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JUAN J. TERRY (*)
Como hace hoy 203 años, en las barrancas del Paraná, en Rosario, el espíritu de Belgrano nos convoca nuevamente a los argentinos a emprender la tarea que desde entonces nos anima y que parece tan difícil de alcanzar, y que no es otra que la de lograr una nación integrada y reconciliada en paz con nosotros mismos. Mientras no obtengamos esa paz interior que enuncia nuestra Constitución, ese desarme de los espíritus que nos permita coexistir en libertad dentro de la diversidad, no podremos desarrollar las potencialidades a que está llamada la Argentina.
Asistimos últimamente a la acentuación de un revisionismo histórico que con sentido de venganza -no de reconstrucción- se permite atacar y menospreciar la memoria de los padres fundadores de la Patria, no advirtiendo con ello que dinamitan los fundamentos de la nacionalidad.
De ahí la necesidad de entender la historia en su verdadero sentido, de maestra de la vida y de los pueblos- magistra vitae, como la menciona sabiamente Cicerón. El oído puede estar abierto a una diversidad de discursos, pero sin desprenderse del pasado que nos une, ya que éste incide en el presente y en el porvenir. Esta circunstancia se agrava en las jóvenes generaciones que reciben una educación cada vez más deficiente y en continua decadencia, que ha puesto a la escuela pública al borde de la desarticulación, y a la familia en difícil trance en cuanto a la formación y orientación de los hijos.
La vida de Belgrano, aunque breve, está llena de matices y hechos reconfortantes
Dilapidar la herencia ética y cultural, además de la material, nos conduce a la destrucción de las instituciones republicanas y al verdadero modelo de país, que no es otro que aquel que plasmaron los hombres de la Organización Nacional en la Constitución, y que introdujo la inmigración y la modernidad tolerante. Han dicho los obispos y notables pensadores, que la Argentina está enferma de violencia, de corrupción e impunidad, con el crimen organizado y el peligro de la descomposición social.
El silencio que se vive en estos momentos de dramatismo, y que llega a ser más potente que el sonido que lo precede, se ha convertido en presencia cargada de valiosos significados, que permite anticipar, cuando regresemos al mundo sonoro, que hemos conseguido enriquecer la esencia de la vida interior, la paz interior, ya que el silencio -según Kierkegard- es lo mejor del ser humano.
La vida del insigne prócer creador de la Bandera, aunque breve, está llena de matices y hechos reconfortantes, animada siempre del sentido del deber y del más puro y desinteresado patriotismo. Luchó y sufrió con denodado esfuerzo y fue el que más contribuyó al nacimiento y grandeza de la Argentina.
El abogado y general, economista y escritor, educador prominente y traductor, periodista y político y al mismo tiempo geógrafo, botánico, zoólogo, agricultor y minerálogo destacado, todo lo abarcó. Le tocó actuar en una de las épocas más difíciles y de confusión, como la que abarca el período que marca el comienzo del fin de las monarquías absolutas y el nacimiento del sistema republicano. Entendía que la educación y la acción pública eran los únicos caminos para defender la libertad del hombre y la vigencia de un nuevo sistema político. Con ese propósito fundó escuelas de primeras letras y de enseñanza técnica, las escuelas de náutica, de música, dibujo, de economía política y hasta en la guerra fue un educador al crear academias en los cuarteles para mejorar a los soldados. Se preocupó de la educación de la mujer para la que estableció escuelas de primeras letras y de enseñanza técnica.
Si bien el intelectual fue eclipsado por el hombre de armas, para él la guerra fue en su vida un azar, y el estudio y la vocación docente su condición nata, que lo llevó a convertirse en una de las inteligencias más reflexivas y preclaras de la Independencia.
Creó la Bandera que nos distingue de los pueblos de la tierra y la mandó enarbolar el 27 de febrero de 1812 en las baterías Libertad e Independencia y jurar por sus soldados. De ahí en adelante la insignia padeció una triste odisea hasta que la Asamblea que declaró la Independencia en Tucumán en 1816, la aprobó definitivamente. El no se atribuyó la asignación de los colores que adoptó, que eran los de la escarapela nacional, colores ya con tradición y a los que Belgrano no había sido ajeno, pues en su gestión en el Consulado había hecho instalar en 1794, en el frente del edificio, al lado de la española, una azul y blanca como distintivo del edificio. Por eso puede decirse que además del creador fue el inspirador de sus colores.
El hombre que dio todo por el país, que fue el precursor de la Revolución de Mayo y luego integró la Primera Junta de Gobierno; el gran héroe de Tucumán y Salta y el Exodo Jujeño, murió en la pobreza más grande -él, que había pertenecido a una familia de fortuna- y ante la indiferencia general, meditando en su lecho de enfermo en los destinos de la Patria. Así lo expresó en esos días: “Pensaba en la eternidad a donde voy, y en la tierra querida que dejo; espero que los buenos ciudadanos trabajarán para remediar sus desgracias”.
Aún nos queda la incógnita, pero también la esperanza, de que su pensamiento se puede cumplir a no muy lejano plazo.
(*) Presidente del Instituto Belgraniano de la Provincia
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