aparece el riesgo cierto (y comprobado) de que los candidatos no tengan visiones propias y fundamentadas, que se basen en el mercado, que adecuen su oferta (el producto a vender) al gusto del consumidor y no a las verdaderas necesidades de la comunidad. Michael J. Sandel nos deja esta pregunta: “¿Cómo queremos vivir juntos? ¿Queremos una sociedad donde todo esté en venta? ¿O existen determinados bienes morales y cívicos que los mercados no honran y los bienes no pueden comprar?”. Un interrogante para ciudadanos y candidatos. No es la economía, es mucho más que ella y más profundo.

 

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