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Opinión |ANALISIS

Amar y morir bajo las normas del nuevo Código

Amar y morir bajo las normas del nuevo Código

Amar y morir bajo las normas del nuevo Código

JOSE MARIA TAU (*)

1 de Agosto de 2015 | 02:43

Como el título de aquella vieja canción, “Ese día ya llegó”, entra hoy en vigencia el nuevo Código Civil y Comercial, para regir la vida de los argentinos luego de siglo y medio de aplicación del texto de Vélez Sársfield (aunque sometido a modificaciones en el siglo XX) y del Código de Comercio, también de fines del siglo XIX.

No es objeto de estas líneas analizar sus aspectos jurídicos. Sería una pretensión desmesurada, ya que la reforma es compleja desde el punto de vista doctrinario, sea en el nivel de conceptual (recoge los últimos desarrollos teóricos en las materias antes reguladas y crea institutos nuevos) como en el de su proyección operativa (sus normas son más “pautales”, genéricas si se quiere, al fijar criterios que dejan mayor libertad a los encargados de interpretarlas y a los jueces responsables de aplicarlas).

Y de eso quiere tratar este análisis. De la libertad. Término con implicancias filosóficas, morales y -obviamente- jurídicas.

Quizá no exista cuestión antropológica más apasionante que la de la libertad humana. Si el hombre es libre cuando piensa, elige, hace, realiza o decide, incluso, poner fin a su vida (a la que llega sin pedirlo: nadie elige el día de su cumpleaños…) son temas que han ocupado al pensamiento filosófico de todos los tiempos. Libertad que no equivale a autonomía. Como principio de la acción moral, o ética, ésta tiene como tal una tradición algo menor, acaso unos pocos siglos de reflexión.

La autonomía se vincula fundamentalmente con lo que en filosofía se denomina “el giro antropológico” y la noción de absoluto.

Absoluto es -digámoslo provisoriamente- aquello que, para ser o existir, no dependería de nada, ni admitiría condiciones. Así concebido, es obvio que en el universo -real y el metafísico- no puede llegar a existir más que un absoluto.

Desde sus inicios, la reflexión filosófica -al menos en Occidente-, reconoció en el universo un Absoluto (que denominó Dios, ser subsistente, etc.) y en las tradiciones teológicas más importantes el hombre hasta llegó a ser considerado un absoluto, aunque creatural (imago Dei): un absoluto por participación y acaso por vocación.

A partir del giro antropológico (cuya partida de nacimiento se ha pretendido -quizá con demasiada superficialidad-, en el “pienso, luego existo” cartesiano) la reflexión se fue haciendo postmetafísica y, en ese post, clausurando los grandes relatos, la secularización fue dejando atrás el Absoluto divino o incondicionado hasta sustituirlo por el hombre, el individuo, único absoluto que parece contar hoy con general aceptación.

Posmoderna es la era en la que el hombre ensaya nuevos ropajes teóricos y narrativos para un mundo tecnológico, que la sociedad de la información y comunicación parece no solamente estar cambiando: el mundo es otro.

Es cierto que la empresa de construcción (o “re-construcción”, según se la mire) puede resultar apasionante, pero tiene sus riesgos: cada uno se juega en ella la vida y su felicidad. En ese ensayo y esa búsqueda, el ser humano está solo… y a la intemperie, porque no habría morada (una de las acepciones de la palabra moral) que no se sienta sacudida y en proceso de re-acreditación.

La Bioética, como saber y práctica interdisciplinaria nació casi con la globalización para servir como puente reflexivo entre el ser y el deber ser, entre hechos y valores. Y el Derecho enfrenta el desafío de regular el ejercicio de esa libertad frente a nuevas ataduras, problemas y dilemas.

En ese cambio, se permite hablar de “ética sin moral” y nadie puede negar la existencia de “extraños morales”. Pero en la Argentina no conviven tantas morales, por eso las referencias del Código al “deber moral”, como la del artículo 431 (la fidelidad entre cónyuges ya no es un deber jurídico, sino moral) o del 728 (que declara irrepetible lo entregado en cumplimiento de un deber moral) parecen fórmulas vacías. Más que de ética, de etiqueta (Mainetti).

Fuera de una determinada comunidad moral, de una morada común, las otras tantas alusiones a la moral, tal como la que permitirá discernir si disponer o no un derecho de carácter personalísimo (art. 55), limitar la decisión de disponer sobre el propio cuerpo (art. 56), definir la existencia o no de perjuicio cuando se use un nombre (art. 71), calificar la idoneidad de la persona a la que, en caso necesario, el juez pueda confiar un incapaz (art. 139), o las referidas al objeto y eventual nulidad de un acto jurídico (arts. 279, 344, 386, 398) -para no citar sino algunos ejemplos-, carecerían de una significación distinta de la ilicitud penal, o sea una conducta tipificada y sancionable por el Código Penal.

El nuevo Código ha enfocado numerosas situaciones con total pragmatismo (entendido éste como lo hacía Williams James a principios del pasado siglo: ese esfuerzo radical de abrazar la realidad desde la experiencia) pero quisiera, antes de concluir, llamar la atención sobre las referidas con el principio y el final de la vida y las relaciones interpersonales no estrictamente comerciales, en tanto reflejan nítidamente ese giro antropológico, según el paradigma de los derechos personalísimos.

Centrado en la autonomía, el Derecho ha dejado de ser “performativo” y la persona será, teóricamente, más libre que nunca al momento de decidir. Pero no se trata de elegir la aseguradora para el automotor, o la contraseña de internet. El ciudadano (también paciente en muchos artículos del libro I de este Código) tendrá a partir de hoy amplio margen de libertad y ejercer su autonomía decidiendo jurídicamente y con carácter personalísimo la forma de amar, reproducirse (…antes “procrear”) vincularse intersubjetivamente y… morir, esto dentro o fuera de una sala de terapia.

Nacer, amar y morir, acontecimientos tan esenciales como necesarios en cualquier biografía, ponen al ser humano en relación con algo que lo trasciende (llámese Infinito, Dios, más allá, energía…) y hoy, justamente, ya no son tan “naturales”: suelen estar intervenidos, atravesados por una intervención técnico-médica. La vida y la muerte están medicalizadas.

He ahí la paradoja: en tiempos de crisis del sujeto (del homo sapiens… al homo adictus), afianzamiento de identidades y perplejidad –por no decir, muchas veces, confusión- frente al reality y realidades que cada vez pueden resultarle más complejas… y complicadas, las mayores libertades traen consigo el riesgo de convertir a la autonomía en una ficción.

He evitado -a propósito- referirme a los simples, los débiles, los indigentes de la posmodernidad: quienes no tienen acceso a las muchas posibilidades de educación, conocimiento y amplia información (a quienes el Derecho debería, por naturaleza, proteger). Ellos, que ni siquiera enarbolan la ficción de la autonomía, ni saben acaso que hubo una revolución sexual o les importa demasiado la transgresión, en estas materias quizá queden más excluidos que antes y más la intemperie que ninguno.

Si es cierto lo del “Adiós a la razón”, la tarea para la Bioética y, sobre todo, para los jueces (a quienes el artículo 3 obliga a resolver los asuntos a través de decisiones “razonablemente fundadas”) parece francamente inmensa.

 

(*) Abogado-Vicepresidente de la Asociación Argentina de Bioética Jurídica

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