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Opinión |UN TEMA SENSIBLE Y COMPLEJO

Los claroscuros del perdón

Por SERGIO SINAY (*)

Los claroscuros del perdón

Los claroscuros del perdón

29 de Mayo de 2016 | 02:04

Mail: sergiosinay@gmail.com

“Lo que más odio es que me pidan perdón antes de pisarme”. Con su humor tan agudo y a la vez sutil, Woody Allen apuntó, con esta frase, a uno de los tantos aspectos de un tema complejo: el del perdón. Mucho se dice y reflexiona y suele dar para conclusiones que resultan claras y a veces conmovedoras en la teoría, pero que no siempre son fáciles en la práctica.

¿Es más fácil perdonar que pedir perdón? ¿Todo puede y debe ser perdonado? ¿Todos los pedidos de perdón deben recibir una respuesta positiva? ¿Basta con pedir perdón para reparar un daño o una ofensa? ¿Cuál es la relación entre ofensa, perdón y responsabilidad? Estas son apenas algunas de las preguntas que rondan a la cuestión. La frase del director de films memorables como “Manhattan”, “Annie Hall”, “Zelig”, “Match Point”, “Delitos y pecados” o “Jazmín azul” entre tantas, pone sobre el tapete dos de las aristas del perdón. Una muestra a esas personas que llevan el pedido de perdón como una suerte de escudo protector y, en cualquier situación, se apresuran a guarecerse bajo él. De ese modo suelen poner en una situación difícil al ofendido, no le dan tiempo a la reflexión, se siente bajo una fuerte presión y ante la amenaza de pasar por resentido si no responde rápidamente otorgando el perdón. Y esta es, precisamente, la segunda arista. La presión social y cultural que a menudo siente sobre sí quien fue herido, instándolo a perdonar sin dar señales de rencor o de algo que pueda ser confundido con tal sentimiento.

Perdonar es una opción, no una obligación, por mucho que a veces se la vea como tal. Es una decisión que toma el ofendido y como solo él conoce la profundidad de la herida, hay que concederle la posibilidad de que no pueda perdonar. O de que no pueda hacerlo en el momento

Así como existen quienes piden perdón antes de dar el pisotón, están también los que no lo piden nunca. En un trabajo escrito en colaboración y titulado “Pedir perdón sin humillación”, el sacerdote y psicólogo francés Jean Monbourquette y la ensayista Isabelle D´Aspremont advierten que esta actitud se debe en muchos casos a que quien está en falta cree que un pedido de perdón lo rebaja, lo deja indefenso y en inferioridad de condiciones ante el ofendido. Esto no debería sorprender. La mente humana tiene recovecos muy curiosos. Y a menudo las relaciones interpersonales en cualquier plano de la vida (pareja, familia, negocios, política, deporte, vecindario, etcétera) se reducen a sordos juegos de poder en los que abundan quienes creen (así sea de modo inconsciente) que dar un paso atrás equivale a perder el honor y la identidad.

En la otra punta están las personas que dan por sentado que su pedido de perdón cierra el asunto y abre un nuevo capítulo. No conciben la idea de no recibir la absolución y hasta pueden considerarse ofendidos si no se los perdona en el acto. Una curiosa y muy extendida forma de dar vuelta la tortilla: ahora el ofensor es el ofendido, y viceversa. Sin embargo, cabe pensar que un perdón concedido de modo tan veloz y automático como a veces se exige bien puede terminar por ser un salvoconducto. El gran William Shakespeare observaba esa posibilidad, y eso lo llevó a afirmar: “Nada envalentona tanto al pecador como el perdón”.

OPCION, NO OBLIGACION

Como todo en la vida, también en este tema aparecen los opuestos complementarios. Así como es cierto que muchos ofensores manipulan las cosas de manera de quedar en el lugar de ofendidos, también lo es que otros tantos ofendidos manejan la situación para acumular poder. Perdonar es una opción, no una obligación, por mucho que a veces se la lo vea como tal. Es una decisión que toma el ofendido y como solo él conoce la profundidad de la herida, hay que concederle la posibilidad de que no pueda perdonar. O de que no pueda hacerlo en el momento. E incluso de que no pueda hacerlo en determinadas condiciones. Lo que no debería ocurrir es que se valiera de su situación para tomar represalias proponiendo el perdón a cambio de cosas que el ofensor debería concederle. Al perdonar se abre la mano y se suelta. Por ese motivo no siempre es fácil hacerlo y requiere un previo auto examen de consciencia .

En todos los casos el perdón requiere de un elemento imprescindible, tanto de parte del ofensor como del ofendido. La buena fe. Cuando esta es escamoteada por alguno de los afectados (ofensor u ofendido), toda la cuestión se convierte en una transacción perversa. Por esto es importante tomar en cuenta los que Monbourquette y D´Aspremont llaman falsos pedidos de perdón. Esa lista incluye el pedido de perdón emitido como una simple fórmula de cortesía, pero sin conciencia plena del daño inferido. También figura el pedido de perdón por los sentimientos o emociones suscitados en otros por acciones propias completamente involuntarias o llevadas a cabo con buenas intenciones. Aquí caben la empatía y el acompañamiento, pero no hay falta o pecado, porque, como dicen los autores, una persona no tiene poder sobre la vida interior de otra. El pedido de perdón sin arrepentimiento (“Ya te pedí perdón, no hablemos más del tema”) es también falso. Como lo es el que va a acompañado de actos de auto conmiseración o auto humillación. O el condicional (“Te pido perdón, pero…”; aquí el “pero” anula todo lo anterior). Es inválido, asimismo, el perdón pedido por exigencia del ofendido; este puede expresar cómo se siente, explicar de qué modo fue lastimado, cuál es su estado emocional, pero no exigir que se le pida perdón, lo cual lo coloca en una situación de poder un tanto autoritaria. Y también resultan apócrifos los pedidos de perdón a cargo de un sustituto, es decir cuando se envía a otra persona a pedirlo, o cuando por propia voluntad un tercero pide perdón en nombre del ofensor (una esposa por el marido, un amigo por otro, un padre por un hijo, etcétera).

LO INTRANSFERIBLE

Como la responsabilidad, el pedido de perdón es indelegable. Y también su otorgamiento. Desde el momento en que toda acción, toda palabra, toda inacción y todo silencio tienen consecuencias, siempre se debe responder por ellas, de cuerpo presente y a través de acciones. Quien pide sinceramente perdón ha tomado conciencia de esas consecuencias y aparece dispuesto a responder. Esto, a su vez, tendrá nuevas consecuencias: una de ellas es no ser perdonado. Porque hay actos imperdonables. Acaso no sean muchos, pero los hay. Algunos por razones morales (por ejemplo, la corrupción, con su secuela de crímenes, es imperdonable, aunque la ley admita figuras como el “arrepentido”, y también lo son la tortura o la violación, porque avasallan lo más sagrado de las personas). Otros actos son imperdonables porque tocan lugares ya heridos en lo más profundo del ofendido y a este le resulta honestamente imposible perdonar. Como cada persona es única, también esos lugares lo son.

Por fin, perdonar no es necesariamente olvidar. Quien perdona y olvida, olvida lo que perdona y queda a merced de ser nuevamente lastimado allí, dice Elisabeth Lukas, psicoterapeuta austríaca discípula de Víktor Frankl. De ahí el valor de un perdón sin rencor pero con memoria, uno de los más difíciles ejercicios en los vínculos humanos. Acaso todo esto pudiera ser distinto si se tomara en cuenta la advertencia del filósofo, psiquiatra y sociólogo José Ingenieros (1877-1925), cuyas obras (como “El hombre mediocre” o “Las fuerzas morales”) mantienen una vigorosa vigencia: “Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no ofender“.

Sería más eficiente.

José Ingenieros (1877-1925)

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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