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JUAN P. GARDINETTI (*)
Días atrás la sociedad tomó conocimiento por medio de la prensa de un fallo judicial dictado por un juez de nuestra ciudad que ha generado innumerables comentarios, casi todos de tono sumamente crítico. Este que presentamos no será, por cierto, una excepción; intentaremos –acaso lo consigamos- echar algo de luz sobre los motivos que lo tornan inaceptable desde diversas miradas. Se trata. en suma, de la condena aplicada a una travesti a la que se le agravó la pena por su condición de extranjera.
En primer lugar, creemos no ser injustos si decimos que la decisión es del tipo “voluntarista”, esto es que traduce sólo la manifestación de voluntad de quien la dicta, careciendo de fundamentos racionales y válidos; no se observa, puede decirse, un análisis serio de las dimensiones jurídicas involucradas, de los principios y reglas en juego y de las consecuencias de decidir de esa forma.
En este sentido, parece más una decisión del tipo “actos del príncipe”, vacía de fundamentación que la valide, y en la que sólo la autoridad de quien la dicta pretende actuar como factor de legitimación.
Por otro lado, frases del tipo “los extranjeros […] veían desde la comodidad de su hogar el conflicto [de Malvinas] sin temor a ser convocados”; “durante años debimos ir exclusivamente nosotros, a emitir el sufragio […] mientras que los extranjeros se quedaban descansando en la seguridad de sus casas”; “Una madre (la Constitución Nacional) le dice a su hijo (extranjero): si te portás bien mamá que te va a querer…” (el listado de aserciones similares es desoladoramente extenso) no parecen ser propias de un acto estatal de la envergadura de una sentencia jurisdiccional que decide sobre la libertad y el patrimonio de las personas.
Desde una perspectiva anclada en lo constitucional, resulta claro que el decisorio desconoce, al menos, las prescripciones de los arts. 16, 18, 20 y 75 inc. 22 de la Constitución, entre otras.
El constituyente histórico (el de 1853/60), siguiendo los consejos de Alberdi formulados sobre todo en sus Bases, cubrió a los extranjeros de los mismos derechos que a los nacionales y aún les otorgó ciertas franquicias: ello respondía a la necesidad de ofrecer un programa político-constitucional que fuera lo suficientemente atractivo, en proporción a las dificultades existentes, para enfrentar el gran drama de la Argentina del siglo XIX, el desierto inmenso y despoblado.
El juez afirma que el principio y la garantía de la igualdad del art. 16 de la Constitución Nacional “no es tan cierto, ni tan absoluto, como parece”.
Ignacio Alvarez Thomas, quien circuló las invitaciones para el Congreso de Tucumán en 1816, había nacido en Arequipa, Perú. A nadie se le hubiese ocurrido sancionarlo por extranjero
Sin volver sobre las mismas críticas al uso de aserciones voluntaristas, sólo debemos recordar que la igualdad proclamada y tutelada en la Constitución Nacional admite que se formulen distinciones.
Ello ha sido dicho en innumerables oportunidades por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Empero, la condición fundamental para llevar adelante las mismas es que ellas respondan a criterios de razonabilidad.
Esto es: no de simpatías (o antipatías) con determinados grupos, no de preferencias, no de mera utilidad, sino de una objetiva razón de diferenciación y no por propósitos de persecución o de indebido privilegio de personas o grupos de personas.
Este es el baremo para verificar si la distinción se ajusta al espíritu y la letra constitucional.
Y, en el caso que comentamos, eran el fiscal y el juez quienes debían explicar esto, pues como dijo la Corte citando a John Stuart Mill: “…la carga de la prueba recae sobre aquellos…que están a favor de cualquier restricción o prohibición…respecto de cualquier descalificación o desigualdad de derecho que afecte a una persona o alguna clase de personas en comparación con otras…” (The Subjection of Women, 1869).
Como ese fundamento razonable es, precisamente, el que falta en la decisión, la discriminación allí practicada se torna antojadiza y arbitraria.
Desde el punto de vista jurídico-penal, no se observa de qué forma la condición de extranjera de la imputada incide en un mayor incremento de reprochabilidad a la hora de graduar la sanción penal: ¿por qué el sólo hecho de haber nacido fronteras afuera acarrea más pena, en caso de cometerse un delito, que si éste lo lleva a cabo un nacional? Sin respuesta explicativa posible, al menos desde la racionalidad del sistema.
La formulación del inversa demuestra lo absurdo de la propuesta: exactamente el mismo delito, cometido esta vez por un no extranjero, merecería para este magistrado menos pena, es decir, sería menos grave por perpetrarlo un argentino nativo.
Por último, una mirada desde la historia constitucional y un homenaje a uno de los tantos luchadores que hicieron posible la reunión del Congreso de la Independencia, pues convendría recordar que quien circuló, en 1815, las invitaciones a las provincias y ciudades para que remitieran sus diputados a San Miguel del Tucumán en 1816, fue el entonces Director de Estado sustituto coronel Ignacio Álvarez Thomas, nacido en Arequipa y, por lo tanto, técnicamente, peruano: a nadie en aquellos tiempos se le hubiera ocurrido incomodarlo por extranjero ni, menos aún, sancionarlo por ello.
(*) Profesor Ordinario Regular Adjunto de Historia Constitucional. (UNLP)
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