PARTE 1

El Almacén San José, secretos nunca contados de un lugar donde pasaron cosas singulares

Llena de matices, anécdotas y revelaciones, la historia del emblemático centro cultural, escenario de peñas y bailes, dejó una marca indeleble en la Ciudad

El Almacén San José, secretos nunca contados de un lugar donde pasaron cosas singulares

Las noches del Almacén San José (en 40, diagonal 74 y 3) eran irrepetibles.

Por HIPÓLITO SANZONE

hsanzone@eldia.com

 

“Y esa noche apareció Quico Fonrouge con la noticia y nos llenó la cabeza”.

Ni la familia Miguel, que la pensó como almacén de ramos generales; ni los Dapotto y González que la compraron como inversión para potenciar el éxito de su Restorán La Plata y su fábrica de heladeras en barrio norte, imaginaron lo que significaría para generaciones de platenses esa propiedad de la calle 3, entre diagonal 74 y 40. Muchísimo menos habrán imaginado los carreros que, según la historia, paraban a matear antes de llegar a la Estación 19 de Noviembre del Ferrocarril del Oeste, mucho después conocida como Pasaje Dardo Rocha o, como en estos tiempos de síntesis brutales, “Pasaje Rocha”.

UNA NOVELA

La del Almacén San José no es una historia más “de boliches”. Es un recorrido por los pasillos de un tiempo histórico en la ciudad, un relato cargado de matices, de anécdotas una más sabrosa que otra. Una novela difícil de leer sin irse por las ramas.

Hasta los sillones de la estancia de los Alzaga Unzué habían terminado en un remate...

 

Hay decenas de nombres y apellidos en la historia del Almacén San José. Pero son dos los que resumen todo.

María Cristina Doratto (77) y Víctor Carlos González Becerra, El Pájaro. Ella tenía 24 y él 10 años más. Ella estudiaba Derecho y él Medicina. Ella era de Quilmes pero tenía más de media infancia en el sur, en Cinco Saltos. Ella preparaba alumnos de secundario y en las tardes era boletera en el Cine Rocha. El era peruano y cantor y durante años fue uno de los grandes animadores de PLAGA, una cofradía de jugadores de rugby veteranos que también tiene un lugar en la historia platense.

Hasta la muerte del Pájaro en 1993, a los 56 años por un aneurisma, fueron inseparables y símbolo de un tiempo único en la ciudad.

En el año de 1970 los estudiantes del último año de la carrera de Veterinaria de la UNLP organizaban peñas y bailes en Carrousel, un salón de fiestas de 60 entre 10 y 11 para irse de viaje de fin de curso a España. El asunto andaba bien, pero se necesitaba un espacio más grande. A todo esto, la casona de 40 entre 3 y diagonal 74 ya había sido vendida y esperaba en modo abandono el destino que planeaban sus nuevos dueños, aunque hay quienes se aseguran que solo la habían comprado para inversión y entonces no había ningún otro plan.

Porcel, cantando tangos en una noche en el Almacén

UN TROPEZÓN REVELADOR

El arquitecto Alberto “El Loco” Sarno, como lo define Cristina, pasó una mañana por la puerta y una baldosa traicionera lo hizo caer de cabeza. Cuando se incorporó y vio la casona, se iluminó.

“Encontré el lugar”, les dijo a los organizadores de aquellas peñas.

En una imparable tormenta de ideas a alguien se le ocurrió ir a manguerar al entonces intendente Franco Icazatti (comisionado por el gobierno militar) en la certeza de que había escombros y cosas viejas que les podían donar para ser usadas en las remodelaciones que se necesitaban para lavarle la cara a la casona recién alquilada.

La historia que se cuenta es que Icazatti accedió y les dieron las puertas de los tranvías que se amontonaban, ya fuera de uso, en un galpón municipal en 20 y 50. Alguien apuntó que el hombre amaba a los animales y que aquellos pibes le habrían caído particularmente simpáticos por el hecho de ser estudiantes de Veterinaria. La cuestión es que con esos rezagos se armó la galería interior que fue uno de los sellos del Almacén San José. El otro mangazo que resultaría clave fue al Club Náutico de Berisso, que les permitió sacar la chimenea de un barco hundido “ahí nomás” y así nació la campana central del fogón y el anfiteatro que durante años oyó cientos y cientos de pedidos de “una que sepamos todos” interpretadas por improvisados guitarreros y no tanto. Y de inesperados tangueros como el “Gordo” Porcel.

En cuestiones de “la noche”, el Almacén arrancó casi sin competencia más allá de algunas peñas en los centros de estudiantes del interior. Era, a todas luces, “otro público”, diferente al que por entonces iba a Karamba, luego Macondo; Mapuches, Barravento, Federico V o el Jockey Club. Y aunque más tarde o más temprano había interacción, el Almacén ya se había puesto el traje de la bohemia, la poesía y era parada obligada para una juventud que había encontrado en el folklore una manera de decir cosas en tiempos que ya pintaban difíciles, pero que no eran nada comparado con lo que vendría.

De espaldas, Víctor Carlos González Becerra, el Pájaro

LOS SILLONES DE LOS ALZAGA UNZUÉ

En los espacios interiores del Almacén, llegó a haber cosas que iban desde lo que a alguno o alguna le regalaban en un cambalache, pasando por cuadros de Quinquela o Forte en las exposiciones, hasta los sillones del living del casco de la estancia de los Alzaga Unzué que habían terminado, por esas cosas de la vida, en un remate en Berazategui. Vaya paradoja ver a Facundo Cabral y a otros íconos de lo que se llamaba la protesta, desparramados en esos sillones.

Tras el éxito de aquellas peñas y bailes organizados por la Promoción 70 que les permitió irse a Europa en barco, la Promo 71 se hizo cargo del Almacén y les fue tan bien como a sus compañeros, del mismo modo que a los de la Promo 72.

Pero cuando les llegó el turno a los de la 73, el país ya era otro y la ciudad de La Plata, particularmente, empezaba a sentirlo. Ya sonaban tiros en la noche, ya se oía a personas gritarse, en un marco de odio visceral, “troskos, fachos o infiltrados”. Se hablaba de derecha y de izquierda en un contexto de violencia que maduraba y crecía. Y en los cuarteles, el demonio se afilaba los dientes. Acaso como una postal de lo que vendría, unos meses antes del inicio del Terrorismo de Estado, Ricardo Balbín, que venía de abrazarse con Perón, pedía en tono de ruego, que era una advertencia, hacer cualquier esfuerzo para mantener viva a la democracia, llegar caminando a las elecciones aunque fuese “con muletas”.

EL HORNO Y LOS BOLLOS

Los estudiantes de la Promoción 73 de Veterinaria dijeron que no se iban a hacer cargo del Almacén San José. Que el horno no estaba para bollos si se permite un viejo dicho que resuma lo que estaba pasando.

En diciembre de 1973 se cayó el alquiler de los estudiantes de Veterinaria y los dueños de la propiedad entraron en conversaciones con un empresario cordobés, un hombre del espectáculo, al que le habían chiflado sobre el potencial de ese negocio de la calle 40. Decían que el tipo quería demoler y hacer un boliche bailable a todo trapo, como el boca a boca decía que era el Elsieland de la avenida Calchaquí, en Quilmes.

Por ese entonces, Cristina Doratto y el Pájaro atendían en la cuadra de 9 entre 48 y 49 el Submarino Amarillo, que luego sería Café de las Artes, nombre décadas después plagiado por otro comercio. El lugar era un bar pequeño pero alcanzaba para contener a un ambiente juvenil entusiasmado con la música y esa mística cultural que flotaba en ese tiempo. En algunas noches, si no todas, sonaban las guitarras y aparecían los cantores, entre ellos El Pájaro y Carlos Juncos, entre otros que más de una vez eran convocados de urgencia al Almacén San José cuando se les caía un artista. El ida y vuelta entre un lugar y otro era tan intenso que los números que se presentaban en el Almacén solían terminar con alguna que otra presentación informal en el Submarino Amarillo, entre tragos para el estribo y empanadas sanamente mortales.

“Así fue como una noche vino Quico Fonrouge con la noticia de que cerraban el Almacén, que se lo vendían a unos cordobeses y que iban a hacer un boliche bailable. Y nos llenó la cabeza a todos. Nos decía que no podía ser, que ese lugar lo teníamos que seguir nosotros, que no se podía ir toda esa magia del ambiente universitario”, cuenta Cristina.

EL CRÉDITO DEL PROVINCIAL

El cálculo de lo que se necesitaba para entrar como inquilinos al Almacén superaba al más optimista de los optimistas. Era una pequeña fortuna, entre llave, alquiler y depósito. Pero que se podía alcanzar con un crédito que a su vez se podía pagar con las recaudaciones de un lugar que, sin estructuras publicitarias ni nada de eso, se sabía que “andaba” porque lo decía esa red social que acaso siga siendo irremplazable: el boca a boca.

Después de recibir varios portazos en la cara vieron que existía una posibilidad en el entonces Banco Crédito Provincial, de 6 y 48. Antonio Falabella era el presidente y decían que el hombre atendía sin muchas vueltas a todo el que pedía verlo. Pero aún así, buscaron un conocido que les asegurara la entrevista. Una estudiante de entonces, Cristina Otegui, era de Rauch y su padre, Julián, conocía a Falabella desde la adolescencia.

Contra reloj consiguieron el crédito, el mismo día en que vencía el plazo que los dueños de la propiedad del Almacén les habían dado antes de levantar y teléfono y llamar al cordobés que quería hacer en La Plata un boliche bailable de dos, tres, cuatro pisos, se según se decía.

Hasta tuvieron que salir a las chapas para Rauch porque a último momento el banco advirtió que no estaba registrada la firma de Otegui y para enmendar el error mandaron al campo a un gerente con la papelería que había que firmar.

El banco les dio 50 mil pesos de aquel 1973. Calcula Cristina que en la comitiva que la acompañó a cobrar había, fácil, 20 personas. Fue un martes de mediados de abril de 1973 y ese sábado el Almacén tenía que abrir para no perder tiempo. Había que trabajar para reunir el dinero de las cuotas. Pero el lugar llevaba cuatro meses de abandono. En las botellas de vino, de whisky y ginebra no quedaba ni el olor. Se puso en marcha entonces un operativo de solidaridades impensadas. Si hasta cuentan que uno de aquellos contrabandistas que recorrían las oficinas públicas con enormes bolsos ofreciendo “productos importados”, se sumó a la colecta con varias botellas. Aquella primera noche del Almacén bajo la conducción de Cristina y El Pájaro fue histórica. Todo a pulmón.

El primero que dijo que sí fue Mingo Martino y esa noche tocó Múltiplus.

El barco del Almacén iba otra vez a mar abierto, las velas arriba y con una tripulación variopinta, siempre dispuesta a tomarse y cantarse otra.

En un viejo cuaderno alguien había anotado los teléfonos de los representantes de algunos artistas “de Buenos Aires” pero para recibirlos, o mejor dicho para recibir al público que vendría, había que tirar paredes y ampliar el lugar en la más estricta reserva.

Las peleas con aquellos representantes eran agotadoras. Los tipos no conocían esa técnica de “pedir y total después para bajar hay tiempo”. Pedían un cachet y no bajaban nada. Pero ocurrió algo inesperado.

EL ASUNTO DE LOS ALEMANES

Eduardo Oscar Rovira estaba por entonces en su mejor momento como artista. Bandoneonista de fama internacional, arreglador y compositor; creador de cerca de 200 tangos y algo menos de 100 obras de música de cámara estaba en la mira de la televisión alemana que había mandado un equipo para hacer un video para la cadena Eurovisión. Los tipos habían alquilado para eso El Viejo Almacén, el histórico café de Balcarce e Independencia que fue como la cocina de la casa de artistas de la talla de Troilo, Pugliese, Goyeneche, Baffa y Leopoldo Federico por nombrar a algunos. Pero a los alemanes, y nunca se supo por qué, no les gustó el lugar y como si algo no les faltaba eran fondos para darse los gustos, le pidieron al representante de Rovira que buscase otro ambiente. Y ahí apareció el Almacén San José de La Plata.

Chabuca Granda vivió meses en 24 y 63. “La casa era un loquero de músicos y poetas”

 

“Me pidió el Almacén para hacer el video y yo le dije que si, que encantada. Vinieron los alemanes con unos equipos que parecían de la NASA y se fueron encantados también”, cuenta Cristina.

Pero una ventana había quedado sin cerrar. Aquel representante no les había dicho que los alemanes habían pagado muy bien por ese alquiler que en realidad le habían cedido de onda.

“Y nos vinimos a enterar porque una noche trajimos, con mucho esfuerzo, a Buenos Aires 8 y me dice Chichita Fanelli, que era una de las sopranos, ‘che Cristina, con lo que te pagaron los alemanes por el alquiler, nos pagas a nosotros y te sobra plata’. Y ahí me contó que los alemanes habían pagado una fortuna por usar el Almacén que nosotros le habíamos dado gratis”.

Desde entonces, aquel pillo representante de artistas quedó prisionero de su propia conducta.

“Al primero que le pedí fue a Edmundo Rivero. Me dijo pero cobra 120 mil. Yo le dije no, vos sabés que para nosotros es 80 mil. Y así lo tuve cada vez que iba a verlo. El tipo tenía el culo sucio, nosotros no habíamos armado escándalo y sabía que estaba en deuda. Le decía quiero a tal y él me decía te va costar 100 mil y yo lo miraba fijo y le decía: vos sabés muy bien que para nosotros es 50, a lo sumo 60 mil”.

En aquel contexto del 70 al 75, en creciente crispación y ráfagas de violencia política y de las otras, el Almacén llegó a ser una suerte de Zona Liberada.

“La gente entendía que no podíamos llevar todos los días a los Chalchaleros, que los llevamos, entonces convivían todas las expresiones y dentro del boliche nunca hubo un problema por cuestiones políticas”.

Cristina Doratto: “No teníamos patovicas, la seguridad la hacía yo”

CHABUCA GRANDA, VECINA DE 24 Y 63

A fines de 1973 el Almacén sería escenario de un episodio singular y que marcaría varias cuestiones: la primera, que la fama del lugar empezaba a conocerse “en Buenos Aires”. Luego, que el prestigio de la universidad platense iba mucho más allá de lo que podía pensarse y, finalmente, que cuanto más grande es un artista más se nota su humildad.

Una de esas noches se presentaba en el teatro Embassy, María Isabel Granda y Larco más conocida como la cantante y compositora peruana Chabuca Granda. Se trataba de una artista de fama internacional, aclamada por canciones como La flor de la canela, José Antonio, El puente de los suspiros, Cardo o ceniza o Fina estampa. Las comparaciones son, a veces, irrespetuosas pero para que las nuevas generaciones tengan una idea de lo que esa mujer significaba entonces, no es exagerado decir que en cuanto a éxito y fama hoy sería como Shakira.

Al término del espectáculo Cristina y el Pájaro pidieron hablar con ella. “Somos estudiantes de la Universidad de La Plata donde hay muchos alumnos peruanos que la admiran y cantan sus canciones”, le dijeron a una mujer que oficiaba de secretaria.

“Dice Chabuca que será un placer recibir a gente de la Universidad de La Plata”, fue la respuesta que vino al rato.

Lo que siguió fue vertiginoso. “Le contamos sobre el Almacén y nos preguntó cuándo la íbamos a invitar. Caraduras, nosotros, le preguntamos cuánto nos podía cobrar. Y ahí casi nos desmayamos porque nos dijo: ‘Yo soy fumadora, así que a mí con un atadito y una cuchita donde dormir, estoy bien. Eso sí, tiene que ser un lunes que es mi día de descanso y no tengo función’”.

La presentación de Chabuca Granda, un lunes laborable en el Almacén San José, superó todos los cálculos. Un mes antes se había inaugurado el Hotel San Marco, en la zona de Plaza San Martín y el dueño era de la banda de PLAGA. Cuando le fueron a pedir precio por “una cuchita” y le dijeron que era para Chabuca, les dio, gratis, su mejor suite. Y cuando la artista entró al hotel la esperó con todo el personal en fila, con flores y regalos.

Aquello se convirtió en una amistad de años, que llevó a Chabuca a vivir varios meses en una casa que Cristina y el Pájaro alquilaban en 24 y 63.

“Se quedó para hacer los arreglos de un disco así que la casa era todo el día un loquero de músicos, compositores, poetas”, recuerda Cristina que se ríe cuando se le hace notar que los vecinos ni soñarían con que tenían semejante vecina.

Una de esas noches de alta bohemia, Chabuca se acercó a una de las habitués de aquellas reuniones y le pidió un favor. Era la abogada Guegue Medvedoff de Federton y las instrucciones fueron “hacé un contrato para que Cristina y el Pájaro sean mis representantes”.

UN DICTADOR AL TELÉFONO

Una mañana sonó el teléfono en la casa de 24 y 63. Era el dictador panameño Omar Efraín Torrijos.

“Como presidente de Panamá quisiera que Chabuca filme La Flor de la Canela aquí en mi país, y me dijeron que para eso debía hablar con usted”, oyó Cristina del otro lado de la línea.

Del Almacén San José podrá decirse que, entre otras rarezas como las empanadas catamarqueñas en un mercado copado por las tucumanas, salteñas y santiagueñas, era un boliche sin patovicas.

“La seguridad la hacía yo -dice Cristina sin temor a caer en la exageración- los chicos venían y me avisaban: Cristina hay un mamado haciendo lío. Entonces yo le decía que no se metieran, que ningún varón le dijera nada. Y entonces iba yo, lo llevaba discretamente a la puerta y le decía: estás un mes suspendido. Una vez un tipo estaba apretando a una chica, mal, y ese no entró nunca más al Almacén”.

Con un dejo de amargura Cristina dice que hoy la experiencia del Almacén San José sería un imposible. Y vuelve sobre aquello de contener tanta efervescencia política. Es que las puertas del Almacén “estaban siempre abiertas”, dice, y recuerda que más de una vez el lugar fue cedido para movidas de todo signo.

“El Pirata Drake, que falleció hace poco y era presidente de la FULP, ha hecho actos en el Almacén y otros radicales y también peronistas, todos tenían lugar”, recuerda Cristina.

“Una vez prestamos el Almacén para una reunión para juntar fondos para viajar al Congreso Mundial de la Paz que se hacía en Moscú con delegaciones de todos los partidos políticos. Y no se si fue que en el afiche leyeron el nombre Moscú que una noche nos tirotearon el frente. Decían que había sido la CNU pero nunca se supo bien. Actualmente al frente de la casa le faltan dos almenas que se fueron con los balazos”.

Adentro del Almacén quizá no se notaba, pero afuera la ciudad ya había empezado a arder.

El golpe de Estado y los crímenes que fueron su correlato le dejaron a La Plata una herida indeleble. Y el Almacén San José no quedó al margen de todo aquello.

Vendría una etapa difícil, de miedos, clausuras, aprietes sutiles y de los otros. Quién sabe cuánta de aquella juventud que se juntaba en el fogón armado con la campana del banco hundido en Berisso, a aplaudir a rabiar cuando alguien entonaba El Orejano, se habrá perdido en la horrorosa noche de las desapariciones.

Del Almacén San José se llevaron presa e incomunicada a Mercedes Sosa, en un hecho que quedó en la historia y que tiene detalles hasta hoy nunca revelados.

Entre ellos, un secreto guardado durante 43 años y que ha dado lugar a decenas de habladurías.

CONTINUARÁ...

 

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