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Opinión |ENFOQUE

Entre fútbol y corrupción, la vuelta al potrero

Entre fútbol y corrupción, la vuelta al potrero

Entre fútbol y corrupción, la vuelta al potrero

Monseñor HECTOR AGUER (*)

5 de Agosto de 2015 | 02:07

Los historiadores no se ponen de acuerdo para establecer el origen del fútbol, ni en cuanto al tiempo ni en cuanto al lugar. Al parecer, las variantes que se han dado del juego constituyen un obstáculo importante para decidirlo. Esa dificultad invita a pronunciarse discretamente y a hablar, por ejemplo, de “una especie de fútbol”. Así se evoca el que se jugaba en Japón mil años antes de Cristo o el tsu-chu chino de aquellos tiempos remotos. En Grecia y en Roma ese entretenimiento del pie con la pelota sirvió, al parecer, a los soldados para adiestrarse y como recurso contra el aburrimiento.

Algunos autores han llegado a sostener que los legionarios romanos dejaron en la Britania de entonces los gérmenes del glorioso deporte futuro; se explicaría por tanto que para los ingleses haya sido una ocupación placentera inmemorial.

Sin embargo, el siglo XIX ha sido el tiempo de clarificación de un reglamento común que ha fijado la identidad del fútbol en cuanto tal; fue entonces también cuando se organizaron las primeras federaciones. Mal que nos pese, fueron ellos, los ingleses, los definidores del fútbol actual. La primera Liga se constituyó en 1888 y en 1904 apareció la Federación Internacional -la FIFA, ámbito de los recientes escándalos- fundada por varios países europeos como consecuencia de la difusión de este deporte.

TIEMPOS MODERNOS

Me permití trazar esta pequeña historia precisamente para nombrar a la FIFA, corroída ahora por la corrupción. El Papa Francisco ha dicho en Paraguay que la corrupción es la polilla, la gangrena de un pueblo (y de todo lo que toca). Con FIFA rima AFA, nuestra AFA, en la cual se han ventilado casi contemporáneamente trapacerías, ya que los argentinos no podíamos quedarnos atrás en materia de afanos. Dejo de lado aspectos múltiples de esa gran pasión nacional, como se la llama; el fútbol es todo un mundo, para mí desconocido. Es también un negocio, un gran negocio: se “compran” y “venden” jugadores a precios altísimos, y ¿se podría sospechar que se comercian igualmente goles, partidos, árbitros y campeonatos?. El negocio -y los consiguientes negociados- se hacen realidad en la medida en que el fútbol se aleja de su naturaleza primordial de juego. El Diccionario de la Real Academia Española define así el jugar: hacer algo con alegría y con el solo fin de entretenerse o divertirse; no entra aquí la innombrable guita. Los dirigentes de aquellas instituciones, la internacional y la argentina, se han entusiasmado pícaramente con el negocio; los perdió su codicia.

Codicia, precisamente: amor al dinero, avidez de tener más. En varios pasajes del Nuevo Testamento este vicio es designado con el nombre griego de pleonexía; esa pasión desordenada se impone sobre todo límite o freno y configura la personalidad del avaro. Vivimos en un mundo dinerario, en el cual el sector financiero predomina abusivamente sobre el conjunto de la economía; la vieja tentación de la pleonexía se hace entonces más potente y se ceba en la ampliación de las relaciones comerciales.

Los argentinos no podíamos quedarnos atrás en materia de afanos

Para los futboleros argentinos de mi época, por lo menos para los pibes de barrio, hay una referencia insoslayable como lugar de iniciación en el fútbol: el potrero, en el que el deporte era verdaderamente juego, práctica espontánea, natural, desinteresada. ¿Será iluso pensar que algo siquiera del “espíritu del potrero” puede inspirar a los protagonistas, a las instituciones, a la organización misma del mundo futbolístico? Siquiera -digo- porque el negocio del fútbol cambiaría de perfil si se asegurasen la honestidad, el ahorro del derroche, el sentido social y el empleo de esas fortunas inmensas en favor de los necesitados. Volver al potrero, entonces.

Este símbolo del retorno a la naturaleza de la cosa misma, a la sencillez de la verdad, puede entenderse como una parábola y aplicarse a otras actividades deformadas por el amor al dinero, por ejemplo a los “negocios” ininvestigables y siempre impunes de la política. Otra sería nuestra suerte.

 

(*) Arzobispo de La Plata

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