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En esta oportunidad fueron los vendedores ambulantes, los que protagonizaron el viernes pasado incidentes violentos, con cortes de tránsito y quema de neumáticos en una de las esquinas más céntricas de La Plata, en protesta contra los operativos que viene desplegando la Municipalidad para erradicar la comercialización ilegal de productos en la vía pública, una actividad que se encuentra prohibida en el distrito desde 1993 y que, sin embargo, con estas y otras acciones, se resiste a desaparecer.
Corresponde primeramente señalar que, por la magnitud de los incidentes, quedó evidenciada una vez más la presencia de organizaciones perfectamente aceitadas que son las que, aprovechándose de las necesidades laborales de mucha gente, han decidido tomar virtualmente por asalto la vía pública de nuestra ciudad para desarrollar en ella una actividad que no sólo viola las ordenanzas, sino que transgrede leyes provinciales y nacionales relacionadas al ejercicio del comercio y al pago de los correspondientes impuestos.
Pero antes de profundizar una vez más en lo que significa el nocivo avance de la venta ambulante en La Plata –en donde ya son 5.800 los puestos entre manteros y saladitas según lo estimó recientemente la CAME, en una cifra que vendría a significar la presencia de un puesto cada 112 habitantes-, con claros perjuicios al comercio regular, conviene aludir a la reiteración de situaciones de todo orden que, bajo la excusa de formular reclamos o plantear distintos tipos de reivindicaciones, se traducen en inadmisibles violaciones a la ley y a la Constitución.
Esas agresiones son tantas que se han venido convirtiendo no sólo en algo habitual, sino que también, en la mayoría de los casos, forman parte de acciones perfectamente premeditadas por distintos grupos de personas inescrupulosas que, en definitiva, se adjudican derechos que no les corresponden, inducen a mucha gente a violar las normas y, por si fuera poco, los impelen a ejercer eventualmente una suerte de justicia por mano propia si el Estado o la sociedad pretenden neutralizarlos.
Son muchas ya las organizaciones marginales que subordinan el orden público a las supuestas necesidades de sus “protegidos”. En lugar de vivir sujetas a la ley, como lo hace la inmensa mayoría de la sociedad, pretenden exceptuarse de ellas y eligen aferrarse a la teoría del hecho consumado. Una vez que cruzan la frontera de la ley, lo que demandan es que los límites sean corridos de lugar. Pero atrás de esa estrategia, no hay reivindicaciones reales sino una organización mafiosa que vive de explotar a la gente y al Estado.
En nuestra zona pueden mencionarse múltiples ejemplos: las usurpaciones de tierras, que siguen avanzando en La Plata sin que las autoridades atinen a contener ese desenfreno; la contaminación acústica, que nadie controla; la irrefrenable venta ambulante; el uso privado de los espacios públicos por parte de organizaciones de “trapitos” que, en forma cotidiana, administran y lucran con espacios que no les pertenecen, entre muchas otras, forman parte de las actividades regidas por un “vale todo” que desde hace muchos años se enseñorean por la Ciudad.
Es indudable, por cierto, que los sucesivos gobiernos debieran analizar en profundidad las causas que originan estas situaciones anómalas, claramente indicativas de la existencia de problemas sociales muy negativos, pero que, en modo alguno, justifican el imperio de actitudes opuestas a la ley.
En cuanto a las protestas callejeras, debiera estar perfectamente claro que uno es el derecho a peticionar ante las autoridades, consagrado entre los principales por nuestra Constitución y, desde luego, digno del máximo respeto; y que, en cambio, muy distinto a eso es desnaturalizar cualquier demanda con desbordes que afectan tan gravemente otras garantías y categorías legales o constitucionales.
Permitir semejantes licencias -tal como está ocurriendo desde hace muchos años, cada vez con mayor lenidad por parte de las autoridades responsables- es equivalente a promover la anomia como modelo de vida social, cuando lo que corresponde sería que se les garantice a los ciudadanos mejores condiciones de vida y que, a la vez, se les demande con claridad sujetarse a los términos institucionales que exige el sistema democrático, sin excepciones para nadie.
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